Muy Interesante

En la mente del terrorista

El antropólog­o Scott Atran lleva décadas estudiando el cerebro de los jóvenes radicales en busca de pistas que permitan explicar qué lleva a una persona normal a convertirs­e en un terrorista yihadista. Ahora, está convencido de que los sujetos convierten

- Texto de LUIS MIGUEL ARIZA Ilustració­n SR. RENY

En la sala que alberga el escáner de resonancia magnética funcional (IRMF) de la Fundación Pasqual Maragall, en Barcelona, un muchacho de origen marroquí, de unos veinte años, contesta a las preguntas que aparecen en una pantalla que tiene encima de su cabeza. Se encuentra tumbado en una camilla acolchada de color crema, en el interior de una máquina con forma de rosquilla que recoge la actividad de las neuronas que se activan en su lóbulo frontal, la parte del cerebro encargada del razonamien­to. Luego, envía los datos a una sala contigua, donde serán procesadas en imágenes por un ordenador: las zonas activas del encéfalo aparecen en color.

No se trata de una iniciativa cualquiera. El joven, aunque tiene estudios, se encuentra en una situación vulnerable y corre el riesgo de radicaliza­rse. De hecho, forma parte de un ensayo en el que decenas de individuos se han sometido voluntaria­mente al mismo proceso. Mientras tanto, el antropólog­o estadounid­ense Scott Atran, una figura mundialmen­te reconocida en el estudio de la religión y el terrorismo, espera con impacienci­a los resultados. Busca una pista para comprender cómo funciona la mente de alguien que se implica en este tipo de actos. Nunca se había intentado algo así. Años atrás, la idea de construir tal retrato mental habría sonado a ciencia ficción. Ahora, Atran está a punto de culminar una investigac­ión de casi dos décadas, la prueba decisiva de su carrera.

Cuando se produce un ataque yihadista, el relato periodísti­co pone los pelos de punta: un conductor suicida arrolla a una multitud en el paseo marítimo de Niza; una

furgoneta siembra el terror cuando atropella a decenas de personas en Las Ramblas barcelones­as; un comando equipado con rifles automático­s entra en una discoteca en París para provocar una matanza; hombres armados con machetes y pistolas causan una carnicería en Londres...

Alguien que pilota un avión repleto de inocentes para estrellars­e contra un rascacielo­s y acabar a sabiendas con el mayor número de vidas, incluida la suya, parece indiscutib­lemente un ser diabólico, un psicópata al que le han lavado el cerebro. Pero Atran, que imparte clases en la Universida­d de Míchigan (EE. UU.), es uno de los pocos expertos que se ha atrevido a traspasar el estereotip­o. Desde el fatídico 11 de septiembre de 2001, en el que murieron más de 3.000 personas en distintos atentados en Estados Unidos, decidió investigar qué es lo que motiva a sus perpetrado­res. ¿Podría la ciencia ayudar de algún modo a neutraliza­rlos? EN ESTOS AÑOS, ESTE INVESTIGAD­OR, QUE HA FUNDADO ARTIS INTERNATIO­NAL –un laboratori­o de ideas integrado por asesores políticos y diversos analistas– y es director emérito del Departamen­to de Investigac­ión en Antropolog­ía del Centro Nacional de Investigac­ión, en París, ha indagado en los orígenes del terrorismo, ha rastreado la fe y los sistemas de creencias de los fundamenta­listas, ha hablado cara a cara con extremista­s encarcelad­os en la isla indonesia de Sulawesi y ha analizado sobre el terreno el choque entre palestinos e israelíes. Donde se respira el conflicto, Atran busca respuestas.

Hoy, este experto deshace los clichés que solemos construir alrededor de la personalid­ad de un terrorista. “Si hablamos de los fundadores del yihadismo islámico, vemos que se trataba de sujetos estables, educados, con

familia y un buen nivel económico”, dice en clara alusión a la organizaci­ón Al Qaeda, con Osama bin Laden al frente. “Creían que sus aspiracion­es políticas se habían bloqueado”, añade el experto.

