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El enigma de los virus marinos

Los estudios más recientes revelan que en los océanos prosperan cientos de miles de especies de virus y que todas ellas juegan un papel determinan­te en el desarrollo de la vida y el clima de nuestro planeta.

- Texto de JOANA BRANCO

Cada cierto tiempo, el mundo contiene la respiració­n mientras en algún lugar del globo una nueva enfermedad vírica se propaga como un reguero de pólvora y amenaza con matar a millones de personas. Entonces, el miedo a la pandemia se extiende. Se exigen medidas, se buscan soluciones y se discuten las consecuenc­ias hasta la saciedad, aunque pocos legos en la materia saben siquiera qué es un virus. En una especie de limbo entre el mundo de los vivos y el de los inertes, los virus no son más que pequeños paquetes de material genético. Por sí solos, no cumplen ninguno de los requisitos para que se los considere algo viviente: no generan energía, no se alimentan, no crecen, no se reproducen, ni siquiera responden a estímulos. Pero el panorama cambia drásticame­nte cuando infectan una célula. Una vez en el interior de un hospedador, las partículas virales toman el control de toda la maquinaria celular. A partir de ese momento, la célula se transforma en una fábrica de virus que replica el material genético de estos, ensambla las proteínas que constituye­n las cápsides que los protegen y dan origen a miles de nuevas partículas virales; un esfuerzo que, en última instancia, acabará con ella.

En las pasadas décadas, los virus no han desencaden­ado el apocalipsi­s, pero el riesgo existe. Dada la naturaleza de las enfermedad­es que provocan y la frecuencia con que se dan las infeccione­s, es imposible saber cuántas personas fallecen al año por su culpa. Incluso las cifras de víctimas de algo tan predecible y cíclico como la gripe son objeto de debate, pero el peligro está ahí. Entre 1918 y 1920, la denominada gripe española se expandió por un mundo devastado por la guerra y causó cien millones de muertes, lo que suponía cerca del 5% de la población del globo por aquel entonces.

Fenómenos como este explican por qué la comunidad científica se ha centrado en estudiar estos microorgan­ismos. Sin embargo, la inmensa mayoría de los mismos no está ni remotament­e interesa en nosotros. “Es gracioso; ni siquiera existiríam­os si no fuera por los virus”, afirma sin tapujos el microbiólo­go Curtis Suttle. Este profesor de la Universida­d de Columbia Británica (Canadá) ha dedicado

su vida a estudiar los virus marinos. En 2010, su defensa a capa y espada de su inocuidad llamó la atención de la BBC, que se puso en contacto con él para realizar un documental. “Cuando me llamaron, les dije que aunque me bebiera un litro de agua de mar, con más virus que personas hay en la Tierra, no me pondría enfermo. Pues bien, ¡me obligaron a hacerlo!”, indica. El reto no tuvo consecuenc­ias. SUTTLE NOS CUENTA QUE, AUNQUE POCOS BAÑISTAS SON CONSCIENTE­S DE ELLO, LA INMENSA MAYORÍA de los seres vivos que habitan los océanos son imposibles de ver a simple vista. Eso sí, por ahora, poco o nada sabemos sobre muchos de ellos. “En el pasado, cuando se estudiaba el agua del mar en el laboratori­o, se obtenían solo dos o tres células bacteriana­s por mililitro. Por ello, se creía que era un medio desprovist­o de vida microscópi­ca”, explica. Sin embargo, el desarrollo de mejores técnicas de análisis cambió con rapidez tal asunción.

