Instantánea de la muerte
¿Cuándo podemos decir que alguien ha fallecido? Las investigaciones más recientes han revelado que el fallo total del corazón o el cerebro no implican necesariamente la muerte del individuo, y que incluso es posible revertir algunos procesos que, hasta ha
Hasta no hace mucho tiempo, la cosa estaba clara. La muerte era el momento en que cesaba cualquiera de las funciones vitales: el latido cardiaco, la actividad cerebral eléctrica o la respiración. El argumento subyacente era que una vez que una parte del sistema fallaba, el resto lo seguía en una especie de caída en cascada. Ahora bien, esto no está tan claro. Por ejemplo, aunque no es precisamente habitual, el corazón puede ponerse en marcha por sí solo después de haberse detenido; es lo que se llama síndrome de Lázaro. Estamos ante una verdadera autorresucitación, en la que el corazón empieza a latir cuando todos los intentos por ponerlo en marcha han fallado. Nadie sabe por qué ocurre.
Desde 1982 se han registrado treinta y ocho casos. Parecen muy pocos, pero son los suficientes como para plantearnos la siguiente pregunta:¿cuánto tiempo hay que esperar desde el momento en que se para el músculo cardiaco para decidir que alguien ha fallecido? Es una pregunta sin respuesta. Las maniobras de reanimación cardiopulmonar (RCP) permiten revivir a una persona bastante tiempo después de que tal cosa haya sucedido sin que se presente un daño cerebral duradero. Un estudio de 2013 expuesto en el congreso anual de la Asociación Norteamericana del Corazón establecía que los médicos deberían realizar la RCP durante al menos 38 minutos. Se trataba de un asunto importante, pues, a veces, esta técnica no se prolonga tanto. “Ello plantea la posibilidad de que algunos pacientes revivibles fallezcan cuando no tendría por qué ser así”, afirma el neurólogo James Bernat, un experto en desórdenes de la consciencia del Dartmouth College, en Nuevo Hampshire (EE. UU).
ENTONCES, SI NO ES A CAUSA DEL CORAZÓN, ESTÁ CLARO QUE MORIMOS CUANDO NO REGISTRAMOS ACTIVIDAD CEREBRAL... ¿Seguro? Una persona con el córtex dañado y que carezca de consciencia, memoria o pensamiento alguno no está muerta, pues el tronco cerebral, en la región interna del encéfalo, aún manda instrucciones al corazón para que bombee sangre y a los pulmones para que faciliten la respiración. Es más, con la llegada de nuevos aparatos, como el pulmón artificial, los especialistas son capaces de mantener con vida un cuerpo que no presente signos de actividad en su órgano pensante. Así surgió el concepto de muerte cerebral, algo que convierte a los individuos que se encuentran en esta situación en los candidatos ideales para la donación de órganos. Entonces, ¿qué pasa con los que se hallan en estado vegetativo persistente? ¿Están vivos o muertos? La dificultad que supone definir la muerte nos ha llevado a dividirla en diferentes tipos.
La muerte clínica, por ejemplo, sucede en el momento en que una persona colapsa por un paro cardiopulmonar. Está inconsciente, no respira, no tiene pulso palpable... Parece, efectivamente, muerta. Ahora bien, este estado puede revertirse en ocasiones, si se reacciona con prontitud y se maneja con eficacia. Ello evita la muerte biológica, que sí es irreversible y se produce cuando tiene lugar un daño celular permanente, principalmente por falta de oxígeno.
En el momento de la muerte clínica, hay sangre oxigenada en los vasos sanguíneos de todo el cuerpo –si excluimos la asfixia y el ahogamiento–. Por tanto, las células todavía tienen el combustible necesario para vivir; en esencia, oxígeno y azúcar. Cuando se consume por completo, sobreviene el deceso celular. La velocidad a la que las células agotan las reservas determina la velocidad a la que perecen: las que tienen tasas metabólicas más altas, como las neuronas, sufren daños antes que aquellas con tasas más lentas. Se calcula que la muerte biológica del cerebro sucede aproximadamente entre cuatro y siete minutos después de la muerte clínica.
Puede parecer sorprendente, pero esta última aún carece de una definición consistente, por lo que queda al libre albedrío de quien esté a cargo de firmar el fallecimiento. Bernat es taxativo al respecto: “Estás muerto cuando un médico dice que estás muerto”. Quizá si supiéramos lo que le sucede al encéfalo justo cuando dejamos de existir, podríamos tomar una decisión más concreta.
