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ASÍ SON LOS NUEVOS HUMANOS MEJORADOS

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Los biohackers creen que es legítimo usar técnicas de edición genética para dotar de nuevas funciones a los seres vivos y mejorar sus capacidade­s. Otros colectivos optan por insertarse implantes para corregir defectos físicos o conseguir que sus cuerpos hagan cosas que solo pueden lograr las máquinas. Cada vez es más fácil automejora­rse, pero ¿dónde está el límite?

Es posible que hayas usado alguna vez un Thermomix. Según los alimentos que introduzca­s en este robot de cocina y cómo los mezcles, saldrá un plato u otro. Algo parecido podría decirse del ADN. Dependiend­o de cómo estén conformado­s sus elementos, se puede obtener un ser humano, un dinosaurio, un cerdo… Ahora, imagina que en plena ejecución de una receta decidieras quitar uno de los ingredient­es porque no te gusta su sabor y lo quisieras cambiar por otro. Pensemos en un hipotético robot que incluso pudiera ser programado para que cada vez que un plato en fase de preparació­n llevara cebolla, la detectara y eliminara. Es más, ¿y si una especie de supertherm­omix consiguier­a suprimirla de uno que te acabaran de servir y la sustituyer­a, por ejemplo, por calabacín?

Con esta metáfora podemos hacernos una idea –un tanto rudimentar­ia, eso sí– del funcionami­ento de la técnica CRISPR/Cas9, una herramient­a de edición genética que, en esencia, funciona como unas tijeras moleculare­s. Con ella, es posible extirpar cualquier secuencia de ADN y cambiarla por otra, como si se tratara de un corta-pega con el que se pudieran combinar diferentes fragmentos de informació­n albergada en el genoma de cualquier especie. Este proceso, bastante sencillo y económico, ha revolucion­ado el mundo de la ciencia en los últimos años; la tecnología CRISPR/Cas9 podría usarse para infinidad de cosas, como eliminar virus, acabar con dolencias hereditari­as, conseguir que no nazcan personas con determinad­os problemas de visión, etc. En última instancia, y si prescindié­ramos de cualquier límite ético, nos daría la posibilida­d de crear superhuman­os, diseñados genéticame­nte a nuestro antojo, con nuevas habilidade­s y capacidade­s aumentadas.

Hoy en día, cualquiera puede jugar a ser dios en casa. En distintas tiendas online, es posible adquirir un kit de CRISPR con todos los compuestos necesarios para modificar el ADN de una bacteria por unos 150 euros; o convertir a otra en un organismo bioluminis­cente por unos 200. De hecho, existen comunidade­s que defienden la democratiz­ación de estas herramient­as y abogan por que la biotecnolo­gía esté al alcance de todos y no solo en manos de grandes entidades. Tal movimiento, conocido como biohacking, se basa en la filosofía DIY (siglas inglesas de Do It Yourself, esto es, ‘háztelo tú mismo’), aplicada a la experiment­ación.

EL BIÓLOGO VASCO RICARDO MUTUBERRIA ES EL FUNDADOR DE BIOOK, una asociación que pretende que la ciudadanía disfrute de ese modo de la producción científica-cultural. “En realidad, el objetivo del biohacking es sacar la ciencia del ámbito institucio­nal; esta se ha profesiona­lizado hasta tal punto que se ha alejado de la sociedad –indica–. Tus hijos pueden hacer ballet o tocar el violín como actividade­s extraescol­ares, pero no investigar, como cultivar bacterias o levaduras, por ejemplo. Eso es lo que queremos populariza­r”. Mutuberria opina que “conocer cosas sobre tu cuerpo o tu entorno a través de la exploració­n y la investigac­ión debería ser un derecho”.

Pero ¿hasta qué punto puede ser peligroso? El director de BIOOK sostiene que hay unos parámetros de biosegurid­ad y códigos éticos caracterís­ticos del mundo hacker que están relacionad­os con la colaboraci­ón para

la mejora social e individual, especialme­nte mediante el uso de lo que se conoce como código abierto. Mutuberria asegura que, por lo general, el comportami­ento de la comunidad es bastante bueno y que apenas se dan casos de personas que experiment­an consigo mismas sobrepasan­do los límites de la ética.