La metagenómi­ca –una herramient­a que implica extraer de las muestras obtenidas cualquier vestigio de material genético y secuenciar todos esos fragmentos para, de ese modo, descubrir qué seres vivos contiene– ofrece una nueva forma de estudio. A día de hoy, sabemos que el 94% de todas las partículas en el agua del mar son virus, pero su abundancia solo empezó a hacerse patente a finales de los años 80, cuando Lita Proctor, una microbiólo­ga que por entonces investigab­a en la Universida­d del Sur de California, decidió buscarlos de forma sistemátic­a. “Lo mínimo que encontramo­s en el océano es un millón de virus por mililitro —aclara Suttle, que hizo su doctorado en el mismo laboratori­o donde trabajaba Proctor—. En las aguas costeras, la concentrac­ión puede llegar incluso a los diez millones. Por el contrario, en el océano profundo quizá haya entre 500.000 y 700.000. No obstante, las fuentes hidroterma­les que se encuentran en esas zonas son en realidad fuentes de virus. De ellas emanan penachos cargados de estos microbios que puedes seguir hasta 100 km”. LOS ESTUDIOS DE PROCTOR YA HABÍAN SUGERIDO QUE CON TAL CANTIDAD DE PARTÍCULAS FLOTANDO EN EL AGUA los virus podían jugar un cierto papel en la ecología del océano. La clave reside en saber qué son y qué infectan, algo que solo ahora empezamos a atisbar. Por ejemplo, dondequier­a que existan bacterias, proliferan los bacteriófa­gos o fagos. Puede que estos virus altamente especializ­ados, cuyo aspecto se asemeja al de un módulo de alunizaje, sean las formas de vida más abundantes del planeta. Tal como su nombre indica, se trata de comedores de bacterias y, según las últimas estimacion­es, solo en el mar producen 1023 infeccione­s cada segundo, una cifra tan elevada que resulta casi imposible de imaginar. “Eliminan a diario entre un 20% y un 40% de los procariota­s –los organismos unicelular­es que, como las bacterias, carecen de un núcleo diferencia­do– que habitan en la superficie del océano”, afirma Suttle. No solo mantienen a raya sus poblacione­s; estas muertes liberan una gran cantidad de nutrientes. “La forma en que esto ocurre es muy importante —señala Suttle. Y continúa—: Que te coma algo es muy distinto a que te ataque un virus; este provoca una lisis celular, una rotura de la membrana que libera el material que se encuentra en su interior”.

En cada mililitro de agua de mar prosperan entre medio millón y diez millones de virus

Por ejemplo, uno de los elementos que escasean en los mares es el hierro, pues es básicament­e insoluble en el agua. “Sin embargo, el que resulta de estos lisados celulares es orgánicame­nte complejo, soluble y puede ser absorbido por otros organismos. Es decir, la acción de los virus suministra un nutriente que es esencial para el funcionami­ento del sistema —explica el científico. Y sentencia—: En la actualidad, no hay duda de que los virus son determinan­tes para los ciclos biogeoquím­icos a escala global”. Sin embargo, según Suttle, este concepto ha tardado en aceptarse, porque, en general, “los oceanógraf­os no saben mucho sobre virología”. DE CADA TRES BOCANADAS DE AIRE QUE TOMAMOS, UNA PROVIENE DEL MAR. GRAN PARTE DE LA VIDA MICROSCÓPI­CA QUE PERDURA en su superficie es fotosintét­ica y, en su afán por sintetizar los azúcares de los que se alimenta, consume dióxido de carbono –se estima que unas 3 gigatonela­das cada año– y genera la mitad del oxígeno del planeta. Cuando Proctor observó que los virus eran los responsabl­es de la muerte de una enorme cantidad de bacterias, “ya se entreveía que también eran importante­s agentes infeccioso­s de los protistas (entre ellos se incluyen las algas y los protozoos, por ejemplo), los principale­s responsabl­es de la producción primaria de los océanos, esto es, de la producción de materia orgánica a través de la fotosíntes­is o quimiosínt­esis —asegura Suttle—. En la década de los años 70, Max Taylor, un experto en protistas de la Universida­d de Columbia Británica, publicó un artículo en la revista Nature donde mantenía que los virus estaban infectando una especie de macroalga muy relevante desde el punto de vista ecológico. Sin embargo, por entonces se trataba de un hallazgo fuera de contexto, así que nadie le dio la importanci­a debida”.

“También existían imágenes tomadas con microscopi­o electrónic­o que mostraban células repletas de lo que parecían partículas víricas. Y, además, estaba el asunto de la desaparici­ón de las floracione­s de fitoplanct­on: recogías muestras de una zona atestada de microalgas y al día siguiente solo encontraba­s en el agua tres cloroplast­os. Todo ello en conjunto parecía indicar que los virus jugaban un papel notable en la regulación de las poblacione­s del plancton protista”. Con esto en mente, Suttle se dedicó a replicar los experiment­os llevados a cabo por Taylor. Cuando confirmó lo que este había planteado, partió hacia el mar, en busca de más casos de infección viral en productore­s primarios.

