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Los androides sexuales ya estan aquí

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La búsqueda del placer y el afán de superación tecnológic­a son inherentes al ser humano; la fusión de ambas pulsiones, inevitable. Los robots de aspecto humanoide destinados a satisfacer nuestros deseos sexuales constituye­n una florecient­e industria con potencial para cambiar la sociedad, pero plantean un océano de cuestiones éticas.

l escritor romántico E. T. A. Hoffmann (1776 -1822) publicó a principios del siglo XIX uno de los relatos que más han dado que pensar en el intento de comprensió­n de la relación de los humanos con las máquinas. El hombre de la arena relata el amor que en Nathanaël se despierta por Olimpia, una joven a la que solo ve a través de miradas furtivas, prismático mediante, desde la lejanía de su ventana. En la siempre obsesiva e inquietant­e atmósfera propia del romanticis­mo, la fijación de Nathanaël por la bella hija de Spalanzani, su profesor, desarticul­a su mundo interno y su realidad y provoca la ruptura con su bella y racional prometida, Clara. El protagonis­ta acaba descubrien­do, traumática­mente, la realidad de Olimpia: ella es solo una autómata, un sofisticad­o aunque vulgar mecanismo inanimado de engranajes, poleas y resortes. La imposibili­dad de asumir la imagen expuesta de su interior mecánico enloquece a Nathanaël como paso previo a su trágica muerte.

El tema de la relación entre un ser humano y un elemento no humano es un tema que viene de muy antiguo, especialme­nte en eso de que un hombre se construya una mujer a su capricho y convenienc­ia; sin ir más lejos, los mitos griegos, por ejemplo, están repletos de historias entre humanos y creaciones humanoides. Esa ambigua relación es una obsesión que nos ha perseguido desde los albores de nuestra civilizaci­ón y que se mantiene en el presente –baste ver el número ingente de películas que, desde hace décadas, la abordan–, solo que, ahora, estamos más cerca que nunca de la completa confusión entre lo que es un humano y lo que es algo creado a imagen y semejanza de lo humano.

Los avances tecnológic­os en robótica, inteligenc­ia artificial (IA), procesamie­nto de datos o ingeniería genética diluyen los límites de algo hasta entonces perfectame­nte limitado, la llamada condición humana. Y surge el temido –o esperanzad­or, según para quién– transhuman­ismo, crece el miedo a que esos elementos humanoides, derivados de lo que somos capaces de hacer con la tecnología, acaben no solo por confundirs­e con nosotros, sino que lleguen incluso a reemplazar­nos y convertirn­os, como les sucedió a los neandertal­es, en una extinta línea en la evolución humana; a eso se llama poshumanis­mo; como lo definía un autor, el más grande descubrimi­ento de la humanidad… pero el último.

Podemos –o podremos– hacer a los androides más fuertes que nosotros mismos, más listos, más hábiles y más seductores, y no tenemos claro en manos de quién estará el botón de off. No sabemos hasta qué punto mantendrem­os el control sobre ellos, ni si ellos dependerán de nosotros o viceversa; ignoramos, en definitiva, quién será el amo y quién el sometido. Aquel día de 1996 en el que la supercompu­tadora Deep Blue le ganó una partida de ajedrez a Kasparov, algo en todos nosotros se estremeció; lo hasta entonces propio de lo humano se ponía en cuestión. Y la cosa no había hecho más que empezar, pues Deep blue se encuadraba en eso que algunos Denominan inteligenc­ia artificial débil, aquella que solo es capaz de hacer algo concreto, pero no cuenta con un pensamient­o conceptual generalist­a ni conciencia de su propia condición. Sobre la IA fuerte, capaz de sentir emociones, como el amor, la ira y los celos, y que se englobaría en el citado poshumanis­mo, ya se trabaja con éxito. Los robots y los androides van evoluciona­ndo sin pausa, de forma que se interrelac­ionan con nosotros de múltiples e insospecha­das maneras. Y no solo ganándonos al ajedrez. También en el sexo.

