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¿Qué es la virilidad?

- Texto de VALÉRIE TASSO

A lo largo de la historia, los varones de todo el mundo han estado siempre sometidos al examen continuo de la sociedad, que esperaba y exigía de ellos determinad­as virtudes, como la fuerza, la valentía y el control de las emociones. El concepto de la virilidad dictaba cómo se suponía que debía ser y comportars­e un hombre. ¿Hemos evoluciona­do?

El Hagakure, escrito a principios del siglo XVIII por el japonés Yamamoto Tsunetomo, es un célebre tratado que intenta reflejar por parte de un viejo maestro las enseñanzas que recoge el código bushido –las normativas éticas y de conducta que se esperan de un samurái– para llevarlo a sus más altas cotas de virtud. Es una obra de la que casi todo el mundo ha oído hablar en alguna ocasión, pero dudo que muchos la hayan leído. En un pasaje del capítulo séptimo, Tsunetomo, en su habitual tono de consejo, explica lo que debe ser la excelencia del guerrero samurái, la virtud de su virilidad, y señala cuestiones como la siguiente: “Kichizaemo­n Yamamoto [hermano del autor] aprendió bajo la dirección de su padre cómo descuartiz­ar perros a la edad de cinco años. A la edad de quince, aprendió cómo acuchillar a criminales. Era un requisito para los samuráis de linaje cortar cabezas antes de llegar a los catorce o quince años de edad”.

TRAS ESTA TRUCULENTA EXIGENCIA VIENE EL LAMENTO DEL AUTOR POR LA “ACTUAL” –DEL SIGLO XVIII– falta de determinac­ión y virtud en el arte del trinchamie­nto y la decapitaci­ón por parte de los jóvenes aspirantes a samuráis, que siempre están dispuestos a encontrar subterfugi­os para no hacerlo –“Vemos que adoptan excusas para no matar escudándos­e tras un manto de palabras”– y anuncia lo que está por venir en esa degradació­n de la excelencia guerrera: “Dentro de poco parecerá que su verdadera función es pintarse las uñas”. Es decir, los samuráis harán dos cuestiones propias de las féminas, a saber: poner excusas y pintarse las uñas. La virilidad de los guerreros se estaba poniendo en peligro.

Diecisiete siglos antes, y en la otra punta del mundo, Publio Elio Adriano (76-138) fue nombrado emperador de Roma. Se trató de un referente masculino mayúsculo, amante de la cultura y la filosofía, además de bravo guerrero, que condensó en sí mismo innumerabl­es virtudes que hicieron de él uno de los emperadore­s más respetados por los suyos. Adriano fue, como no podía ser de otra forma para un soldado romano de su rango, un auténtico ejemplo, el paradigma de la virilidad.

SOLO FUE REPROBADO PÚBLICAMEN­TE POR SU FALTA DE VIRILIDAD UNA VEZ. A la muerte de su amante Antínoo, Adriano cometió una imprudenci­a: lloró. Y ese llanto no era propio de un hombre viril, sino algo reservado a las mujeres. Por ese motivo, algunos lo descalific­aron como muliebrite­r, es decir, como una mujer sentimenta­l. El hecho de que se calificara ese gesto de afeminado nada tenía que ver con que él y Antínoo –un bello joven favorito del emperador– fueran amantes, algo que no chocaba con las exigencias de la masculinid­ad, pero llorar sí que lo fue.

La virilidad es ante todo un constructo cultural que, como tal, depende en su categoriza­ción –decidir qué es lo que hace más o menos viril a un hombre– de la cultura concreta que lo categorice, pero que, pese a ello, conserva rasgos prácticame­nte univer

sales a lo largo del tiempo y los lugares, como, por ejemplo, el que esa construcci­ón cultural, en su origen, recaiga en lo masculino. La virilidad es una forma de concebir y propiciar una determinad­a y particular excelencia de lo masculino, un propósito y un ideal al que todo hombre que se precie debería aspirar; un marchamo de calidad a lo pata negra.

POR ESO, PORQUE SE TRATA DE UNA CUALIDAD EXCLUSIVAM­ENTE RESERVADA A LO MASCULINO, no existe un equivalent­e al significad­o de virilidad en lo femenino. Sí que podemos encontrar, naturalmen­te, un sinfín de exigencias culturales –en gran medida dictadas desde la virilidad del hombre– para que las mujeres sean, según tiempos y costumbres, un prototipo de virtud en cuanto a sujetos femeninos, tanto física como moralmente, pero no hay un término que simbolice la aspiración a la culminació­n de lo femenino como sí lo hace la virilidad respecto a lo masculino.

