CUANDO LA CIENCIA SE INSPIRA EN LA MITOLOGÍA
Es innegable la fascinación que, desde siempre, ha ejercido sobre nosotros la mitología clásica: dioses, héroes y titanes que evocan historias y hazañas fabulosas. En su libro Del mito al laboratorio (Ediciones Cálamo), el químico y divulgador Daniel Torregrosa habla de cómo la ciencia ha acudido a menudo a la mitología para bautizar planetas, constelaciones, animales, plantas o elementos. Aquí nos habla, por ejemplo, de Plutón, la deidad del inframundo que dio nombre al planeta descubierto en 1930, degradado a la categoría de planeta enano en 2006. También aparece Europa, raptada por Zeus y madre de tres de sus hijos, que no solo denomina a nuestro continente, sino también a un elemento químico –el europio– y a una luna de Júpiter; o Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para entregarlo a los humanos, condenado a ver cómo un águila devoraba cada día su hígado, que se renovaba por la noche solo para ser de nuevo devorado al día siguiente. Hay una luna, en Saturno, que se llama así, y un elemento químico, el prometio, que asimismo hace alusión a él. Existen muchos más ejemplos –Torregrosa cita en su libro casi sesenta– de dioses y héroes grecolatinos a los que se ha recurrido en la historia de los descubrimientos científicos: Urania, hija de Zeus y musa de la astronomía, presta su nombre a un asteroide; Neptuno, el dios de los océanos, fue el elegido para bautizar al octavo planeta de nuestro Sistema Solar y al neptunio, un elemento químico sintetizado en 1940. Y de Eolo no solo proviene el término eólico, ya que también se llama como el dios del viento un satélite lanzado al espacio en 2018.
Además, es curioso comprobar cómo los metales se han asociado a diversas deidades clásicas: el hierro –material para construir espadas–, con Marte, el dios de la guerra; el plomo, pesado y mate, con Saturno; el estaño, con Júpiter; y el metal líquido, también llamado azogue o plata líquida, con Mercurio.
Este último, el mensajero de los dioses, volaba a toda velocidad con sus alas en las sandalias. Por eso, cuando se descubrió el primer planeta del Sistema Solar, no hubo dudas: se llamaría Mercurio, el pequeño, el vivaz, que tarda apenas 88 días en trazar una órbita completa alrededor del Sol.