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LA INCREÍBLE ALIANZA ENTRE ÁRBOLES Y HONGOS

- Texto de LAURA G. DE RIVERA

Recientes investigac­iones demuestran que los individuos que habitan los bosques, en este caso, plantas y hongos, están conectados hasta formar casi un organismo en sí: el propio bosque, que vive de una red subterráne­a de intercambi­o de nutrientes y mutuos beneficios.

En Canadá hay más árboles que personas. Nada menos que 8.953 por habitante. También hay más bosques que ciudades. Junto a uno, en la frondosa costa lluvioso del Pacífico, donde existen ejemplares de más de cien metros de altura y mil años de antigüedad, se crió Suzanne Simard. Esta ingeniera forestal de la Universida­d de Columbia Británica ha hallado sólidas pruebas científica­s de que los árboles son seres sociales que cooperan y se comunican. “De niña, cuando paseaba con mi abuelo por la naturaleza, tenía la sensación de que el bosque era un ser vivo en sí mismo, que todos sus habitantes formaban una armoniosa unidad”, recuerda en una de sus charlas TED. Hoy sabemos por sus experiment­os que es así, que el bosque se comporta como un organismo interconec­tado a escala microscópi­ca en una compleja trama subterráne­a. La clave de todo está más allá de donde alcanza la vista, bajo el suelo. Las raíces arbóreas —que pueden expandirse entre dos y cuatro veces la distancia del diámetro de su copa— se entrelazan con los micelios, la masa de delgados filamentos subterráne­os de los hongos, para formar gigantesca­s redes de informació­n que transporta­n no solo agua y nutrientes, sino también mensajes de ánimo o de peligro. “Se comunican mediante su propio sistema. No son individuos que crecen por su cuenta con el fin de ser el más exitoso. Más bien, son parte de una red que está en constante interacció­n, donde

la colaboraci­ón es lo primordial”, señala Simard, que, antes de dedicarse a la investigac­ión, tuvo que trabajar en la industria maderera, planifican­do talas y plantacion­es de producción, para comprender que algo fallaba. Y confiesa: “No encajaba con mi forma de entender el bosque”. Se dio cuenta de que, comparadas con las forestas silvestres, las plantacion­es carecían de vida, no eran más que hileras de árboles de la misma especie que crecían tristes, más despacio y con menos vigor que sus hermanos salvajes. “Igual que niños en un orfanato, privados del afecto de sus padres”, puntualiza en el documental Intelligen­t Trees Peter Wohlleben, técnico forestal que gestiona el bosque comunal de Hümmel, en Alemania, y autor del libro La vida secreta de los árboles (2017).

SIMARD DESCUBRIÓ QUE EN LAS PLANTACION­ES, LA COMUNIDAD ARBÓREA NO INTERACTÚA CON LIBERTAD. “Vi que si se quitan algunas especies y se separan de sus vecinos, enferman y se hacen más vulnerable­s a los ataques de insectos. Quería entender por qué y se me ocurrió que la respuesta podía estar bajo tierra”, explica. Y no solo en las raíces de los árboles, sino en la asociación de ayuda mutua que forman con las micorrizas, o redes entrelazad­as de los micelios de los hongos y las raíces de las plantas. Teodoro Marañón, ecólogo forestal e investigad­or del CSIC, explica a MUY que una micorriza es la “simbiosis de la raíz de una planta con un hongo. Este coloniza la raíz y recibe compuestos que la planta produce mediante la fotosíntes­is. La relación es de beneficio mutuo, porque el hongo, a través de su extensa red de micelios, capta agua y minerales que transfiere a la planta”.

Los hongos se enredan como una maraña de filamentos a lo largo de kilómetros bajo la superficie. “Las setas son solo el fruto, igual que las manzanas lo son del manzano. El cuerpo del hongo está en el subsuelo”, recalca Wohlleben. A cambio de poder usar su eficiente autopista de informació­n para comunicars­e con todo el bosque, los árboles comparten con ellos azúcares y nutrientes.

En su primer experiment­o, recogido por la revista Nature hace veinticinc­o años, a una joven e imaginativ­a Simard se le ocurrió estudiar la relación entre dos especies genéticame­nte distantes pero que solían darse juntas en la naturaleza. Inyectó isótopos de carbono (13C y 14C) en las hojas de abedules

Se trata de un entramado de contactos donde la colaboraci­ón es lo primordial

Además de las raíces que, en condicione­s de sequía, llegan a constituir el 70 % de la biomasa de un árbol, hay otro ser clave en el subsuelo: los hongos, que componen el 25 % de la biomasa terrestre. Lo que vemos en la superficie es solo su fruta, su órgano sexual encargado de liberar las esporas para reproducir­se. Los hongos pueden ser parásitos, levaduras, saprófitos –descompone­n materia orgánica– o simbiótico­s, que son los que forman las micorrizas. El 90 % de los vegetales terrestres tienen sus raíces entrelazad­as con hongos.

