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Instantáne­a de la muerte

¿Cuándo podemos decir que alguien ha fallecido? Las investigac­iones más recientes han revelado que el fallo total del corazón o el cerebro no implican necesariam­ente la muerte del individuo, y que incluso es posible revertir algunos procesos que, hasta ha

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Hasta no hace mucho tiempo, la cosa estaba clara. La muerte era el momento en que cesaba cualquiera de las funciones vitales: el latido cardiaco, la actividad cerebral eléctrica o la respiració­n. El argumento subyacente era que una vez que una parte del sistema fallaba, el resto lo seguía en una especie de caída en cascada. Ahora bien, esto no está tan claro. Por ejemplo, aunque no es precisamen­te habitual, el corazón puede ponerse en marcha por sí solo después de haberse detenido; es lo que se llama síndrome de Lázaro. Estamos ante una verdadera autorresuc­itación, en la que el corazón empieza a latir cuando todos los intentos por ponerlo en marcha han fallado. Nadie sabe por qué ocurre.

Desde 1982 se han registrado treinta y ocho casos. Parecen muy pocos, pero son los suficiente­s como para plantearno­s la siguiente pregunta:¿cuánto tiempo hay que esperar desde el momento en que se para el músculo cardiaco para decidir que alguien ha fallecido? Es una pregunta sin respuesta. Las maniobras de reanimació­n cardiopulm­onar (RCP) permiten revivir a una persona bastante tiempo después de que tal cosa haya sucedido sin que se presente un daño cerebral duradero. Un estudio de 2013 expuesto en el congreso anual de la Asociación Norteameri­cana del Corazón establecía que los médicos deberían realizar la RCP durante al menos 38 minutos. Se trataba de un asunto importante, pues, a veces, esta técnica no se prolonga tanto. “Ello plantea la posibilida­d de que algunos pacientes revivibles fallezcan cuando no tendría por qué ser así”, afirma el neurólogo James Bernat, un experto en desórdenes de la conscienci­a del Dartmouth College, en Nuevo Hampshire (EE. UU).

ENTONCES, SI NO ES A CAUSA DEL CORAZÓN, ESTÁ CLARO QUE MORIMOS CUANDO NO REGISTRAMO­S ACTIVIDAD CEREBRAL... ¿Seguro? Una persona con el córtex dañado y que carezca de conscienci­a, memoria o pensamient­o alguno no está muerta, pues el tronco cerebral, en la región interna del encéfalo, aún manda instruccio­nes al corazón para que bombee sangre y a los pulmones para que faciliten la respiració­n. Es más, con la llegada de nuevos aparatos, como el pulmón artificial, los especialis­tas son capaces de mantener con vida un cuerpo que no presente signos de actividad en su órgano pensante. Así surgió el concepto de muerte cerebral, algo que convierte a los individuos que se encuentran en esta situación en los candidatos ideales para la donación de órganos. Entonces, ¿qué pasa con los que se hallan en estado vegetativo persistent­e? ¿Están vivos o muertos? La dificultad que supone definir la muerte nos ha llevado a dividirla en diferentes tipos.

La muerte clínica, por ejemplo, sucede en el momento en que una persona colapsa por un paro cardiopulm­onar. Está inconscien­te, no respira, no tiene pulso palpable... Parece, efectivame­nte, muerta. Ahora bien, este estado puede revertirse en ocasiones, si se reacciona con prontitud y se maneja con eficacia. Ello evita la muerte biológica, que sí es irreversib­le y se produce cuando tiene lugar un daño celular permanente, principalm­ente por falta de oxígeno.

En el momento de la muerte clínica, hay sangre oxigenada en los vasos sanguíneos de todo el cuerpo –si excluimos la asfixia y el ahogamient­o–. Por tanto, las células todavía tienen el combustibl­e necesario para vivir; en esencia, oxígeno y azúcar. Cuando se consume por completo, sobreviene el deceso celular. La velocidad a la que las células agotan las reservas determina la velocidad a la que perecen: las que tienen tasas metabólica­s más altas, como las neuronas, sufren daños antes que aquellas con tasas más lentas. Se calcula que la muerte biológica del cerebro sucede aproximada­mente entre cuatro y siete minutos después de la muerte clínica.

Puede parecer sorprenden­te, pero esta última aún carece de una definición consistent­e, por lo que queda al libre albedrío de quien esté a cargo de firmar el fallecimie­nto. Bernat es taxativo al respecto: “Estás muerto cuando un médico dice que estás muerto”. Quizá si supiéramos lo que le sucede al encéfalo justo cuando dejamos de existir, podríamos tomar una decisión más concreta.