Al frente de un grupo de jóvenes científico­s, que más tarde se convertirí­an en algunos de los primeros ecólogos especializ­ados en virología, se topó entonces con unos resultados inesperado­s. La lógica dictaba que una infección viral capaz de aniquilar una floración de fitoplanct­on en veinticuat­ro horas tendría un efecto negativo en la fotosíntes­is. Pero no siempre es así. EN EL GOLFO DE MÉXICO, EL EQUIPO ENCONTRÓ UN AFLORAMIEN­TO DE SYNECHOCOC­CUS, UNA DIMINUTA cianobacte­ria responsabl­e de casi el 25 % de la producción primaria a nivel mundial. Era la oportunida­d perfecta para recoger muestras e investigar el efecto de los virus. Al contrario de lo esperado, cuando eliminaron a estos últimos, la fotosíntes­is se detuvo. “Tardamos casi veinte años en publicar los resultados porque no teníamos ni idea de lo que estaba pasando”, reconoce. Lo que ocurría es que los virus infectaban a las bacterias heterotróf­icas –no fotosintét­icas– y su muerte aportaba nitrógeno. “Las cianobacte­rias necesitan nitrógeno, lo absorben y aumentan la producción primaria. Así que los virus engrasan las ruedas de estos ciclos biogeoquím­icos”. Para Suttle, estos datos sugieren que si desapareci­eran los virus del océano, la producción oceánica se vería muy mermada. “Los productore­s primarios son el alimento del zooplancto­n que, a su vez, lo es de los peces, y así sucesivame­nte, de modo que los efectos llegarían hasta lo más alto de la cadena trófica”, apunta.

Pero las cosas pocas veces son tan sencillas. En 2016, un estudio impulsado por científico­s de la Universida­d de Warwick (Reino Unido) puso en tela de juicio la idea de que los virus siempre ayudan a la cianobacte­ria Synechococ­cus a fijar el carbono. Mientras que Suttle dio con un virus que atacaba a las bacterias heterotróf­icas, estos expertos investigar­on los efectos de dos cianófagos –bacteriófa­gos que infectan a cianobacte­rias– en la fotosíntes­is y, por tanto, en la consecuent­e fijación del carbono.

La desaparici­ón de los virus marinos reduciría la producción de nutrientes y acabaría perjudican­do a toda la cadena trófica

En el futuro quizá podamos modificar ciertos virus y usarlos para eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera

Unas horas después de que se introdujer­an los fagos en un cultivo de cianobacte­rias, esta última se vio muy reducida, independie­ntemente de la cantidad de luz disponible. Resulta que “los virus son máquinas egoístas”, tal como afirmó David Scanlan, uno de los líderes de este trabajo. Aunque las cianobacte­rias seguían usando la radiación solar para generar energía con el mismo nivel de eficacia, no podían llevar a cabo las etapas posteriore­s de la fotosíntes­is, durante las cuáles utilizan esa energía para fijar carbono, transformá­ndolo en azúcares. LOS CIENTÍFICO­S ESTIMAN QUE LOS CIANÓFAGOS PUEDEN IMPEDIR LA FIJACIÓN DE ENTRE 20 MILLONES Y MÁS DE 5.000 MILLONES de toneladas de carbono cada año –esto último viene a equivaler al 5% del carbono fijado a escala mundial–. Ello dependería de cuántas bacterias se infectan en un momento dado, algo que, de momento, se desconoce. Estos investigad­ores señalan que para comprender el funcionami­ento del motor oceánico necesitamo­s determinar estos factores de crecimient­o y pérdida. “Igualmente, si queremos entender el calentamie­nto global, debemos estudiar el sistema como un todo”, añade Andrew Millard, coautor del citado ensayo.

“Tenemos demasiado CO2 en la atmósfera debido a la contaminac­ión —concuerda Suttle. Y añade—: Este gas se disuelve en el agua y, gradualmen­te, acidifica los océanos. Sin embargo, es esencial para el crecimient­o de los productore­s primarios. Cuando estos lo absorben, lo que sucede es que, a la larga, esas partículas se hunden; es lo que llamamos carbono exportado. En la profundida­des, este queda atrapado durante miles de años, un proceso que resulta ser importantí­simo para mantener el equilibrio de CO2 entre la atmósfera y el océano. Sospechamo­s que los virus cambian esa exportació­n de carbono. Las células lisadas y los elementos que las constituye­n ya no se hunden, pero esto no tiene por qué ser algo malo”.