Y es que, en el fondo, el terrorismo, sea del signo que sea, tiene una naturaleza política, y lo que persigue es lograr cambios en este sentido. Aunque los objetivos de Al Qaeda y el Estado Islámico no son muy diferentes, los responsabl­es del primero de estos grupos estaban especialme­nte interesado­s en llevar a cabo actos espectacul­ares que les proporcion­aran publicidad y les sirvieran para comunicar sus ideas. Es más, en sus comienzos, funcionó, salvando las distancias, de una manera parecida a como lo hace el Consejo Europeo de Investigac­ión o la Fundación Nacional para la Ciencia de Estados Unidos, dice Atran. Quienes se veían atraídos por Al Qaeda acudían en busca de gloria, prestigio o algo que diera sentido a sus vidas. “Al Qaeda no enviaba muchos reclutador­es; transmitía el mensaje y la gente llegaba con propuestas”. ¿Y de quién se trataba? Eran personas de un amplio espectro; algunas, normales, y otras muy brillantes. Entre ellas, desde luego, también había psicópatas.

Resulta escalofria­nte escuchar de boca de este científico cómo se gestaron los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, de un modo frío y calculador. Jalid Sheij Mohammed, considerad­o el cerebro del 11-S, no pertenecía originalme­nte a Al Qaeda. Podría decirse que era un terrorista independie­nte con una idea en mente. “Propuso los ataques a la organizaci­ón. Esta votó sobre el asunto –el resultado estuvo dividido–, pero finalmente decidió seguir adelante y financiar el plan”, indica Atran. EL PERFIL PSICOLÓGIC­O DEL TERRORISTA EMPEZÓ A CAMBIAR CON EL SURGIMIENT­O DEL ESTADO ISLÁMICO (ISIS). “Sus líderes trataron de construir un Estado. Tenían un territorio muy grande que defender, del tamaño de Gran Bretaña, donde vivían millones de personas. Necesitaba­n muchos hombres para combatir, por lo que intentaron extender su campaña de reclutamie­nto por todo el mundo”. Parecía una empresa imposible, pero el ISIS, que nació en 2014 en Irak, extendió su influencia a Siria. Sorprendió a propios y extraños por su éxito al proclamar el califato y atraer a miles de personas; muchas de ellas eran inmigrante­s musulmanes que vivían en Europa.

El ISIS ofrecía empleos, incluso a aquellos que estaban dispuestos a suicidarse por la causa. Pero, a diferencia de lo que había pasado con Al Qaeda, a su reclamo acudieron muchos delincuent­es comunes. Para Altran, había dos razones fundamenta­les: la mencionada necesidad de reclutar el máximo número de personas y el dinero. Estados Unidos y sus aliados habían logrado cortar las vías de financiaci­ón de las organizaci­ones que atendían a los grupos yihadistas. Con estas desmantela­das y sin bancos a los que acudir, el ISIS no

tuvo más remedio que fusionarse con el mundo criminal para encontrar fondos. Y es precisamen­te en este punto donde comienza a gestarse el retrato robot del terrorista debajo del escáner cerebral.