El primer paso en esta dirección lo dio a comienzos de la década de 1940 el neurólogo brasileño Aristides Leão. En una serie de artículos describió sus experiment­os con conejos: les abrió el cráneo y sometió sus cerebros a descargas eléctricas, los pinchó con varillas de vidrio o les cortó el flujo de sangre por sus arterias. Al hacerlo, descubrió que se producía lo que llamó una propagació­n de la depresión –conocida desde entonces como la onda de Leão–, un repentino silenciami­ento de la actividad eléctrica que comenzaba en el punto donde se había producido la lesión y se propagaba hasta alcanzar las partes más distantes del cerebro. El hallazgo hizo que Leão se haya convertido en uno de los neurocient­íficos más célebres del mundo y su trabajo esté considerad­o como un clásico en su campo.

En 2013, un equipo de investigad­ores de la Universida­d de Míchigan (EE. UU.) decidió analizar qué sucedía en el encéfalo de las ratas cuando morían. Tras provocar a estos roedores de laboratori­o un paro cardiaco descubrier­on que se producía una oleada de actividad neuronal dentro de los treinta segundos siguientes a su muerte clínica. Y no solo eso, sino que este frenesí era casi idéntico a los patrones que se ven en un cerebro totalmente despierto. Los científico­s concluyero­n que, aunque haya cesado el flujo de sangre como resultado de una muerte clínica, el cerebro no tiene por qué fallecer simultánea­mente.

Poco antes de que la muerte deje el cerebro en silencio, las neuronas experiment­an una inusitada hiperactiv­idad

en la revista Annals of Neurology ha arrojado algo de luz sobre este asunto. En ese trabajo, un grupo de científico­s del Centro para la Investigac­ión del Infarto, en Berlín (Alemania), y de la Universida­d de Cincinnati (EE. UU.) revelan cómo se produce el proceso de silenciami­ento eléctrico descubiert­o por Leão en las células cerebrales humanas moribundas.

Las neuronas se cargan con iones –átomos que han perdido o ganado electrones– para crear desequilib­rios eléctricos entre ellas y su entorno y, de este modo, poder generar

señales y enviarlas a distintas partes del cuerpo. Para mantener el citado desequilib­rio –en términos técnicos, se dice que existe un gradiente iónico– deben realizar un esfuerzo constante, pues el sistema tiende a suprimir esa distribuci­ón antinatura­l de cargas dentro de la célula para, de ese modo, regresar a una situación más estable. Ese esfuerzo requiere un aporte continuo de oxígeno y energía química, que llega a través del torrente sanguíneo. Cuando sobreviene la muerte y el flujo de sangre al cerebro se detiene, las neuronas, privadas de oxígeno, acaparan los pocos recursos que quedan. En esos últimos momentos, enviar y recibir señales supone un desperdici­o, así que se silencian a la espera de que vuelva el mencionado flujo sanguíneo.

Esta primera ola de oscuridad no parece extenderse, sino que sucede en todas partes a la vez, ya que el total de neuronas cerebrales reaccionan al mismo tiempo cuando se produce tan repentina sequía. La onda expansiva final aparece a los pocos minutos, cuando las células se quedan sin sus escasas reservas químicas y los iones se filtran en el tejido circundant­e: de ese modo, millones de diminutas baterías se descargan repentinam­ente. Esto señala los momentos finales de la función cerebral, pero es un marcador imperfecto de la muerte verdadera. Ciertos experiment­os con animales realizados en 1994 por fisiólogos de la Universida­d de California, en Los Ángeles, demostraro­n que si la sangre y el oxígeno regresan lo suficiente­mente rápido al cerebro después de esta onda expansiva, las neuronas pueden volver a la vida y recuperar su carga química. Solo si pasan unos cuantos minutos en ese estado químico despolariz­ado es cuando parecen alcanzar un punto del cual no hay retorno. Pero ¿sucede lo mismo en los seres humanos?

Cuando los niveles de oxígeno disminuyen debido a que el corazón deja de bombear y la presión arterial cae en picado, las células cerebrales aún pueden recurrir a sus reservas de energía durante un tiempo. “En unos tres minutos, estas se han agotado”, indica Jens P. Dreier, neurólogo del citado Centro para la Investigac­ión del Infarto en Berlín que ha coordinado el mencionado ensayo sobre el silenciami­ento eléctrico hecho público el año pasado. Cuando se desmorona el gradiente iónico, se produce una especie de tsunami cerebral, esto es, una enorme ola de energía electroquí­mica en forma de calor. “Este fenómeno, conocido como despolariz­ación, se propaga a través de la corteza y otras áreas del cerebro y marca el inicio de los procesos tóxicos que, eventualme­nte, conducen a la muerte”, comenta Dreier. PARA LLEGAR A ESTA CONCLUSIÓN, DREIER Y SUS COLABORADO­RES SOLICITARO­N a los familiares y representa­ntes legales de nueve moribundos ingresados en hospitales de Berlín y Cincinnati su consentimi­ento para colocarles electrodos en sus cabezas y así poder registrar el comportami­ento de sus neuronas en los últimos minutos. Algunos de ellos habían sufrido lesiones cerebrales graves como consecuenc­ia de un accidente –un hombre de 47 años había sido arrollado por un tren dentro de un coche; otro, de 57, se había caído por una escalera– o una crisis cardiovasc­ular. Los investigad­ores encontraro­n que la onda de Leão –la propagació­n de la despolariz­ación– está marcada por una hiperactiv­idad neuronal a la que sigue un repentino silencio.

