residuos: el gran reto de las nucleares
Hospitales, instituciones científicas, complejos militares y, sobre todo, centrales nucleares generan desechos radiactivos. Especialmente delicados son los de alta actividad, cuya desintegración completa puede durar milenios y a los que se sigue buscando destinos permanentes y superseguros. Te contamos los últimos avances para afrontar este importante reto.
En septiembre de 1987, dos hombres de la ciudad brasileña de Goiânia entraron en un hospital abandonado en busca de chatarra. Allí encontraron una máquina y, tras desmontarla, sacaron de ella una cápsula, metida en una caja de plomo, que vendieron a un chatarrero. Nadie sabía que esa máquina había sido una unidad de radioterapia contra el cáncer. Dentro de la ampolla había 19 gramos de cesio-137, un emisor de radiación beta –electrones– con un periodo de semidesintegración –el tiempo que tiene que pasar para que desaparezca la mitad de la muestra– de algo más de treinta años. Un día, el chatarrero, Devair Ferreira, vio cómo la cápsula despedía un brillo azulado: era la radiación de Cherenkov, la luz que producen los electrones emitidos por el cesio radiactivo. Le pareció algo muy bonito y se lo llevó a casa; vecinos y familiares pasaban para ver el espectáculo. Ferreira abrió la cápsula y empezó a repartir el peculiar polvillo que había en su interior, que algunos se aplicaban en la piel y otros admiraban y tocaban mientras comían.
A CONSECUENCIA DEL INCIDENTE, 244 PERSONAS RESULTARON CONTAMINADAS y cuatro murieron. Se demolieron el depósito de chatarra y decenas de casas, mientras que cientos de objetos, desde refrigeradores a sofás, e incluso árboles y animales, fueron tratados como residuos nucleares. En total, 6.000 toneladas de material se enterraron a veinte kilómetros de la ciudad. Este es un buen ejemplo de que no todos los accidentes nucleares tienen que ver con las centrales: también afectan a fábricas de armas, como la de Kyshtym (URSS), en 1957, o de combustible para submarinos, como la de Windscale (Gran Bretaña), en 1957; a instalaciones sanitarias, como el Hospital Clínico de Zaragoza, en 1990; o a plantas de reprocesamiento de residuos radiactivos, como la de Tokaimura (Japón), en 1990. Todos estos sucesos son recordatorios de los riesgos que corremos cuando usamos tecnología nuclear. Pero conviene ponerlo en contexto:
es lo que lleva sucediendo desde que los humanos aprendimos a controlar el fuego y desarrollamos las primeras herramientas. No hay tecnología sin contraindicaciones, y cada una tiene sus propios fantasmas. Así, la industria química sufrió la catástrofe de Bhopal (India), con cerca de 16.000 muertos; la farmacéutica, el escándalo de la talidomida, medicamento para embarazadas que produjo malformaciones a 10.000 bebés; la hidroeléctrica, el desbordamiento de la presa Banquiao (China), que acabó con la vida de 250.000 personas; y la industria automovilística, los 1,3 millones de personas fallecidas cada año por accidentes de tráfico en todo el mundo, según la OMS.
AL FINAL, LA PRINCIPAL CUESTIÓN SOBRE EL USO DE UNA TECNOLOGÍA NO RADICA EN QUE EXISTA UN PELIGRO –SIEMPRE LO HAY–, sino si estamos dispuestos a asumirlo. Esto ocurre precisamente con los coches: es la tecnología que más muertes provoca en el mundo, pero no tenemos problema en utilizarla. Lo cual nos lleva a otro punto: nuestra incapacidad intrínseca a la hora de analizar situaciones arriesgadas. Sabemos distinguir entre lo que no comporta ningún peligro y lo que sí, pero somos incapaces de diferenciar algo que tiene, por ejemplo, una posibilidad entre 10.000 de producirnos algún perjuicio de otra cosa que arroja una probabilidad entre cien.
Al final, no nos preocupa si el riesgo es alto o bajo, sino si simplemente existe. Esto hace que acabemos tomando decisiones desde posturas emocionales, con independencia del nivel de información a nuestro alcance. Es algo que la industria biotecnológica conoce muy bien: por más que se esfuerce en dar información objetiva, o aunque insista en afirmar que en más de treinta años de uso no ha habido ningún problema, la proporción de la población contraria a los transgénicos agrícolas seguirá opinando lo mismo.
De todos los inconvenientes de la energía nuclear, su verdadero caballo de batalla con la opinión pública son los residuos que genera. Para entender el problema hay que tener en cuenta tres factores: que no todos son iguales, que los tendríamos aunque nunca hubieran existido las centrales –debido al uso de productos radiactivos en medicina y en la industria, como hemos visto antes– y que todo es cuestión de la cantidad que se acumula.