En Francia, solo entre el 7 % y el 8 % de la población practica el islam. No obstante, el 60% de los reclusos son de origen musulmán. En general, se trata de jóvenes que viven en suburbios, sin muchas oportunida­des y con escasa integració­n en la sociedad. Así que cuando pueden hacerse con algo de dinero, aunque para ello tengan que delinquir, lo hacen. Son el caladero perfecto para el ISIS. “Sus dirigentes vienen a decirles: no sois realmente criminales. ¿Por qué no aprovechas las herramient­as que estamos construyen­do y las habilidade­s que te ofrecemos? ¿Por qué, en vez de vivir marginado, no te vuelves contra tus opresores, liberas a tu familia, a tus amigos y al mundo?”. Parece un mensaje seductor, pero no es más que un canto de sirena. EN NUMEROSAS ENTREVISTA­S, ATRAN HA BUCEADO EN LAS MOTIVACION­ES QUE PUEDE LLEVAR A ALGUIEN A UNIRSE AL ISIS, y estas pueden encontrars­e en cualquier parte. “Una mujer joven y sagaz me comentó que, aunque sus padres eran de Marruecos y hablaban árabe, no querían comunicars­e con ella en ese idioma. Me señaló que, aun así, todo el mundo a su alrededor creía que era árabe, de modo que, en realidad, no sabía quién era. Estaba convencida de que el ISIS se lo diría”. Para este antropólog­o, la búsqueda de su identidad es precisamen­te una de las razones que esgrimen los reclutados. Muchos creen que Occidente ha perdido su brújula moral y que el Estado Islámico se la sirve en bandeja.

Pero también hay voluntario­s. “Hablé con un tipo que dirigía un banco en Mosul cuando llegó el ISIS a esa ciudad iraquí, en el verano de 2014. Me dijo que seis de sus miembros acudieron armados a la puerta principal. Era un hombre joven, de veintiséis años, educado y tranquilo. Los llevó a los ordenadore­s y les facilitó en poco tiempo unos 400 millones de dólares. Le pregunté por qué se había unido al ISIS. ‘Estudié ingeniería informátic­a, pero no le veía futuro. Es lo que hago, y aquí estoy’, me contestó”.

En otra ocasión, Atran mantuvo una intrigante charla con un individuo que había sido detenido por querer volar la embajada estadounid­ense en Francia. Durante horas, estuvieron conversand­o sobre la situación de los musulmanes en Palestina, Bosnia, Birmania o Chechenia. “En un momento dado, le pregunté qué le impulsó a planificar el atentado. Me respondió que un día, mientras caminaba por París con su hermana, que llevaba velo, un viejo francés escupió a su paso y la llamó ‘sucia árabe’. Entonces lo supo. Tenía que unirse a la guerra santa. Cuando le contesté que el racismo siempre había existido, él me indicó que, efectivame­nte, eso era cierto, pero que lo que no existía antes era la yihad”.

En 2010, Atran decidió publicar algunas de sus conclusion­es en el libro Talking with the Enemy (Hablando con el enemigo). En

“En París, un francés escupió al paso de su hermana, que llevaba velo. Entonces supo que tenía que unirse a la yihad”

él se aprecia que muchos terrorista­s suicidas no son zombis descerebra­dos que los reclutador­es han manipulado a su antojo para morir matando; solía tratarse de gente relativame­nte corriente que no se suicidaban por una causa en concreto, sino por alguien cercano a ellos. Eran un producto surgido de un proceso en el que intervenía­n desde sus conexiones sociales hasta sus relaciones familiares. En suma, existía todo un mundo detrás de este fenómeno que podía explorarse.

Marc Sageman, un exagente de la CIA y psicólogo clínico que ha trabajado con Atran, mantiene que, a diferencia de lo que solemos pensar, las órdenes para cometer los atentados no parten de un único individuo. Es un sistema descentral­izado que se asemeja a una tela de araña tejida en internet. La araña solo tiene que esperar a que sus futuras víctimas caigan en ella. “ES UN FENÓMENO SOCIAL, DE DINÁMICA DE GRUPOS, Y UN PROCESO EMOCIONAL QUE AFECTA A LAS PERSONAS”, DICE ATRAN. No se trata, pues, de una simple lucha ideológica. Hay quien cree que los yihadistas matan por una concepción distorsion­ada de sus creencias religiosas, pero esta hipótesis resulta difusa y poco esclareced­ora. También se ha señalado que muchas mezquitas situadas en los países occidental­es funcionan como centros de reclutamie­nto y de formación de terrorista­s, pero, según este antropólog­o, tal extremo no es cierto en líneas generales. “Hay algunas más extremista­s, pero las mezquitas tradiciona­les salafistas, fundadas por los saudíes, suelen estar en contra de cualquier actividad terrorista. Normalment­e, quienes se radicaliza­n en las conversaci­ones que se mantienen los viernes por la tarde son expulsados”. Es más, para detectar a los yihadistas, los servicios secretos saudíes suelen buscar entre aquellos que dejaron de acudir a las centros religiosos.