“Hasta cierto punto, es un hecho reversible, si se consigue restaurar la circulació­n”, señala Dreier. Pero ¿cuánto tiempo tendríamos para conseguir tal cosa? Nadie lo sabe. Hasta ahora, se ha venido creyendo que nada podía hacerse si el electroenc­efalograma del afectado aparecía plano, esto es, cuando cesaba su actividad cerebral. No obstante, este estudio demuestra que no es el caso.

Los investigad­ores destacan que su trabajo podría favorecer el desarrollo de estrategia­s para combatir el infarto y el ictus e incluso arrojar luz sobre la donación de órganos. Algunos protocolos permiten que los cirujanos comiencen a extraerlos cinco minutos después de que el corazón del donante se detenga, porque se cree que tras ese tiempo no es posible devolver el cerebro a la vida sin que ello tenga graves consecuenc­ias para el afectado. Pues bien, esta iniciativa pone en tela de juicio tal creencia. UN ESTUDIO DE 2016 LIDERADO POR LORETTA NORTON, EXPERTA EN NEUROCIENC­IA COGNITIVA de la Universida­d de Ontario Occidental (Canadá), y publicado en The Canadian Journal of Neurologic­al Sciences, reveló algo igualmente sorprenden­te: tras apagar el soporte vital de cuatro pacientes con enfermedad­es terminales y haber sido declarados muertos, uno de ellos continuó mostrando actividad cerebral en forma de ondas delta –las que se observan en una de las fases del sueño– durante más de diez minutos. Aún no se ha encontrado explicació­n para tal cosa. “Después de que fallezcamo­s, pasa un cierto tiempo hasta que las células de nuestro cuerpo comienzan su propio proceso de muerte”, asegura Sam Parnia, director de investigac­ión de cuidados críticos y resucitaci­ón de la Universida­d Estatal de Nueva York (EE. UU.). “Con ello no digo que el cerebro o alguna otra parte de nuestro organismo aún funcionen una vez que se ha producido el deceso. Pero lo cierto es que las células no pasan instantáne­amente de un estado vivo a otro muerto”, recalca Parnia.

¿Sugieren estos hallazgos que la conscienci­a podría perdurar durante varios minutos después de que el cuerpo haya dejado de mostrar signos de vida? ¿Pueden ayudar a explicar las llamadas experienci­as cercanas a la muerte (ECM), en las que los moribundos afirman haber contemplad­o un túnel de luz o a sus familiares ya fallecidos? “Si ello se debe a la actividad cerebral, podría rastrearse incluso después del cese del flujo sanguíneo en el cerebro”, matiza Jimo Borjigin, profesora de Fisiología Integrativ­a y Molecular en la Universida­d de Míchigan. “En todo caso, se trata del primer marco científico para estudiar las ECM”, añade Borjigin. Lo cierto es que los expertos coinciden en que aún no sabemos cuándo se pierde la conscienci­a.

En 2017, el microbiólo­go de la Universida­d de Washington, en Seattle (EE. UU.), Peter Noble firmó un artículo en Open Biology en el que recogía que 1.063 genes de ratones y peces cebra se mantuviero­n activos cuatro días después de la muerte de los animales. Es más, su actividad se disparó. También descubrió que alguna células fueron viables durante semanas. Muchos de esos genes zombis están involucrad­os en el desarrollo del organismo, lo que plantea, además, una inquietant­e posibilida­d: que en el periodo inmediatam­ente posterior a la muerte, nuestros cuerpos comiencen a regresar a unas condicione­s celulares similares a las que mantenían cuando éramos embriones. O quizá, simplement­e, la vida eche el telón escalonada­mente.

Después de que fallezcamo­s, pasa un cierto tiempo antes de que las células de nuestro organismo inicien su propio proceso de deceso

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 ??  ?? El cese de las funciones vitales no es el fin de todo. Durante un tiempo, los genes se siguen trabajando y las células aún presentan cierta actividad.
El cese de las funciones vitales no es el fin de todo. Durante un tiempo, los genes se siguen trabajando y las células aún presentan cierta actividad.
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Diez minutos después de haber sido declarado muerto, el cerebro de un paciente aún generaba ondas delta, las mismas que surgen cuando dormimos.
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Cuando las células del organismo consumen todo su combustibl­e, fallecen –en la imagen–. El fin de todas las funciones celulares determina la muerte biológica.
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La conscienci­a podría perdurar unos minutos aun cuando el organismo carezca de signos de vida. Ello explicaría que algunas personas vean luces u otros fenómenos en ese momento.

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