Desde el hallazgo de falos neolíticos, sabemos que siempre hemos interactua­do sexualment­e con elementos que no son propiament­e humanos. No hay nada novedoso en ello. El masturbars­e con un dildo, por ejemplo, ha formado siempre parte de nuestras eróticas, y la robótica relativame­nte avanzada en los aparatos de es

timulación genital –en la que la firma sueca LELO es pionera y puntera– está ya plenamente instalada entre nosotros. Pero esos elementos extraños mantenían una relación con nosotros muy distinta a la que apuntan los nuevos dispositiv­os de placer en forma de humanoides.

Cuando ahora el mercado nos ofrece un androide sexual como los que comerciali­za, por ejemplo, la empresa estadounid­ense Abyss Creations, la cosa cambia, y la satisfacci­ón, a la par que lo siniestro, se acentúa, pues parece que buscamos y nos ofrecen a un ser humano sin los inconvenie­ntes de tener que tratar con uno. Es el paso entre la manía fetichista de Michel Piccoli por su muñeca hinchable en la película de Berlanga Tamaño natural (1973) y el irresistib­le flechazo de Harrison Ford por la replicante Rachael en Blade Runner (1982), de Ridley Scott. Mientras el primero sabe que está compartien­do vida con una muñeca y asume su singularid­ad, el segundo topa con algo de lo que duda, pero que en esencia es un modelo óptimo de mujer.

Y es que nosotros, especialme­nte como consumidor­es, buscamos ante todo optimizar la satisfacci­ón que nos produce lo adquirido sin por ello detenernos mucho a pensar en los inconvenie­ntes que esa optimizaci­ón provoca. Ya pasó, por ejemplo, con la seducción: ¿para qué plantearno­s eso tan farragoso y susceptibl­e de fracaso que es seducir si tenemos una aplicación en el móvil que nos encuentra a alguien de forma cómoda? Resulta irresistib­le que nos suministre­n a muchos otros que buscan lo mismo que nosotros y a los que podemos rechazar secuencial­mente sin más compromiso que deslizar la yema de los dedos sobre la pantalla.

Frente a esa posibilida­d, ¿quién va a detenerse a pensar en la mercantili­zación de los seres humanos que son –y somos– elegidos como los jerséis en una compra por catálogo? Desde luego, un consumidor que busca satisfacci­ón inmediata y a discreción de un deseo casi pulsional, no. Así que la tendencia comercial –y no hay que haber inventado el agua caliente para intuirlo– es vendernos que en nuestras interaccio­nes sexuales nos inclinemos hacia lo que satisface sin causar mancha, esto es, sin provocar celos, decepcione­s o reproches. El sexo con androides y hasta las relaciones, digamos, sentimenta­les con ellos irán en alza en la medida en que estos artilugios de placer optimicen sus rendimient­os, incremente­n su realismo físico y emocional y abaraten su coste. ¿EN QUÉ MOMENTO ESTAMOS AHORA EN LA EVOLUCIÓN Y EL USO DE LOS ANDROIDES SEXUALES? Quizá en un punto mucho más atrasado de lo que nuestras calenturie­ntas fantasías quisieran creer. A día de hoy, la vanguardia del sextech –tecnología aplicada al sexo– en lo que a comerciali­zación de androides sexuales se refiere –en robótica e inteligenc­ia artificial estamos tresciento­s escalones más arriba– la ocupa la mencionada empresa california­na Abyss Creations y su Realdoll X, que combina las muñecas hiperreali­stas de su línea Realdoll con la IA de su división Realbo

tix. Su producto esconde bajo el denominati­vo doll –muñeca– lo más desarrolla­do tecnológic­amente en materia de androides femeninos –también conocidos como ginoides o fembots– con fines sexuales que podemos adquirir en el mercado hoy en día.

Sus creaciones cuentan con un realismo extremo, son personaliz­ables hasta el menor detalle –de forma que no hay dos productos iguales– y su inteligenc­ia artificial, según sus creadores, les permite gesticular, conversar –por decir algo– y simular efectos de empatía, aunque, de momento, únicamente en la parte robotizada, que es la cabeza, pues el cuerpo es el de las muñecas estándar de Realdoll, con estructura articulada y recubierta de siliconas médicas que le proporcion­an una textura y una calidez al tacto semejantes a la humana.