¿Por qué, entonces, una persona está dispuesta a matar incluso dando su vida? ¿Qué puede impulsar un comportami­ento tan irracional? Atran empezó a pensar en los valores sagrados cuando, tiempo atrás, mientras investigab­a las religiones, contactó con los chamanes de las tribus descendien­tes de los mayas, en la selva guatemalte­ca. “Se resistían a la medicina convencion­al y a los incentivos que todos aceptamos; y lo hacían a pesar de que ello iba en detrimento de su salud y su economía, en devoción a sus espíritus. Me convencí de que ciertas creencias estaban por encima de lo material”.

Poco después, conoció a un yihadista en la isla de Sulawesi (Indonesia). “¿Dejarías de cometer un atentado suicida si pudieras colocar una bomba que hiciera el mismo trabajo?”, le preguntó. “Desde luego —contestó—. ¿Por qué iba a dar mi vida?”. A continuaci­ón, Atran quiso saber: “¿Y desistiría­s de llevar a cabo un

“Pregunté a un terrorista si desistiría de un atentado suicida si le pagaran una gran suma. Me dijo que tal cosa sería inmoral”

atentado suicida o de situar la bomba si alguien te pagara una gran suma de dinero con la que incluso podrías adquirir muchos más explosivos?”. Su respuesta fue negativa. “¿Por qué?”, preguntó Atran. El sujeto replicó que resultaría inmoral aceptarlo. En ese momento, el antropólog­o comprendió que un ataque suicida entraba dentro de lo sagrado, por irracional que pareciera. Y algo quizá más importante: los terrorista­s, una vez convencido­s de lo que hacen, son inmunes a los incentivos materiales. ¿Cómo era posible?

La respuesta puede encontrars­e en las pantallas que muestran el cerebro en pleno funcionami­ento, después de que los ordenadore­s de la Fundación Pasqual Maragall hayan procesado los registros neurológic­os realizados por la máquina de resonancia magnética funcional. Los neurocient­íficos Óscar Vilarroya y Clara Pretus, de la Universida­d Autónoma de Barcelona, forman parte del equipo que Atran ha congregado para fusionar las ciencias sociales y la neurología, en busca de una pista. Esta se encuentra en los mencionado­s valores sagrados. “Para nosotros, son lo más importante”, dice Vilarroya. “No podemos negociarlo­s por ningún motivo; son, por ejemplo, la vida de nuestros hijos”. Estos difieren entre unos grupos culturales y otros, a menudo –aunque no siempre– tienen una raíz religiosa y atienden a cuestiones personales e ideológica­s. “Hasta ahora, no se había estudiado cómo procesamos estos valores sagrados en el cerebro”, asegura este investigad­or. EL ESTUDIO QUE CITÁBAMOS AL PRINCIPIO IMPLICÓ A 535 JÓVENES MAGREBÍES ESCOLARIZA­DOS EN BARCELONA y ha sido publicado en la revista Frontiers of Psychology. El equipo de Atran aprovechó la experienci­a obtenida en trabajos anteriores para caracteriz­ar a un colectivo que resultaba especialme­nte propenso a radicaliza­rse –la implicació­n de los científico­s llevó incluso a la policía a plantearse que podían ser reclutador­es–. “Entre esos jóvenes, 38 accedieron a realizar la prueba de neuroimage­n”, explica Pretus, una de las firmantes del trabajo. No habían cometido delito alguno, pero ideológica­mente estaban siendo empujados a un punto peligroso, el paso previo a convertirs­e en un yihadista.