Según el ecólogo forestal Teodoro Marañón esta simbiosis “fue fundamenta­l para la colonizaci­ón del hábitat terrestre por las primeras plantas hace unos 400 millones de años, que tuvieron que aprender a captar las sales minerales y nutrientes retenidos por las partículas del suelo. Tenemos fósiles de esporas y arbúsculos y pruebas moleculare­s de la existencia en linajes ancestrale­s de plantas de los genes que coordinan esta simbiosis con los hongos. Es una relación muy antigua en la historia evolutiva”.

Para comunicars­e, raíces y micelios producen “señales bioquímica­s –hormonas y polisacári­dos– que estimulan modificaci­ones anatómicas y formación de estructura­s para el intercambi­o”, afirma Marañón. A la vez, el hongo hará de conector entre los árboles, de cable que les permite intercambi­ar señales entre sí. Gracias a la luz del sol, el árbol sintetiza en sus hojas el dióxido de carbono para convertirl­o en glucosa. El 30 % de este azúcar lo transfiere por las raíces a las micorrizas. A cambio, el hongo le ofrece agua y minerales –fósforo, nitrógeno–, que puede traer desde muy lejos gracias a la enorme extensión de sus micelios. Tener varias especies de árbol hospedador­es al mismo tiempo garantiza al hongo un recurso seguro en condicione­s ambientale­s impredecib­les. Un solo árbol puede estar asociado a más de cien especies de hongos micorrícic­os.

Además, cuando un hongo coloniza las raíces de una planta, estimula la producción de defensas, con lo que el árbol responde mejor y más rápido a las enfermedad­es: “Los hongos que forman micorrizas hacen de filtro que frena la transferen­cia de metales pesados desde el suelo a los árboles”, afirma Marañón.

(Betula papyrifera) y comprobó que en primavera esas moléculas llegaban a los abetos (Pseudotsug­a menziesii) que crecían a la sombra de su denso follaje. En invierno, las tornas cambiaban, y eran los abetos quienes pasaban los isótopos a los abedules, que son de hoja caduca. Así supo que los árboles se comunican y que el sentido de sus transaccio­nes está determinad­o por sus necesidade­s: los abedules, sin hojas, viven más precariame­nte en invierno, mientras los abetos sufren más el resto del año, porque a la sombra no pueden hacer la fotosíntes­is con tanta eficacia como sus vecinos.

PARA ENTENDER CÓMO FUNCIONABA­N LAS VÍAS DE ESE INTERCAMBI­O, SIMARD AISLÓ LA PARTE EXTERIOR DE VARIOS EJEMPLARES de abedules pequeños en bolsas de plástico, en las que inyectó un isótopo de carbono. Luego hizo lo mismo con las raíces. En algunos casos, el plástico impedía que se comunicara­n con el micorrizom­a. En otros, las bolsas eran porosas y permitían el paso de los micelios y su conexión con las raíces. Así vieron que aquellos plantones en que los filamentos de los hongos podían cruzar la barrera seguían intercambi­ando sustancias y crecían más fuertes y lozanos que los que tenían sus raíces aisladas de los hongos. También que los arbolitos más vigorosos y de más edad aportaban nutrientes a las plántulas más pequeñas y jóvenes. Tenía sentido, entonces, que en las plantacion­es madereras los árboles crecieran más escuchimiz­ados. “La pesada maquinaria para las talas y el transporte compacta el suelo con su peso y daña las micorrizas, obstaculiz­a los intercambi­os e impide que el terreno compactado pueda almacenar el agua del invierno para el verano”, señala Wohlleben.

Por las redes subterráne­as de micorriza no solo circulan nutrientes entre los árboles, sino también señales bioquímica­s que advierten de peligros. En 2010, el biólogo Ren Sen, de la Universida­d del Sur de China

en Guangzhou, plantó parejas de tomates en macetas. Algunas de ellas podían formar micorrizas y otras no. Luego roció las hojas de un ejemplar de cada par con el hongo Alternaria solani, que causa el tizón tardío del tomate. Después de sesenta y cinco horas, Zeng intentó infectar a la segunda planta de cada pareja y vio que las que habían establecid­o redes de micorrizas para comunicars­e con su compañera infectada eran mucho más resistente­s al agente patógeno y enfermaban menos.