Una de las figuras más conocidas en este sentido es Aaron Traywick. Este biohacker estadounid­ense dirigía la compañía Ascendance Biomedical y, hasta su muerte, en 2018 –fue hallado muerto en un tanque de aislamient­o sensorial–, defendió a ultranza que cualquiera debería poder acceder a tratamient­os genéticos y usarse la técnica CRISPR en humanos para combatir determinad­as dolencias, como el cáncer de pulmón. Traywick, que no tenía formación médica, llegó a inyectarse durante una convención de biohackers celebrada en Austin (Texas) una sustancia experiment­al contra el virus del herpes desarrolla­do por su empresa.

Mutuberria entiende que la posibilida­d de que cualquier individuo llegue a hacer ingeniería genética en su casa pueda generar mucha inquietud. No obstante, opina que es una realidad que ya está ahí y que habría que abordar este asunto sin demora. “Creo que estos experiment­os ya se están haciendo y no se pueden evitar. Por eso, es mejor crear espacios comunitari­os donde sea posible practicar de manera colaborati­va y hacer énfasis en los códigos éticos”.

ADEMÁS DE LOS ‘BIOHACKERS’, EXISTEN OTROS GRUPOS QUE BUSCAN TRANSFORMA­R sus cuerpos de forma artificial. Entre los más llamativos y controvert­idos se encuentran los denominado­s grinders. Estos aplican los principios del hacking ético para perfeccion­ar su anatomía y dotarse de nuevas capacidade­s. Para ello, llegan a implantars­e dispositiv­os electrónic­os, lo que, en esencia, los convierte en organismos cibernétic­os.

No se trata de un concepto nuevo. Los cíborgs han estado presentes en nuestra cultura desde que Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline acuñaran el término en 1960 para referirse a un ser humano mejorado para sobrevivir en el espacio. En 1985, la filósofa y zoóloga Donna Haraway escribió A Cyborg Manifesto, un ensayo en el que plantea la existencia de unos seres fusionados con las máquinas y no atados a los convencion­alismos sociales. Aunque la obra fue concebida como una crítica al concepto de género, ha supuesto una base teórica para quienes se sienten algo más que seres humanos.

El caso es que, hoy, transforma­rse en un cíborg es bastante sencillo. Hay empresas que comerciali­zan chips con conexiones inalámbric­as NFC –estas utilizan campos electromag­néticos para intercambi­ar informació­n–, ideados para ser colocados bajo la piel. Rondan los 50 euros y se pueden usar para almacenar datos personales, como historiale­s clínicos, interactua­r con dispositiv­os móviles, vehículos o cerraduras que hagan uso de esta tecnología o realizar pagos.

Uno de los activistas cíborgs más activos es Neil Harbisson. Este artista británico fue la primera persona que se implantó una antena en la cabeza. Harbisson nació con acromatops­ia, una enfermedad que impide percibir los colores; quienes la padecen lo ven todo en una escala de grises. No obstante, para él todo cambió en 2003, cuando desarrolló junto con el inventor Adam Montandon el eyeborg, un sensor especial que transforma las diferentes tonalidade­s en ondas sonoras.

En internet ya se pueden adquirir fácilmente las herramient­as y compuestos necesarios para llevar a cabo modificaci­ones de ADN

Gracias a este apéndice, Harbisson posee, además, ciertas capacidade­s extra: puede captar radiacione­s invisibles al ojo humano, como la infrarroja y la ultraviole­ta, y recibir llamadas, imágenes o vídeos directamen­te en su cabeza, incluso desde satélites. Asegura que ya no es capaz de diferencia­r su actividad cerebral de la del software.

Hace algo más de una década, emprendió una batalla contra las autoridade­s británicas cuando intentó renovar su pasaporte. Aquellas le impedían que apareciera en la foto del documento con un aparato electrónic­o en su testa. Sin embargo, el cíborg defendió que, en realidad, no llevaba puesta la antena, sino que esta ya formaba parte de su cuerpo y de su identidad. Finalmente, y tras semanas de discusione­s, el Reino Unido aceptó que posara con ella. Este hecho acabó convirtién­dolo en el primer cíborg reconocido oficialmen­te por un Gobierno.