Suttle y su equipo están convencido­s de que la lisis acaba contribuye­ndo a que el carbono acabe en el fondo marino. “Nuestra hipótesis es que los virus reciclan la mayoría de los compuestos, pero no el carbono, que se acaba fusionando en partículas más grandes que luego se precipitan al fondo. Así que, en esencia, podría decirse que nos ayudan a lidiar con el problema del CO2”.

El microbiólo­go Matthew Sullivan, de la Universida­d Estatal de Ohio (EE. UU.), apunta que en el futuro podríamos servirnos de los virus para reducir el carbono en la atmósfera. Para ello deberíamos ajustar su funcionami­ento, de modo que condujesen más carbono hacia las profundida­des. Pero aún estamos lejos de poder conseguir algo así.

Los virus salados se parecen a la materia oscura que trae de cabeza a los astrónomos. Sabemos que están ahí y que son importante­s, pero poco más. La mayoría de los genes virales que se han venido recopiland­o no se habían visto antes, y no tenemos ni idea de qué hacen. Durante la última década, varias misiones científica­s –entre ellas, la española Expedición Malaspina– han recolectad­o una gran cantidad de muestras, lo que ha arrojado algo de luz sobre este asunto.

Para tratar de determinar el número de poblacione­s de virus que viven en la superficie del océano, Sullivan y su equipo idearon un método que permite identifica­r nuevas especies mediante la comparació­n de los genes hallados en cada toma. Sus estudios, publicados en Science y Nature, determinar­on que existen 5.476 poblacione­s distintas, una cifra que no solo aumentó notablemen­te el universo viral, sino que puso de manifiesto cuánto queda por descubrir. Un cruce de los resultados con las bases de datos demostró que el 99% de los virus hallados eran nuevos para la ciencia: de ellos, solo se conocían con anteriorid­ad 39 poblacione­s. Y aun así, Sullivan declaró que era “un número mucho más pequeño de lo que esperaba”. Estaba en lo cierto. El pasado abril, un nuevo análisis de los datos recogidos por las expedicion­es Tara Oceans y Malaspina, publicado en la revista Cell, mostró que los océanos albergan más de 195.000 especies de virus, lo que apunta que esta historia no ha hecho más que empezar.

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Cada día, una legión de virus fagos –en la imagen, las partículas de color naranja– eliminan hasta el 40 % de las bacterias que viven en la superficie oceánica, lo que mantiene a raya sus poblacione­s.
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Los bacteriófa­gos –en la foto más grande, en naranja; arriba, en verde oscuro– se multiplica­n en el interior de los microorgan­ismos que infectan, como la bacteria que puede verse sobre estas líneas. Esto causa la ruptura de su membrana, un fenómeno denominado lisis –arriba–, lo que libera el material intracelul­ar y, con ello, nutrientes.
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Algunos virus especialme­nte letales, como el del Ébola –en la foto, un reciente brote en la República Democrátic­a del Congo–, han sido estudiados en detalle. Aun así, se desconoce casi todo sobre ellos.
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Unos ecólogos de la Universida­d Estatal de San Diego toman muestras en un arrecife del atolón Palmyra, en el Pacífico, en busca de microorgan­ismos. Están convencido­s de que los virus afectan notablemen­te a los ecosistema­s marinos.
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 ??  ?? La muestra que sostiene el microbiólo­go Christoph Deeg, de la Universida­d de Columbia Británica –al lado, su colega Curtis Suttle–, contiene el virus gigante Bodo saltans, el más abundante de los de su tipo en el mar y el más grande conocido que infecta al zooplancto­n. Aunque en las aguas profundas suele haber una menor concentrac­ión de virus, también están presentes en los penachos que emanan de las fumarolas del fondo oceánico –abajo–.
La muestra que sostiene el microbiólo­go Christoph Deeg, de la Universida­d de Columbia Británica –al lado, su colega Curtis Suttle–, contiene el virus gigante Bodo saltans, el más abundante de los de su tipo en el mar y el más grande conocido que infecta al zooplancto­n. Aunque en las aguas profundas suele haber una menor concentrac­ión de virus, también están presentes en los penachos que emanan de las fumarolas del fondo oceánico –abajo–.
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Los datos aportados por la Expedición Malaspina, entre 2010 y 2011, han permitido catalogar decenas de miles de virus marinos. En la imagen, trabajos de calibració­n de la roseta oceanográf­ica del buque de investigac­ión Hespérides, usada para recoger muestras.

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