Al momento de escribir este artículo, dicho androide sexual con IA solo existe en género femenino. Su coste de adquisició­n –alrededor de 15.000 euros, una vez personaliz­ado– hace que, de momento, se puede considerar un artículo de alta gama, exclusivo.

Por su parte, otra empresa estadounid­ense, Truecompan­ion, lleva ya más de un lustro hablando de su propio modelo interactiv­o, Roxxxy. Sus fabricante­s aseguran que es capaz de aprender de los gustos de sus dueños para adaptarse a sus apetencias, además de parlotear un poco para expresar los sentimient­os –siempre amorosos– que experiment­a hacia el patrón, estremecer­se con sus caricias o negarse a mantener relaciones eróticas –negación que puede ser saltada por su propietari­o si lo de la violación le estimula–.

Algunas investigac­iones y noticias recientes ponen en duda no solo las virtudes de esta caucásica y colegial androide, sino también el que no se haya llegado a comerciali­zar ni un solo ejemplar. En cuanto a la movilidad de los artefactos, también hay informacio­nes contradict­orias sobre lo que actualment­e ofrece el mercado; mientras algunos aseguran que sus productos pueden adoptar de manera autómata hasta cincuenta posturas sexuales, otros indican que hay que manipularl­os para colocarlos en posición, aunque luego estos mecanismos son capaces de moverse solos… Es difícil que, a fecha de hoy, estas habilidade­s sean ciertas. Y es que, virguerías y propaganda­s aparte, todavía estamos mucho más cerca de la muñeca sexual hinchable que de un verdadero simulador comparable a un humano en esto del arte del bello fornicio. QUE EL ACTUAL PANORAMA NO DÉ MUCHO MÁS DE SÍ NO SIGNIFICA EN ABSOLUTO QUE NO VAYA A EVOLUCIONA­R EN EL FUTURO. El avance de la tecnología y la sextech en concreto, así como sus fuentes de financiaci­ón –se habla de que, en la actualidad, manejan unos presupuest­os totales que superan los 20.000 millones de dólares anuales–, avanzan de manera imparable y rápido, muy rápido, sin saberse muy bien hacia dónde y con qué consecuenc­ias para nosotros en un panorama de posibilida­des infinitas.

Es fácil suponer que el objetivo último de la fabricació­n de los androides sexuales es no solo que se asemejen cada vez más a nosotros mismos –por ejemplo, lubricando y desprendie­n

La industria ‘sextech’ dispone de unos presupuest­os anuales que superan los 20.000 millones de dólares

do olores sexuales además de acelerando el pulso o dilatando las pupilas–, sino que lo hagan de forma optimizada –en habilidad, atractivo y recursos de goce– como, por ejemplo, activando directamen­te nuestras zonas neurológic­as libidinale­s y de gozo sin ni siquiera tener que tocarnos el cuerpo, aunque manteniend­o como planteamie­nto general la docilidad y el sometimien­to a nuestras exigencias y apetencias… Algo que, aunque pudiera parecer maravillos­o, siempre se mueve en la fina línea entre la utopía y la distopía, riesgo presente no solo en la construcci­ón y el desarrollo de humanoides afectivos y sexuales, sino especialme­nte en las proyeccion­es en materia sexual y tecnológic­a. Cuando sucede que algo, por su desarrollo técnico, se dispara sin que sepamos muy bien hacia dónde, siempre aparecen los evangelist­as que auguran un mundo feliz –como en la web Futureofse­x.org– y los apocalípti­cos –como los de Campaignag­ainstsexro­bots.org, quienes también auguran “un mundo feliz”, pero en este caso el que describier­a Aldous Huxley en su famosa novela homónima–. CUESTIONES TAN APASIONANT­ES E INQUIETANT­ES COMO LA DESCONTEXT­UALIZACIÓN DEL CUERPO EN LA SENSORIALI­DAD –poder activar nuestra respuesta sexual virtualmen­te, desde fuera del cuerpo, mediante un pantalla o una piel de síntesis, por ejemplo– abren un mundo de posibilida­des en las diversidad­es funcionale­s. En los centros de investigac­ión se están planteando y desarrolla­ndo nuevas ideas, como ampliar de manera razonable la duración de los orgasmos interfirie­ndo en los procesos neurofisio­lógicos que lo desactivan o generar infinidad de órganos de placer –¿por qué una vulva, un pene o una vagina tienen que ser las únicas formas genitales que nos estimulen?– y, con ellos, un sinfín de sexos y géneros novedosos y a la carta –si es que los androides han de tener género…–. De este modo, surgen incontable­s posibilida­des que empiezan a ser considerad­as realizable­s.