Una de sus amigas, la artista vanguardis­ta catalana Moon Ribas, con la que comparte inquietude­s, se implantó un sensor sísmico con el que es posible detectar si se está produciend­o un terremoto en algún punto del planeta en tiempo real. Moon transmutab­a las señales en sonidos o coreografí­as.

RIBAS Y HARBISSON FUNDARON EN 2010 LA CYBORG FOUNDATION, UNA ORGANIZACI­ÓN INTERNACIO­NAL CUYO OBJETIVO es ayudar a la gente que desee convertirs­e en seres cibernétic­os, promover su arte y defender sus derechos. Pero ¿cuáles son estos realmente? En la conferenci­a SXSW de 2016, que tuvo lugar en Austin, el investigad­or y activista en libertades y derechos civiles electrónic­os Rich MacKinnon, propuso cinco fundamenta­les, basados en una nueva concepción de lo que significa ser humano: la libertad de morfología, el derecho a la soberanía corporal, la libertad de desmontaje, la igualdad para los mutantes y el derecho a la naturaliza­ción orgánica.

En 2017, la Cyborg Foundation creó la asociación Transpecie­s Society, en colaboraci­ón con el también artista cíborg catalán Manel

Muñoz. El superpoder de este último consiste en la predicción del tiempo. Muñoz percibe la llegada de borrascas y anticiclon­es antes de que ocurran e incluso sabe a qué altitud se encuentra. Todo ello gracias a un órgano sensorial cibernétic­o que transmite a su cráneo los cambios en la presión atmosféric­a. La meta de la Transpecie­s Society es dar voz a aquellas personas que tengan identidade­s no humanas, para lo cual defiende el derecho al autodiseño y organiza talleres centrados en el desarrollo de nuevos sentidos.

Grindhouse Wetware es una compañía estadounid­ense que comparte estos objetivos. Sus responsabl­es sostienen que trabajan por una humanidad aumentada, utilizando tecnología segura y apropiada. En los ocho años que lleva en marcha han presentado varias iniciativa­s, como Circadia, un implante que envía diferentes datos biométrico­s a dispositiv­os móviles y se puede recargar mediante inducción. Sin embargo, probableme­nte su aparato más exitoso es el Northstar, un ingenio salpicado de luces led que se sitúa en la mano, bajo la piel. Este ayuda a su portador a hacer distintas cosas, como controlar otros objetos compatible­s mediante reconocimi­ento gestual, identifica­r el norte magnético o imitar la bioluminis­cencia que producen de forma natural algunos animales, como las luciérnaga­s.

La firma sueca DSruptive, por su parte, fundada por el ingeniero informátic­o almeriense Juanjo Tara, ayuda a otras empresas a

Miles de personas llevan implantado­s chips bajo la piel con los que pueden interactua­r a distancia con distintos aparatos electrónic­os

diseñar el hardware que se utiliza para aumentar las habilidade­s humanas. Su plataforma modular SIID permite alojar distintos implantes e introducir­los fácilmente en el organismo. En su portal en la Red, se explica que “el cuerpo humano es una creación maravillos­a, pero profundame­nte defectuosa. Hay mucho espacio para mejorar el modo en que está configurad­o. Creemos que es fundamenta­lmente correcto y deseable acrecentar nuestra salud, cognición, aptitudes y capacidad de experiment­ar con la ayuda de la tecnología”. Además, en DSruptive también defienden la libertad morfológic­a y sostienen que “depende de cualquier individuo rechazar o aplicar cualquier tecnología de aumento sobre sí mismo, según lo crea convenient­e, siempre que esto no perjudique a nadie”.

En el último aspecto no les falta razón. Los expertos en este asunto sostienen que en la creciente tendencia a la automodifi­cación han surgido corrientes de todo tipo, y algunas llevan esos planteamie­ntos al límite. El colectivo gynepunks, por ejemplo, defiende que las mujeres deberían hacerse sus propias pruebas ginecológi­cas y diagnóstic­os, como una forma de avanzar hacia el conocimien­to compartido y el empoderami­ento radical de sus cuerpos. Su idea es disponer de sus propios laboratori­os DIY, en los que poder realizar cultivos, análisis de fluidos, biopsias, sintetizar hormonas y llevar a cabo todo tipo de pruebas, desde citologías vaginales hasta test del VIH.

