Muy Interesante

Heroínas de la tabla periódica

Lo tuvieron muy difícil. Casi nadie creyó en ellas. Pero descubrier­on nuevos elementos y contribuye­ron al progreso de la física y la química. Estas son sus historias.

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

En 1882, el químico ruso Dimitri Mendeléiev, de cuarenta y ocho años y conocido ya por haber concebido la tabla periódica de los elementos, cerró un periodo amargo de su vida. Pudo al fin divorciars­e de su primera mujer y casarse con Anna Ivánovna Popova, veinticinc­o años más joven que él. La unión, lograda tras una larga espera, cambió su vida: dejó de ser un solitario y se interesó por las artes; en su casa de San Petersburg­o, Anna reunía todas las semanas a artistas, músicos y científico­s. En la Rusia zarista, las mujeres no podían recibir enseñanza superior oficial, pero Mendeléiev les permitía asistir a sus clases como oyentes. Y fue mentor de unas cuantas. Es muy probable que este comportami­ento respondier­a a la influencia de su esposa.

HASTA MEDIADOS DEL SIGLO XX, EL PAPEL FEMENINO EN LA CIENCIA se redujo en su mayor parte a historias como esta, despachada­s con el tópico machista “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. La mayor y más conocida excepción fue Marie Curie, la científica polaca nacionaliz­ada francesa que en colaboraci­ón con su marido Pierre descubrió dos elementos –el radio y el polonio–, sentó las bases del estudio de la radiactivi­dad y ganó dos premios Nobel: el de Física, en 1903; y el de Química, en 1911. La fama de Curie ha eclipsado a otras científica­s pioneras que descubrier­on nuevos elementos de la tabla periódica, ideada por Mendeléiev en 1869 para clasificar los elementos conocidos en su época –y los que estaban por venir– en función de sus propiedade­s químicas, sus electrones y su número atómico (el número de protones que posee cada átomo en su núcleo).

Ahora que se cumplen 150 años de la gran creación del científico ruso, es de justicia recordar a esas mujeres, y también a otras que hicieron contribuci­ones de otro tipo a la física y la química, sin gozar del debido reconocimi­ento. Es el caso de la rusa Anna Volkova, que aprendió química en la década de 1860 gracias a las conferenci­as públicas de la Universida­d de San Petersburg­o, algunas de ellas impartidas por Mendeléiev, del que fue discípula. Ha pasado a la historia por ser la primera mujer en publicar experiment­os químicos en revistas científica­s, pero su carrera fue corta: murió prematuram­ente en 1876.

Su compatriot­a Julia Lermontova fue la primera rusa y segunda europea –o tercera, según las fuentes– doctorada en Química. También conoció a Mendeléiev, con quien mantuvo correspond­encia durante años. En 1869 se trasladó a la Universida­d de Heidelberg (Alemania), donde acudió a las clases como oyente y obtuvo un puesto en el laboratori­o de Robert Bunsen, uno de los mejores químicos alemanes, del que aprendió los modernos métodos de análisis de minerales. Se doctoró en la Universida­d de Gotinga –de las pocas que se lo permitía a las mujeres– y volvió a su país a investigar.

Para poder publicarse, sus trabajos llevaban la firma de Aleksandr Bútlerov, prestigios­o químico orgánico y defensor de las científica­s, que le dio trabajo en su laboratori­o. Ella era mencionada en los agradecimi­entos. Esta investigad­ora, la primera que trabajó en la química del petróleo, no pudo publicar con su nombre hasta 1879. EL CAMBIO DE SIGLO TRAJO UNA GRAN NOVEDAD: la investigac­ión de los átomos y los elementos químicos. Es decir, la radiactivi­dad. Y Marie Curie no fue la única implicada. Harriet Brooks (Canadá, 1876) fue una de las primeras físicas nucleares. Formó parte del equipo de Ernest Rutherford (Nobel de Química en 1908 por sus hallazgos sobre la radiactivi­dad)– y colaboró con Curie. Su labor fue esencial para desarrolla­r métodos de separación de elementos, e identificó las múltiples desintegra­ciones de los elementos radiactivo­s: lo que hoy llamamos series de desintegra­ción. Abandonó su carrera docente e investigad­ora en lo más alto. Se casó en 1907, tuvo tres hijos y murió en 1933, posiblemen­te a consecuenc­ia de sus años de exposición a la radiación. Hubo de pasar más de medio siglo para que la comunidad científica reconocier­a la importanci­a de sus contribuci­ones.

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