El primer paso en esta dirección lo dio a comienzos de la década de 1940 el neurólogo brasileño Aristides Leão. En una serie de artículos describió sus experimentos con conejos: les abrió el cráneo y sometió sus cerebros a descargas eléctricas, los pinchó con varillas de vidrio o les cortó el flujo de sangre por sus arterias. Al hacerlo, descubrió que se producía lo que llamó una propagación de la depresión –conocida desde entonces como la onda de Leão–, un repentino silenciamiento de la actividad eléctrica que comenzaba en el punto donde se había producido la lesión y se propagaba hasta alcanzar las partes más distantes del cerebro. El hallazgo hizo que Leão se haya convertido en uno de los neurocientíficos más célebres del mundo y su trabajo esté considerado como un clásico en su campo.
En 2013, un equipo de investigadores de la Universidad de Míchigan (EE. UU.) decidió analizar qué sucedía en el encéfalo de las ratas cuando morían. Tras provocar a estos roedores de laboratorio un paro cardiaco descubrieron que se producía una oleada de actividad neuronal dentro de los treinta segundos siguientes a su muerte clínica. Y no solo eso, sino que este frenesí era casi idéntico a los patrones que se ven en un cerebro totalmente despierto. Los científicos concluyeron que, aunque haya cesado el flujo de sangre como resultado de una muerte clínica, el cerebro no tiene por qué fallecer simultáneamente.
Poco antes de que la muerte deje el cerebro en silencio, las neuronas experimentan una inusitada hiperactividad
en la revista Annals of Neurology ha arrojado algo de luz sobre este asunto. En ese trabajo, un grupo de científicos del Centro para la Investigación del Infarto, en Berlín (Alemania), y de la Universidad de Cincinnati (EE. UU.) revelan cómo se produce el proceso de silenciamiento eléctrico descubierto por Leão en las células cerebrales humanas moribundas.
Las neuronas se cargan con iones –átomos que han perdido o ganado electrones– para crear desequilibrios eléctricos entre ellas y su entorno y, de este modo, poder generar
señales y enviarlas a distintas partes del cuerpo. Para mantener el citado desequilibrio –en términos técnicos, se dice que existe un gradiente iónico– deben realizar un esfuerzo constante, pues el sistema tiende a suprimir esa distribución antinatural de cargas dentro de la célula para, de ese modo, regresar a una situación más estable. Ese esfuerzo requiere un aporte continuo de oxígeno y energía química, que llega a través del torrente sanguíneo. Cuando sobreviene la muerte y el flujo de sangre al cerebro se detiene, las neuronas, privadas de oxígeno, acaparan los pocos recursos que quedan. En esos últimos momentos, enviar y recibir señales supone un desperdicio, así que se silencian a la espera de que vuelva el mencionado flujo sanguíneo.
Esta primera ola de oscuridad no parece extenderse, sino que sucede en todas partes a la vez, ya que el total de neuronas cerebrales reaccionan al mismo tiempo cuando se produce tan repentina sequía. La onda expansiva final aparece a los pocos minutos, cuando las células se quedan sin sus escasas reservas químicas y los iones se filtran en el tejido circundante: de ese modo, millones de diminutas baterías se descargan repentinamente. Esto señala los momentos finales de la función cerebral, pero es un marcador imperfecto de la muerte verdadera. Ciertos experimentos con animales realizados en 1994 por fisiólogos de la Universidad de California, en Los Ángeles, demostraron que si la sangre y el oxígeno regresan lo suficientemente rápido al cerebro después de esta onda expansiva, las neuronas pueden volver a la vida y recuperar su carga química. Solo si pasan unos cuantos minutos en ese estado químico despolarizado es cuando parecen alcanzar un punto del cual no hay retorno. Pero ¿sucede lo mismo en los seres humanos?