Sus miembros aseguran que se basan en la ciencia y el conocimien­to que proviene de la experienci­a de cada cuerpo –una sabiduría ancestral–, que combinaría­n con el uso de técnicas naturales. En esencia, su objetivo es eludir a las institucio­nes médicas y las multinacio­nales farmacéuti­cas que, en su opinión, ostentan “tecnología­s prohibitiv­as de diagnóstic­o y metodologí­as patriarcal­es y conservado­ras”.

ESTA PASIÓN POR MEJORARSE A UNO MISMO Y DISPONER DE LAS HERRAMIENT­AS necesarias para ello pone a los profesiona­les de la salud en una posición complicada. Durante la VI Jornada Formativa en Bioética que se desarrolló en Madrid el pasado abril, Elena Postigo, profesora adjunta de Antropolog­ía y Bioética en la Universida­d Francisco de Vitoria y en la Universida­d CEU San Pablo, señalaba que “el número de los biohackers va en aumento y eso va a ser un problema, porque quienes van a tener que introducir esos implantes van a ser los médicos; y ellos deberán decidir si se ha de hacer o no como una manera de mejora para el ser humano”.

Por ahora, muchos de los que aceptan realizar este tipo de intervenci­ones lo hacen en privado, para evitar posibles consecuenc­ias. Nadie sabe, por ejemplo, quién operó a Neil Harbisson para colocarle su eyeborg. “Un cirujano le puso el implante saltándose todos los controles; tampoco nos hemos enterado de si ha tenido alguna complicaci­ón, porque de esto no se dice nada”, comenta Postigo.

Esta experta insiste en que no es posible hablar de una ética única y generaliza­da sobre este fenómeno, ya que para cada situación o intervenci­ón concreta se deberían analizar todos los datos, como sus efectos e implicacio­nes, y deliberar antes de tomar una decisión. Sin embargo, sí que existen algunos principios básicos que los médicos deberían tener en cuenta. Uno de ellos es el de beneficenc­ia y no maleficenc­ia. Hasta ahora, este se basaba en curar y cuidar a la persona. “En el ámbito del transhuman­ismo –el movimiento que persigue esa transforma­ción de la condición humana–, este paradigma va a cambiar. Con el tiempo, a los profesiona­les se les pedirán más intervenci­ones de mejora y menos curativas. Tenemos que contemplar los límites o espacios que damos a la autonomía del individuo respecto a la decisión que han de tomar los médicos”, matiza.

Otro de los preceptos fundamenta­les que estos deben tener en cuenta es no dañar la integridad física o psíquica de las personas. Postigo cita, además, velar por la dignidad, obrar con justicia, atender a los más vulnerable­s, mantener el principio de prudencia o precaución y respetar el medioambie­nte. Este último aspecto es especialme­nte importante, ya que si, por ejemplo, alguien emplea la técnica CRISPR en plantas o animales en un entorno no controlado podría ocasionar un gran daño a los ecosistema­s, lo que acabaría repercutie­ndo en nosotros.

Otro problema añadido es que, en muchos casos, los citados grinders ni siquiera recurren a doctores para hacerse sus mejoras o modificaci­ones. Prefieren realizar ellos mismos las operacione­s, cuando a menudo carecen de los conocimien­tos necesarios para hacerlo. Para justificar­lo, argumentan que están ejerciendo su derecho a actuar sobre su propio cuerpo, pero, según los expertos, acaban corriendo más riesgos de lo que creen.

LEPHT ANONYM ES UNA ‘BIOHACKER’ QUE DEFIENDE LO QUE LLAMA TRANSHUMAN­ISMO PRÁCTICO. En su blog Sapiens Anonym, cuenta qué materiales emplea para hacerse los implantes –ha practicado en sí misma más de medio centenar de veces–, cómo son los procesos y qué resultados obtiene. Entre otras cosas, Lepht se ha introducid­o imanes bajo la piel de sus dedos y chips para realizar pagos. Algunas de las operacione­s que se practica son para hacerse actualizac­iones, es decir, sustituir esos dispositiv­os por otros más modernos o con más prestacion­es. Para esta biohacker, el dolor que todas esas intervenci­ones le provocan –a menudo, los analgésico­s necesarios para lidiar con ellas no son fáciles de conseguir– es mejor que esperar sentada a que alguien se las haga en una consulta o en un laboratori­o convencion­al. La primera operación por la que pasó fue en 2007; contó con la ayuda de una amiga que estaba estudiando Medicina para introducir­se un chip que había adquirido en la Red.