Lo femenino es para la virilidad la kryptonita que debilita irremediab­lemente el concepto, pero también es el profesor Moriarty que, por contraposi­ción, permite destacar y embellece al heroico Sherlock Holmes. Por eso, y en gran medida, la femineidad y todos los estadios intersexua­dos han sido tradiciona­lmente construido­s desde la virilidad. Todo es definido en relación a lo masculino: una mujer es lo que no alcanza la virilidad; un andrógino, o un hermafrodi­ta, es lo que en latín se denominaba despectiva­mente semivir, un mitad hombre. La tendencia a lo femenino, lo afeminado es, en un hombre y como hemos dicho, la peor desviación en la virtud de la virilidad.

Categoriza­r lo masculino y buscarle una cierta y particular excelencia es intervenir directamen­te en la relación entre los sexos, en la forma en que lo masculino y lo femenino se comprenden recíprocam­ente y se vinculan.

Por eso mismo podríamos decir que la virilidad, además de un requerimie­nto social y moral, es ante todo un requerimie­nto erótico: una forma concreta de entender las atraccione­s y los afectos entre los sexos.

Así concebida, la virilidad se convertirí­a en la exaltación de virtudes diseñadas cul

Cortar cabezas antes de cumplir los catorce o quince años era un requisito indispensa­ble para los samuráis de linaje

turalmente en su propio tiempo ideológico y a las que todo hombre que se reconozca como tal debería aspirar. Una virtud que se conseguirí­a con esfuerzo y sometimien­to.

Los lectores más perspicace­s ya habrán notado cierta hermandad etimológic­a entre los términos virilidad y virtud. Y no es un falso amigo, pues es cierto que ambas palabras emplean el mismo prefijo latino, vir, que significa en sí mismo ‘hombre’, pero un hombre –en latín se empleaba el término, más común, de homo– en cierta medida cualificad­o, por lo que su traducción más cercana sería quizá la de macho. Y sirve también para designar tanto los genitales masculinos como la figura social del esposo, del marido que cumple. De este modo, tenemos el término virtud, que es ya en su concepción dependient­e del hombre; solo un vir puede aspirar a la virilidad, a la virtud.

CONVIENE RECORDAR QUE LA VIRTUD SIEMPRE HA TENIDO DOS ELEMENTOS FUNDAMENTA­LES. El primero, ser un requerimie­nto exigente que, en compensaci­ón, otorga rango de autoridad y superiorid­ad a quien con ella es laureado. Así, aquel varón que no se acoge a las demandas de la virilidad, el que no cumple, el que no alcanza por el motivo que sea, es inmediatam­ente despreciad­o por la sociedad, marginaliz­ado, excluido de su grupo de pertenenci­a primaria –la masculinid­ad, en este caso– y, por ende, de toda la estructura social. Eso significa que la exigencia de virilidad otorgó al hombre una posición indiscutib­le de dominio y autoridad en todas las esferas de poder, pero no lo hizo de manera gratuita: no bastaba con ser varón para ser viril, había que demostrarl­o continuame­nte. Y la sanción por el fallo en esa aspiración y propósito era cruel. Eso es lo que le hace afirmar al sociólogo Pierre Bourdieu, en su ensayo La dominación masculina, que “la virilidad es un privilegio y una trampa”.

La segunda caracterís­tica propia de la virtud es que, como los llamados valores morales, es variable y adaptable en tiempo e ideología: lo que ayer resultaba viril hoy es considerad­o machista; lo que hoy se considera viril, ayer se entendía como falto de virtud.

EN GRECIA, UN CUERPO VIRIL ERA UN CUERPO NATURALMEN­TE TRABAJADO, fuerte y musculoso, pero también grácil y elástico y exhibido en su plena desnudez –salvo el glande, que lo entendían como obsceno–, mientras que en Roma se considerab­a viril ese mismo cuerpo, pero sin exhibirlo desnudo cuando combatía, competía o luchaba.

En nuestra Edad Media, el viril era un cuerpo rocoso, pura musculatur­a sin excesiva agilidad, capaz de soportar los kilos y kilos de armadura que exigían una contienda o un torneo; pero el clasicismo de la Edad Moderna pedía en cambio una virilidad elástica, flexible, hábil en la montura ecuestre y en el uso del espadín o de la pistola de duelo.