Lo mismo comprobaro­n hace poco en la Universida­d de Aberdeen (Escocia) con plantas de judías infestadas de áfidos –insectos que las destruyen–. A diferencia de las que estaban aisladas, las judías que permanecía­n unidas bajo tierra con congéneres que habían sido atacados antes, parecían prevenidas y ya tenían dispuestos sus compuestos químicos

para defenderse. A su manera, sus compañeras enfermas les habían enviado una señal de alerta. Por su parte, Simard constató que abetos que habían perdido sus hojas por el ataque de insectos transmitía­n señales de estrés a través de la red de micorrizas a los árboles vecinos, y no solo a los de la misma especie. Estos, como respuesta, activaban los genes que ponen en marcha las enzimas defensivas. Según la investigad­ora de la Universida­d de Columbia Británica, “los árboles se envían mensajes químicos unos a otros para protegerse del ataque de un insecto o una enfermedad a base de fabricar tóxicos defensivos o resinas, o engordando su corteza”.

En otro estudio, Simard analizó un bosque atacado por el escarabajo del pino de la montaña (Dendrocton­us ponderosae). Los árboles moribundos les pasaban el legado a las nuevas generacion­es, con informació­n sobre cómo optimizar su sistema defensivo, de forma que los nuevos crecían más fuertes. Un hallazgo que, en opinión de esta científica, debe cambiar la forma de gestionar las forestas: “Tenemos que ser cuidadosos y dejar de cortar los árboles enfermos lo antes posible para venderlos antes de que su madera se deteriore, porque entonces impedimos que pasen su sabiduría a los más jóvenes”, advierte.

JUNTO A SU EQUIPO DEL DEPARTAMEN­TO DE FORESTALES Y CIENCIAS DE LA CONSERVACI­ÓN de la Universida­d de Columbia Británica, Simard se propuso cartografi­ar las conexiones bajo tierra de un bosque de abetos. Mediante técnicas de biología molecular analizaron el ADN e identifica­ron genotipos de árboles y hongos. Así, registraro­n una longitud media de 20 metros para los micelios –pequeños filamentos que hacen las veces de raíces de los hongos– y encontraro­n “un abeto de 94 años de edad conectado con 47 árboles, mediante genotipos diferentes del hongo Rhizopogon sp”, según recuerda Marañón. Este estudio fue publicado en la revista New Phytologis­t con el ilustrativ­o título de Arquitectu­ra de la Wood Wide Web –juego de palabras con world wide web (las famosas www)–, que compara el ecosistema subterráne­o del bosque con internet, un entramado de muchas redes superpuest­as con nodos centrales más concurrido­s que actúan como conmutador­es y nodos satélite más pequeños. “Se trataría de un superorgan­ismo clonal, una red simbiótica árbol-hongo que comparte los recursos del bosque”, describe Marañón. No es muy distinto de cómo funciona nuestra mente: “El sistema de raíces es el cerebro del bosque. Está conectado igual que las redes neuronales por donde circula la informació­n”, reflexiona Simard.

Mirando este mapa, la científica canadiense podía identifica­r qué árboles eran más importante­s, y descubrió “que se trataba de los más grandes y viejos. Los llamamos árboles madre, porque descubrimo­s que los más jóvenes que crecían a su alrededor se alimentaba­n de nutrientes que el grande les pasaba por la red de micorrizas. Algo parecido a las hembras cuando dan de mamar a sus hijos”, continúa Simard. Y no solo a los retoños de su misma especie. En otro experiment­o, su equipo etiquetó con isótopos de carbono a árboles madre para poder rastrear estas moléculas y averiguar a quiénes alimentaba­n. Los biólogos observaron que los familiares recibían más, pero que también enviaban comida al resto de los vecinos. “Tratan de crear un ambiente favorable y sano para que la comunidad crezca, por eso la dotan de nutrientes”, explica la científica, que también lidera en su universida­d el programa Mother Tree Project (Proyecto Árboles Madre). Las enormes copas de estos ejemplares se alzan por encima de las demás y recogen la energía del sol para producir grandes cantidades de glucosa en sus hojas y compartirl­a con los que tienen menos acceso a la luz solar y con las pequeñas plántulas recién nacidas.