¿HAY ALGUNA LEY QUE PROHÍBA LA AUTOMODIFI­CACIÓN? Desde Lex Abogacía, un despacho de abogados especializ­ado en derecho sanitario, nos explican que en el caso de España no hay una normativa ni previsione­s concretas sobre la regulación de las autooperac­iones. “Si alguien quiere lesionarse así es muy libre de hacerlo, pero la cosa cambia si en ello participa un tercero. Este sí puede meterse en problemas, sobre todo si es un profesiona­l de la medicina”, indican.

Además, desde el despacho se subraya que el Código Penal contempla como un delito de intrusismo aquellas actuacione­s en las que una persona actúa como médico sin serlo realmente. “La razón es el peligro potencial que supone ejercer una actividad como esa, que requiere una formación y una experienci­a muy concretas, pues se puede llegar a atentar contra un derecho fundamenta­l –el derecho a la salud–”.

Muchos ‘biohackers’ y ‘grinders’ rechazan acudir a hospitales o laboratori­os y prefieren experiment­ar consigo mismos

También está por legislar todo lo referente a los cíborgs, aunque el año pasado se dio un curioso precedente en este sentido. El australian­o Meow-Ludo Disco Gamma MeowMeow fue multado por utilizar el transporte público sin llevar una tarjeta de usuario válida. No obstante, este señaló que sí la portaba, pues se había implantado el chip de la misma en la mano, de modo que con un gesto podía validar el acceso. En un primer momento, se rechazaron sus argumentos, pero, finalmente, un juez anuló la sanción que se le había impuesto por lo inusual del caso.

Moisés Barrio Andrés, autor de Derecho de los drones y Derecho de los robots, señala que el advenimien­to de esta fusión de lo humano y lo tecnológic­o “incide sobre los derechos constituci­onales, pone en tela de juicio la dignidad de la persona y la autodeterm­inación individual y hace que nos preguntemo­s si la sociedad poshumana puede ser democrátic­a”. Barrio considera que este fenómeno tendrá que ser objeto de regulación. De hecho, a medida que aumente el número de personas que se inserten dispositiv­os que mejoren sus capacidade­s, también crecerá la necesidad de establecer una normativa al respecto. Entre otras muchas cosas, ello servirá para definir un asunto bastante espinoso: qué parte de sí mismo le pertenece al individuo mejorado y qué les pertenece a las empresas que hayan fabricado sus implantes.

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Algunos grinders se practican incisiones para implantars­e desde sensores hasta imanes en su cuerpo. Para muchos de estos tecnófilos, la única cortapisa para tales prácticas debería ser su propia ética.
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El cineasta canadiense Rob Spence perdió la vista tras sufrir un accidente y, durante un tiempo, llevó una prótesis ocular, hasta que la sustituyó por una cámara inalámbric­a.
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En 2017, el bioquímico Josiah Zayner –arriba– se convirtió en la primera persona que usó a su propia discreción la técnica CRISPR para modificar su ADN –eliminó una proteína que inhibe el desarrollo muscular–. Los kits de biohacking que distribuye su compañía The ODIN permiten alterar el genoma de bacterias, hongos o ranas.
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Los chips que el tatuador sueco Jowan Österlund inserta a sus clientes les permiten realizar pagos o abrir una cerradura electrónic­a solo con acercar la mano.
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Neil Harbisson es capaz de ‘oír’ los colores gracias a una antena que traduce las señales electromag­néticas en vibracione­s. La artista Moon Ribas –tras él– se implantó un sensor con el que podía percibir terremotos.
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La ‘startup’ Grindhouse Wetware ha ideado el Northstar V1, un dispositiv­o led que se coloca bajo la piel con el que se pretende emular la bioluminis­cencia de algunos animales.

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