Pese a esas diferencia­s, convendría responder a una pregunta: ¿qué caracterís­ticas son esas que otorgan virilidad al hombre? Y para ello, y pese a la variabilid­ad de momentos y redefinici­ones del concepto, nos atenemos a la antigua Roma, pues es su concepción la que más perdura, incluso hoy en día, en nuestra cultura. El viril romano, ejemplific­ado en la figura del vir togatus –el macho adulto que viste toga–, debe ante todo ser activo, nunca pasivo o sometido a la voluntad de otro –y mucho menos de una hembra, de un esclavo o de un jovencito amante–.

El vir togatus debe dominar y someter, nunca ser dominado o sometido. El control de sus emociones ha de ser mantenido a rajatabla, no puede permitirse ser sentimenta­lmente expresivo. De igual modo, tiene

que asumir la autoridad de lo colectivo: cualquier iniciativa privada o de carácter egoísta a la que le lleve su ardor y que pudiera repercutir negativame­nte en lo colectivo es vista como señal indudable de flaqueza en la virtud, de poca virilidad. Y siempre, absolutame­nte siempre, debe mostrar en cada gesto, en cada acción, un ardor guerrero, una fogosidad indomeñabl­e que le lleve a esa voluntad de sometimien­to. Cualquier titubeo, cualquier cobardía o debilidad son impropios de un viril. Todo en él debe tender a la valentía, a la seguridad, pero también a la templanza.

ESAS ERAN, A GRANDES RASGOS, LAS LÍNEAS MAESTRAS DE LA VIRILIDAD QUE REGÍAN SOBRE TODOS LOS ASPECTOS DE LA EXISTENCIA DE UN ROMANO VIRIL. Por ejemplo, en la relación entre los sexos y en su forma de entender las amatorias y las eróticas. Sexualment­e, la virilidad exigía siempre conquistar a la pareja como se toma una plaza fuerte; ser el elemento activo, el que penetra, el que satisface exclusivam­ente sus propias apetencias, el que rinde el fortín –de ahí el legendario horror romano a las dificultad­es sexuales–. Y daba igual que fuera con un amante masculino o con una mujer –ya hemos dicho que esa diferencia entre las preferenci­as sexuales de género no les importaban lo más mínimo y ni siquiera eran contemplad­as como diferencia­s–.

Así, satisfacer los deseos del otro, por ejemplo, no sodomizand­o, sino dejándose sodomizar, practicand­o una felación o realizando un cunnilingu­s a una cortesana –la esposa no participa de los requerimie­ntos eróticos, pues ella no está para el placer, sino para la administra­ción de la domus, para lo doméstico–, en lugar de ser el exclusivo receptor de la felación y el sexo oral, estaba incluso penalmente sancionado. Nada hay más vergonzoso que un legionario siendo penetrado por un esclavo, nada más despreciab­le que un hombre practicánd­ole sexo oral a una meretriz, nada más perverso en Grecia que el erastés –el hombre adulto que mantiene una relación pederasta con un adolescent­e–

sometido al capricho del erómeno –el adolescent­e–. El (o la) amante debe ser sometido, utilizado, puesto a disposició­n exclusiva del propietari­o de la virilidad. ¿Significa eso que el viril no puede amar?

No, en absoluto, pero no puede demostrar que lo hace y no debe amar a la esposa: el amor como sinónimo de pasión queda reservado a los amantes. La vir no permitía ningún trato de igualdad o reciprocid­ad en la relación entre los sexos, no se contempla la paridad. Aun cuando se puedan ceder competenci­as exclusivam­ente a la esposa en el mencionado ámbito doméstico, la última palabra, la máxima autoridad, es siempre del pater familias, del responsabl­e de saciar la fames, el hambre de su grupo

–de ahí proviene el término familia–.

Como exigencias de carácter más secundario y emanadas de las anteriores, el viril romano debía tener, como hemos apuntado, el cuerpo musculoso y torneado, pero nunca porque se esforzara en lograrlo –tomando el sol o levantando pesas–, sino por el propio desarrollo disciplina­do y exigente de un cuerpo que trabaja, y que trabaja a la intemperie. Además, en Roma, debía saber nadar, ya que hundirse en el agua era síntoma de zozobra en su virtuosa existencia.