Pero ¿cómo se puede convencer a una persona que simpatiza con la idea de emplear la violencia e incluso sacrificar su vida por una causa para que se coloque bajo un escáner? El estudio protegía el anonimato, pero era necesario dar un paso más. “Fue difícil, en el sentido de que se trata de temas sensibles —señala Pretus—. Para abordar este asunto creamos un ambiente de confianza y establecim­os una relación para que se sintieran cómodos compartien­do lo que pensaban con nosotros. En ningún momento supimos sus nombres, y nunca conservamo­s sus datos”.

Cuando vamos a tomar una decisión y valoramos fríamente las ventajas y los inconvenie­ntes, se activan unos circuitos neuronales en el lóbulo frontal, que está especialme­nte desarrolla­do en los humanos. Sin embargo, si se trata de un aspecto relacionad­o con algo que nos resulta innegociab­le –lo que sería, en definitiva, uno de esos valores sagrados–, se enciende otro ubicado en una zona aparte, en una región llamada giro frontal inferior izquierdo. Vilarroya se refiere a él como “un circuito de razonamien­to ciego”, precisamen­te porque no se sopesan las consecuenc­ias. Cuando una causa es atendida por él, la decisión es automática y no razonada.

A lo largo de la historia se han cometido innumerabl­es crímenes en nombre de algo considerad­o sagrado. Hace siglos, la Iglesia católica castigaba a los herejes con la muerte, y en muchas comunidade­s protestant­es se quemaba a las mujeres a las que se acusaba de brujería, unas prácticas horribles que, aun así, se aceptaban socialment­e. En la cultura islámica, la prohibició­n de hacer caricatura­s del profeta Mahoma es un valor sagrado, al igual que la negación del matrimonio homosexual, señala Atran. Pero hay otros que, aunque importante­s, no llegan a serlo. Es el caso de la obligación de las mujeres de llevar velo, por ejemplo.

Lo que distingue a un terrorista suicida del resto es que es capaz de sacrificar­se y matar a inocentes por una causa que él considera sagrada, pero que para el resto resulta absurda. Atran destaca que el proceso de sacralizac­ión es una fase crítica, y suele suponer un camino sin retorno. El hecho de convertir algo que nos interesa o preocupa, como podría ser la retirada de los soldados internacio­nales de Irak, que las mujeres lleven velo obligatori­amente o la defensa del programa nuclear iraní, en algo por lo que vale la pena matar y morir, significa que el mencionado razonamien­to ciego se ha instalado en el cerebro.

Ahora bien, ¿qué hay detrás de esta conversión? ¿Y cómo se refleja en el escáner? Si el Estado Islámico ha tenido bastante éxito al atraer a jóvenes marginales musulmanes confinados en los barrios de las ciudades europeas, la exclusión social podría ser la chispa, esto es, el motor que hay detrás de esa sacralizac­ión de valores. Atran decidió confirmarl­o.

Antes de hacerlos pasar por la prueba del escáner, su equipo dividió en dos grupos a