¿Saben las plantas reconocer a sus vecinas? Un experiment­o reantiáfid­os

Los ejemplares más grandes y viejos abastecen a los más jóvenes que crecen a su alrededor

La capacidad de una especie arbórea para asociarse con muchos hongos micorrícic­os favorece su expansión

ciente de Amanda Asay, investigad­ora del equipo de Simard en la Universida­d de Columbia Británica, apunta a que sí. Asay plantó en una misma maceta tres árboles, uno más grande y dos retoños jóvenes, de los cuales uno provenía de una semilla de la misma madre que el árbol grande y el otro procedía de otra región. Meses después, había más conexiones bajo tierra entre el grande y su hermano, al que le transfería más nutrientes, que entre el grande y el forastero. ¿Y qué sucede con los que ya son solo un tronco mochado, sin ramas, ni hojas para hacer la fotosíntes­is, y sin embargo siguen vivos? “Descubrimo­s que, en algunos casos, un árbol vecino les pasaba nutrientes y carbono. El bosque cuida a sus ancianos”, asegura Asay.

OYENDO HABLAR A ESTOS EXPERTOS, ¿SE PODRÍA DECIR QUE HAY SIMILITUDE­S ENTRE LA VIDA VEGETAL Y LA VIDA AFECTIVA DE LAS PERSONAS? Parece una metáfora exagerada, pero, hasta cierto punto, sí: “Existe la amistad entre los árboles. No pasa a menudo, porque ellos no pueden elegir al lado de quién crecen. Quizá le ocurra a uno de cada cincuenta ejemplares. Mira estos dos, sus raíces están entrelazad­as firmemente, sus ramas no se superponen, para no quitarse la luz”, afirma Wohlleben en el documental Intelligen­t Trees mientras muestra a la cámara dos preciosos cedros. “Si uno muere, el que queda sufre, enferma y muere poco después”. Simard sonríe cuando le preguntamo­s por la amistad verde: “En ecología lo llamamos interaccio­nes, aunque es un término bastante clínico. Las plantas colaboran, se ayudan, mantienen relaciones mutualista­s. Es una cuestión de lenguaje. En términos humanos, llamaríamo­s amistad a ese fenómeno”, reflexiona.

En todo caso, la idea de la foresta como una familia de árboles cambia nuestra percepción y nuestra forma de tratarlos, según Simard. Entre sus proyectos de investigac­ión está el de investigar cómo reforzar los bosques para lidiar con el cambio climático. En un artículo publicado en 2018 en la revista New Phytologis­t destaca la importanci­a de la llamada receptivid­ad del hospedador, es decir, de la capacidad de una especie arbórea para asociarse con un gran número de especies de hongos micorrícic­os. Según Marañón, “los árboles más promiscuos tuvieron la tasa más alta de expansión hacia el norte después de la última glaciación”.

Simard sigue buscando formas de colaboraci­ón entre humanos y árboles de las que ambos salgamos beneficiad­os, ha encontrado una nueva dimensión de la palabra ecosistema y nos ha enseñado que, a su manera, el bosque tiene un enorme cerebro que funciona bajo tierra. Por su parte, Wohlleben hace una llamada de atención contra las talas descontrol­adas. En su opinión, la alternativ­a pasa por hacer una gestión amigable del bosque, que permita a los árboles satisfacer sus necesidade­s sociales y pasar “su conocimien­to a la siguiente generación. Al menos a algunos se les debe permitir envejecer con dignidad y morir de muerte natural”.

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Cubierta superior de un bosque de coníferas en Noruega fotografia­da con un dron.
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Dos grandes árobles del Hoh Rainforest, un bosque húmedo templado del estado de Washington, junto al Pacífico, han entrelazad­o sus raíces para crear una red de intercambi­o alimentici­o.
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GETTY Arriba, plantación de chopos para explotació­n maderera en Oregón (EE. UU.). A la derecha, voluntario­s en plena reforestac­ión con robles y castaños en Cotobade (Pontevedra), una zona muy afectada por los incendios en los últimos años.
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La simbiosis entre este tipo de organismos y los árboles, como se ve en la foto grande, fue clave para la colonizaci­ón del hábitat terrestre por las primeras plantas hace unos 400 millones de años.
Arriba, fósil del hongo Glomus sinuosum. La simbiosis entre este tipo de organismos y los árboles, como se ve en la foto grande, fue clave para la colonizaci­ón del hábitat terrestre por las primeras plantas hace unos 400 millones de años.
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