En España, se clasifican en función de su actividad –baja, baja-media y alta– y de su periodo de semidesintegración –corta y media si es inferior a treinta años, y larga si es mayor–. Evidentemente, los más problemáticos son los de alta actividad: aquí figura el combustible gastado en los reactores, el desecho industrial más peligroso del mundo. Pero acerquémonos a una central nuclear típica: ¿qué cantidad de residuos radiactivos produce? La electricidad que necesita una persona en un año deja treinta gramos de combustible usado. Claro que ese no es el único problema, porque los elementos radiactivos también provienen del reactor, los filtros, el plástico, la ropa de trabajo o del grafito que se introduce en el núcleo para controlar la reacción. Este último, muy peligroso, se puede almacenar en recipientes es
peciales porque no genera demasiado calor. Hablamos del grupo de baja y media actividad, que aunque representa el 97 % del volumen total de los desechos de una central, solo genera el 1 % de la radiactividad. Esto quiere decir que el combustible usado para producir energía contabiliza el 3% restante en volumen y contiene el 95% de la desintegración nuclear, por lo que debe estar protegido y refrigerado de forma indefinida.
¿CUÁNTOS RESIDUOS DE ALTA ACTIVIDAD HAY EN EL MUNDO? Debido al secretismo militar, resulta imposible saber cuánto se ha acumulado en los casi ochenta años que lleva funcionando esta tecnología, pero cálculos del Organismo Internacional de la Energía Atómica afirman que se guardan alrededor de 22.000 metros cúbicos en almacenamientos temporales de catorce países occidentales. De los residuos generados en China y Rusia o los existentes en instalaciones militares solo se puede especular. La citada cifra quiere decir que todo el combustible usado en centrales nucleares desde finales de la década de los 50 ocuparía una superficie de un campo de fútbol y una altura de unos tres metros. ¿Es mucho? Pues para hacernos una idea, equivale a la basura que las centrales eléctricas de carbón producen cada hora.
La gestión de estos desechos está estandarizada. Idealmente, una vez extraídos del reactor se introducen en unas piscinas llenas de agua dentro de la propia central, donde se mantienen durante cinco años para ser enviados después a lugares específicos de almacenamiento: los famosos cementerios nucleares. El problema es que todavía no hay ninguno en funcionamiento, así que suelen llevarse a depósitos temporales o, si estos tampoco existen, se quedan en la propia piscina de la central, que es lo que sucede con el combustible gastado en España.
El resto de los residuos –de baja y media actividad– se guardan en superficie bajo escrupulosas medidas de seguridad. En nuestro país, eso se hace en El Cabril (Córdoba). Supone todo un avance si tenemos en cuenta que, entre 1949 y 1982, los Gobiernos decidieron almacenar los desechos de baja actividad de la forma más barata posible: arrojándolos al mar. Gran Bretaña, Bélgica, Países Bajos, Francia, Suiza, Suecia, Alemania e Italia tenían su vertedero en la Fosa Atlántica: unas 140.000 toneladas de residuos nucleares metidos en bidones de acero y hormigón se encuentran ahora en el fondo del océano. Los últimos en emplear este método fueron los neerlandeses, a finales de 1982.
A largo de los años se han barajado distintas propuestas para gestionar los residuos de alta actividad, algunas poco prácticas, otras demasiado caras y unas cuantas muy alocadas. Entre ellas,
En las centrales nucleares, el 3 % de los residuos procede del combustible usado, pero genera el 95 % de la radiactividad
se pueden citar la de enviarlos al Sol, aislarlos en roca sintética, enterrarlos bajo grandes capas de hielo, almacenarlos en las islas más aisladas del mundo o enterrarlos en pozos verticales de hasta 5.000 metros de profundidad. La última opción, actualmente la preferida por los expertos, recibe el nombre de almacenes geológicos profundos (AGP).
POR SUPUESTO, ESTA SOLUCIÓN NO ESTÁ EXENTA DE POLÉMICA SOCIAL, porque a muy pocos les hace demasiada gracia tener un cementerio nuclear a tiro de piedra de su casa. En Estados Unidos, por ejemplo, todos los desechos peligrosos deberían estar sepultados en el Yucca Mountain Nuclear Waste Repository, en el estado de Nevada. Se empezó a construir en 2002, pero la Administración de Barack Obama canceló el proyecto nueve años después debido a la presión pública. En una situación similar se encuentran Francia, Alemania y el Reino Unido. Las autoridades británicas ofrecen a los municipios que acepten alojar el cementerio 2.900 millones de euros anuales, pero aun así nadie lo ha pedido. Hasta que encuentren un emplazamiento, los residuos se almacenan provisionalmente en Sellafield, el lugar donde se construyó la primera central nuclear industrial del mundo.