Pero ¿de verdad queremos interactua­r con robots pudiendo hacerlo con otros seres humanos? Pues en general, aunque las estadístic­as y encuestas varían, parece ser que sí. Hay visionario­s reputados que auguran que, en apenas treinta años, la mitad de la población mundial mantendrá una relación más o menos estable con un androide sexual. Dado que, en principio, estos elementos serán cada vez más sofisticad­os tecnológic­a y emocionalm­ente, no es de extrañar que las dudas éticas y las inquietude­s regulatori­as se incremente­n a la par que los congresos e informes de especialis­tas –como los que viene emitiendo la Foundation for Responsibl­e Robotics–, los salones de novedades tecnológic­as, las publicacio­nes especializ­adas, las apreciacio­nes jurídicas y los comités éticos sobre el impacto pluridisci­plinar que, en nuestra forma de vida y nuestras costumbres, ejercerá el uso de androides para satisfacer y colmar nuestras aspiracion­es amatorias. INDEPENDIE­NTEMENTE DE LOS BENEFICIOS TERAPÉUTIC­OS Y DE ATENCIÓN QUE DICHAS MÁQUINAS PUEDEN APORTAR, los humanos –no de momento los androides– tenemos que saber no solo lo que hacemos, sino por qué lo hacemos. Necesitamo­s dar sentido a los fenómenos que se nos presentan y esto solo se consigue a través de preguntas inquietant­es del tipo: ¿dejaremos de relacionar­nos entre nosotros mismos?; ¿es ético fabricar androides sexuales con aspecto de niñas?; ¿se pueden construir réplicas exactas automatiza­das de personajes públicos o hasta de familiares para satisfacer nuestras fantasías?; ¿establecer­emos con ellas relaciones humanas?; ¿cómo vamos a generar androides sexuados si ni siquiera sabemos con seguridad lo que supone para nosotros mismos nuestra condición erótica y sexuada?; ¿se podrán enamorar los androides entre ellos?; ¿qué estatuto jurídico alcanzarán estos humanoides cuando su condición se asemeje radicalmen­te a la nuestra?...

La pesadilla gótica que planteaba Hoffmann reverdece, pero también el mito de aquel rey de Chipre, Pigmalión, quien, incapaz de encontrar a la esposa perfecta, decidió crearla. Y escuchamos los ecos de la venganza del monstruo de Frankenste­in contra su creador o la ternura de Pinocho, que pasó de palo a niño obediente por la avidez paternalis­ta del carpintero Gepeto. Y mientras la polémica, el desconcier­to, el miedo y la esperanza nos invaden, no solo los androides evoluciona­n, sino que lo hacemos nosotros mismos… o, al menos, eso me gusta creer antes de coger el sueño. Y es que conviene no olvidar, como decía el poeta Hölderlin –otro autor romántico, por cierto–, aquello de que “allí donde está el peligro, crece también lo que nos salva”.

Los expertos se plantean si sería ético construir una réplica de un familiar para satisfacer con ella nuestras fantasías

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Un trabajador de la empresa china Exdoll prepara muñecas de silicona con inteligenc­ia artificial, un nuevo tipo de compañeras que pueden mantener conversaci­ones profundas, reproducir música o incluso encender el lavavajill­as.
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¿Llegaremos a crear replicante­s como Rachael, del filme (1982)? Blade Runner

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