Cuando los niveles de oxígeno disminuyen debido a que el corazón deja de bombear y la presión arterial cae en picado, las células cerebrales aún pueden recurrir a sus reservas de energía durante un tiempo. “En unos tres minutos, estas se han agotado”, indica Jens P. Dreier, neurólogo del citado Centro para la Investigación del Infarto en Berlín que ha coordinado el mencionado ensayo sobre el silenciamiento eléctrico hecho público el año pasado. Cuando se desmorona el gradiente iónico, se produce una especie de tsunami cerebral, esto es, una enorme ola de energía electroquímica en forma de calor. “Este fenómeno, conocido como despolarización, se propaga a través de la corteza y otras áreas del cerebro y marca el inicio de los procesos tóxicos que, eventualmente, conducen a la muerte”, comenta Dreier. PARA LLEGAR A ESTA CONCLUSIÓN, DREIER Y SUS COLABORADORES SOLICITARON a los familiares y representantes legales de nueve moribundos ingresados en hospitales de Berlín y Cincinnati su consentimiento para colocarles electrodos en sus cabezas y así poder registrar el comportamiento de sus neuronas en los últimos minutos. Algunos de ellos habían sufrido lesiones cerebrales graves como consecuencia de un accidente –un hombre de 47 años había sido arrollado por un tren dentro de un coche; otro, de 57, se había caído por una escalera– o una crisis cardiovascular. Los investigadores encontraron que la onda de Leão –la propagación de la despolarización– está marcada por una hiperactividad neuronal a la que sigue un repentino silencio.
“Hasta cierto punto, es un hecho reversible, si se consigue restaurar la circulación”, señala Dreier. Pero ¿cuánto tiempo tendríamos para conseguir tal cosa? Nadie lo sabe. Hasta ahora, se ha venido creyendo que nada podía hacerse si el electroencefalograma del afectado aparecía plano, esto es, cuando cesaba su actividad cerebral. No obstante, este estudio demuestra que no es el caso.
Los investigadores destacan que su trabajo podría favorecer el desarrollo de estrategias para combatir el infarto y el ictus e incluso arrojar luz sobre la donación de órganos. Algunos protocolos permiten que los cirujanos comiencen a extraerlos cinco minutos después de que el corazón del donante se detenga, porque se cree que tras ese tiempo no es posible devolver el cerebro a la vida sin que ello tenga graves consecuencias para el afectado. Pues bien, esta iniciativa pone en tela de juicio tal creencia. UN ESTUDIO DE 2016 LIDERADO POR LORETTA NORTON, EXPERTA EN NEUROCIENCIA COGNITIVA de la Universidad de Ontario Occidental (Canadá), y publicado en The Canadian Journal of Neurological Sciences, reveló algo igualmente sorprendente: tras apagar el soporte vital de cuatro pacientes con enfermedades terminales y haber sido declarados muertos, uno de ellos continuó mostrando actividad cerebral en forma de ondas delta –las que se observan en una de las fases del sueño– durante más de diez minutos. Aún no se ha encontrado explicación para tal cosa. “Después de que fallezcamos, pasa un cierto tiempo hasta que las células de nuestro cuerpo comienzan su propio proceso de muerte”, asegura Sam Parnia, director de investigación de cuidados críticos y resucitación de la Universidad Estatal de Nueva York (EE. UU.). “Con ello no digo que el cerebro o alguna otra parte de nuestro organismo aún funcionen una vez que se ha producido el deceso. Pero lo cierto es que las células no pasan instantáneamente de un estado vivo a otro muerto”, recalca Parnia.
¿Sugieren estos hallazgos que la consciencia podría perdurar durante varios minutos después de que el cuerpo haya dejado de mostrar signos de vida? ¿Pueden ayudar a explicar las llamadas experiencias cercanas a la muerte (ECM), en las que los moribundos afirman haber contemplado un túnel de luz o a sus familiares ya fallecidos? “Si ello se debe a la actividad cerebral, podría rastrearse incluso después del cese del flujo sanguíneo en el cerebro”, matiza Jimo Borjigin, profesora de Fisiología Integrativa y Molecular en la Universidad de Míchigan. “En todo caso, se trata del primer marco científico para estudiar las ECM”, añade Borjigin. Lo cierto es que los expertos coinciden en que aún no sabemos cuándo se pierde la consciencia.
En 2017, el microbiólogo de la Universidad de Washington, en Seattle (EE. UU.), Peter Noble firmó un artículo en Open Biology en el que recogía que 1.063 genes de ratones y peces cebra se mantuvieron activos cuatro días después de la muerte de los animales. Es más, su actividad se disparó. También descubrió que alguna células fueron viables durante semanas. Muchos de esos genes zombis están involucrados en el desarrollo del organismo, lo que plantea, además, una inquietante posibilidad: que en el periodo inmediatamente posterior a la muerte, nuestros cuerpos comiencen a regresar a unas condiciones celulares similares a las que mantenían cuando éramos embriones. O quizá, simplemente, la vida eche el telón escalonadamente.
Después de que fallezcamos, pasa un cierto tiempo antes de que las células de nuestro organismo inicien su propio proceso de deceso