Por su parte, Alemania tiene su cruz en la antigua mina de sal de Asse, en la Baja Sajonia. Allí están almacenados más de 126.000 barriles con residuos de media y baja actividad, aunque hay un problema: las filtraciones de agua, que ponen en peligro la integridad estructural de las instalaciones. Entre 1988 y 2008 fueron localizados 32 puntos de entrada de salmuera –agua con sal– en la parte sur de la mina, y en 2008 se registró la entrada de doce metros cúbicos al día. Dos años después, se decidió recuperar los
barriles –un proyecto milmillonario– y en 2016 se fundó la empresa para la eliminación de desechos radiactivos (BGE). Según uno de sus expertos, el ingeniero de minas Thomas Lautsch, tendrán que construir una mina de recuperación –más que un nuevo pozo– y una instalación de almacenamiento provisional. Para ello, Alemania recibió en 2017 una ayuda de 24.100 millones de euros de la Unión Europea. La construcción debería arrancar alrededor de 2024, y si todo va bien, la recuperación de los bidones comenzaría en 2033.
DE TODOS LOS PAÍSES OCCIDENTALES, SOLO FINLANDIA se encuentra en estos momentos inmersa en la construcción de un almacenamiento permanente. Bautizado como Onkalo –palabra finesa que significa ‘cueva’–, está en la isla de Olkiluoto, en la costa oeste del país, donde ya hay una central nuclear. El lugar fue seleccionado después de un largo proceso que comenzó en 1983 con un estudio de todo el territorio finlandés durante diez años. De ahí salieron cuatro candidatos, que fueron examinados en detalle entre los años 1993 y 2000. Al final, atendiendo a consideraciones geológicas, geográficas y sociales
–dónde iba a contar con más apoyo local–, se aprobó su construcción en 2001. Empezará a estar operativo en 2023.
En nuestro país, las protestas han conseguido detener incluso la construcción de laboratorios donde se pretendía estudiar cómo debería ser un Almacenamiento Geológico Profundo. Esto sucedió en 1986 con el proyecto IPES (Instalación Piloto Experimental Subterránea), que se iba a construir en el municipio salmantino de Aldeadávila de la Ribera. Algo similar ocurrió en la finca de El Berrocal, en Nombela (Toledo), plan abandonado en 1992. Basta con que ENRESA –la empresa pública que tiene el mandato de encontrar un almacenamiento– llegue a una zona a realizar estudios previos para que se produzcan grandes movilizaciones en contra.
POR ESO, EL PARLAMENTO DECIDIÓ OLVIDARSE EN 2004 DE UN ENTERRAMIENTO DEFINITIVO y buscar un lugar para construir lo que se llama almacén temporal centralizado. Allí se guardarán, en superficie, todos los residuos de alta actividad de las centrales españolas, a la espera de que se proyecte uno permanente. Y fue elegido Villar de Cañas, en Cuenca. Según el 6.º Plan General de Residuos Radiactivos, debería haber empezado a funcionar en 2010, pero a día de hoy no ha comenzado a construirse. La Junta de Castilla-La Mancha, que se opone a esta instalación, incluyó esa área en una Zona de Especial Protección para las Aves. Con la paralización del proyecto y las piscinas de las centrales a punto de saturarse, ha surgido otra opción: los almacenes temporales individualizados, situados en las inmediaciones de cada central nuclear y adonde irán a parar solo sus residuos.
Para algunos, el esfuerzo que se está realizando para encontrar, diseñar y construir un depósito subterráneo permanente es una quimera. Andrew Blowers, autor del libro The Legacy of Nuclear Power (El legado de la energía nuclear) y antiguo miembro del comité que asesora al Gobierno británico sobre el almacenamiento de los desechos radiactivos, afirma que “no hay ninguna propuesta que demuestre que los residuos de alta actividad se vayan a mantener aislados del entorno durante decenas de millones de años”. Algunas de las mentes científicas más imaginativas –ver recuadro de la página anterior– intentan desmentirle.
De cualquier modo, y ya provengan de centrales, hospitales o fábricas, constituyen uno de los grandes problemas ambientales con el vamos a tener que lidiar en el futuro. Por suerte, y como bien dice Blowers, “dadas las escalas de tiempo involucradas, no hay necesidad de apurarse. La sociedad puede y debe tomarse su tiempo para lidiar con su legado nuclear”.
Algunos científicos incluso han propuesto enviar los desechos al Sol o sepultarlos bajo los hielos