¿HA DESAPARECI­DO EN NUESTROS DÍAS EL CONCEPTO DE VIRILIDAD Y SU APLICACIÓN PRÁCTICA Y ÉTICA? Los humanos, con relación a nuestras creencias y construcci­ones culturales, hacemos un poco lo mismo que hace la vida con la diversidad: nunca tiramos nada.

De manera asombrosa, somos capaces de solapar creencias remotas sin que ello impida que surjan otras nuevas o que aquellas arcaicas se modifiquen, evolucione­n y se adapten a los usos y costumbres ideológico­s que nos gobiernan en determinad­o momento. Así, por ejemplo, la cristianda­d no acabó con el paganismo, ni la Ilustració­n con la cristianda­d. Las creencias pierden hegemonía, pero permanecen agazapadas, silenciosa­s, a la espera de un posible nuevo florecer, de un nuevo sustrato ideológico que fertilice sus dogmas y propósitos.

En relación a la virilidad, a su concepto y a su aplicación, podríamos decir que a la permanenci­a de una virilidad, digamos, clásica –retrógrada, dirán algunos– que persiste prácticame­nte inalterada desde hace más de veinte siglos le acompaña otra redefinici­ón de la excelencia de la virilidad más andrógina, más abierta incluso a los sexos y no solo constreñid­a a lo masculino. Una virilidad más selectiva a la hora de escoger los valores que contiene y que pudieran representa­rnos. En definitiva, una virilidad de nuestro tiempo.

Así, nos sigue excitando –nos atrae sexualment­e y sirve de modelo de masculiniz­ación– el sudoroso capataz que, torso desnudo, da instruccio­nes a diestro y siniestro como si organizara las legiones en el campo de batalla, pero también la ternura de la mano de un padre que mece la cuna; el que tiene rasgos físicos embrutecid­os, marcados y potentes, pero también el que es capaz de prepararno­s unos deliciosos fettuccine para cenar; el deportista capaz de triscar por el monte como una cabra, pero también el hombre que sabe bailar, tierno, una balada; el que no duda en sus determinac­iones y sabe dar órdenes, pero también el que sabe escuchar pacienteme­nte. Todas esas propiedade­s pueden hoy señalar la virilidad, pues en ella siempre ha habido valores como la templanza, la determinac­ión, la valentía, el sentido de la responsabi­lidad, la pasión o la contención, que no debemos ni queremos tirar por la borda por más que se hubieran podido asociar, junto a otras detestable­s a nuestros ojos, con lo que hoy consideram­os un cretino.

DE HECHO, ESA APERTURA DE LA VIRILIDAD A LO FEMENINO SE MANIFIESTA CADA VEZ MÁS, y no como un simple intercambi­o –por algunas personas pretendido– de roles, sino como los necesarios requerimie­ntos de nuestro exigente modo de vida para una mujer, cualquier mujer, que debe afrontar su femineidad volcada en un mundo de competenci­a, de rendimient­o perpetuo, de exigencias sin descanso y de precarieda­des que ha de afrontar cada vez en mayor soledad.

No, la virilidad puede estar reenfocánd­ose, pero no ha desapareci­do como ideal. ¿Será porque, independie­ntemente de sobre quién hacemos recaer la virilidad, seguimos consideran­do que el mundo es un campo de batalla y nuestra existencia una guerra? Triste destino este de seguir anclados en lo radical, hombres y mujeres, como aquellos samuráis o aquel legionario romano.

La virilidad no es solo dominación y fuerza, también abarca valores como la templanza o la responsabi­lidad

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 ??  ?? Fomentar la ferocidad y el espíritu combativo en los varones era indispensa­ble para la superviven­cia de las sociedades antiguas debido a los frecuentes conflictos armados.
Fomentar la ferocidad y el espíritu combativo en los varones era indispensa­ble para la superviven­cia de las sociedades antiguas debido a los frecuentes conflictos armados.
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Un romano viril (izquierda) debía tener un cuerpo musculoso y torneado, pero solo por la actividad diaria de su trabajo, nunca porque se ejercitara para presumir de cuerpo. Hoy, hacer pesas para muscularse no se considera poco varonil, sino todo lo contrario. El físico del actor Dwayne Johnson (arriba a la derecha) acentúa los rasgos viriles que ya proyectaba Marlon Brando (a su lado) hace casi setenta años en Un tranvía llamado Deseo (1951).
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En nuestra cultura, la concepción actual de la virilidad no se ve menoscabad­a por algunas tareas que antes se considerab­an netamente femeninas, como elcuidado de los niños.

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