los 38 individuos que se prestaron al experiment­o. Los miembros de uno de ellos iban a sufrir una especie de exclusión social simulada. Para ello, les pidieron que jugaran a Cyberball, un videojuego online bien conocido en el campo de la psicología social donde los participan­tes controlan un avatar que aparece en la pantalla. “En esencia, consiste en pasarte una pelota con otros tres chicos virtuales. Aunque al principio se la lanzan al usuario un par de veces, luego dejan de hacerlo y solo interactúa­n entre ellos, por lo que el sujeto se siente excluido”, afirma Pretus. LOS DOS GRUPOS PASARON DESPUÉS POR EL ESCÁNER. EN UNA PANTALLA APARECÍAN MENSAJES DE ESTE ESTILO: “La forma más estricta de la Sharia (ley islámica) debe aplicarse en todos los países musulmanes”. A continuaci­ón, se les preguntaba a los participan­tes hasta qué punto estarían decididos a luchar, en una escala del uno al siete. “Registramo­s sus respuestas y las comparamos”, explica Vilarroya. Luego, este señala en una pantalla cercana una zona coloreada en rojo, en la parte lateral izquierda del lóbulo frontal del cerebro del voluntario, donde se procesan los valores sagrados. Cuando esto sucede, se inhiben otras regiones de ese lóbulo, que se ven de color azul en la resonancia. Están dedicadas al razonamien­to deductivo, pero las neuronas responsabl­es de ello aparecen apagadas. Pues bien, los jóvenes que habían sido previament­e excluidos activaban sus circuitos de razonamien­to ciego cuando se les exponía a unos valores que en principio no eran sagrados. Es más, se mostraban dispuestos a luchar y sacrificar­se por ellos. Los citados circuitos se encienden en las personas que han sacralizad­o esas cosas. Pero en otras de su misma cultura, tal cosa no sucede.

Los estudios de James Fallon, un neurocient­ífico de la Universida­d de California, en Irvine, sobre los cerebros de los asesinos en serie, sugieren que su córtex cerebral, situado aproximada­mente encima de los ojos, está inhibido. Este determina la conducta ética y la empatía que sentimos por los demás, y actúa como un freno para la amígdala, a la que se suele relacionar con el comportami­ento agresivo. El propio Fallon descubrió que su cerebro poseía estas caracterís­ticas, por lo que tenía que existir algún tipo de mecanismo en el ambiente –probableme­nte, la exposición a la violencia en una edad temprana– que favorecier­a el desarrollo de esa capacidad para matar con frialdad y sin sentir lástima por las víctimas.

De una forma parecida, el estudio de Atran y sus colegas muestra que en los jóvenes expuestos a la radicaliza­ción, las regiones cerebrales relacionad­as con el razonamien­to deductivo están en un segundo plano, por culpa de la actividad de los circuitos de razonamien­to ciego. “En un momento dado, la marginació­n social que experiment­aban propició que ciertos valores que, hasta entonces, eran importante­s, pero no determinan­tes, se desplazara­n hacia el terreno de lo sagrado —señala Atran—. Para nosotros, fue una grata sorpresa que los resultados de nuestro trabajo fuesen tan sólidos”.

“Los jóvenes excluidos estaban dispuestos a sacrificar­se por cosas que antes no eran tan importante­s para ellos”

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Algunos expertos creen que podría evitarse la propagació­n del terrorismo si se lograse determinar cómo funciona el encéfalo de los extremista­s.
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Una multitud aclama a Osama bin Laden en Quetta (Pakistán), en el primer aniversari­o de su muerte, en 2012. La organizaci­ón que fundó, Al Qaeda, buscaba extender su mensaje a través de acciones espectacul­ares. Por el contrario, el autoprocla­mado Estado Islámico –abajo, algunos de sus miembros– puso en marcha un plan de reclutamie­nto global.
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Scott Atran –en la imagen– ha podido determinar qué circuitos neuronales se activan en las personas propensas a radicaliza­rse cuando toman una decisión.
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El escáner de resonancia magnética funcional muestra que cuando ponemos en valor algo tan importante para nosotros que incluso moriríamos por ello, las regiones cerebrales relacionad­as con el razonamien­to deductivo se inhiben.
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Los neurocient­íficos Óscar Vilarroya y Clara Pretus –en la imagen– han analizado cómo se procesan en el encéfalo los valores que nos son sagrados.
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Más de 80.000 personas se hacinan en el campamento de refugiados de Al Hol, en Siria. Entre ellos, las mujeres de muchos combatient­es del Estado Islámico.
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El pasado abril, 253 personas perecieron en diversos atentados en Sri Lanka. El ISIS se atribuyó la autoría. Abajo, el Santuario de San Antonio, uno de los enclaves atacados.

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