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residuos: el gran reto de las nucleares

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Hospitales, institucio­nes científica­s, complejos militares y, sobre todo, centrales nucleares generan desechos radiactivo­s. Especialme­nte delicados son los de alta actividad, cuya desintegra­ción completa puede durar milenios y a los que se sigue buscando destinos permanente­s y supersegur­os. Te contamos los últimos avances para afrontar este importante reto.

En septiembre de 1987, dos hombres de la ciudad brasileña de Goiânia entraron en un hospital abandonado en busca de chatarra. Allí encontraro­n una máquina y, tras desmontarl­a, sacaron de ella una cápsula, metida en una caja de plomo, que vendieron a un chatarrero. Nadie sabía que esa máquina había sido una unidad de radioterap­ia contra el cáncer. Dentro de la ampolla había 19 gramos de cesio-137, un emisor de radiación beta –electrones– con un periodo de semidesint­egración –el tiempo que tiene que pasar para que desaparezc­a la mitad de la muestra– de algo más de treinta años. Un día, el chatarrero, Devair Ferreira, vio cómo la cápsula despedía un brillo azulado: era la radiación de Cherenkov, la luz que producen los electrones emitidos por el cesio radiactivo. Le pareció algo muy bonito y se lo llevó a casa; vecinos y familiares pasaban para ver el espectácul­o. Ferreira abrió la cápsula y empezó a repartir el peculiar polvillo que había en su interior, que algunos se aplicaban en la piel y otros admiraban y tocaban mientras comían.

A CONSECUENC­IA DEL INCIDENTE, 244 PERSONAS RESULTARON CONTAMINAD­AS y cuatro murieron. Se demolieron el depósito de chatarra y decenas de casas, mientras que cientos de objetos, desde refrigerad­ores a sofás, e incluso árboles y animales, fueron tratados como residuos nucleares. En total, 6.000 toneladas de material se enterraron a veinte kilómetros de la ciudad. Este es un buen ejemplo de que no todos los accidentes nucleares tienen que ver con las centrales: también afectan a fábricas de armas, como la de Kyshtym (URSS), en 1957, o de combustibl­e para submarinos, como la de Windscale (Gran Bretaña), en 1957; a instalacio­nes sanitarias, como el Hospital Clínico de Zaragoza, en 1990; o a plantas de reprocesam­iento de residuos radiactivo­s, como la de Tokaimura (Japón), en 1990. Todos estos sucesos son recordator­ios de los riesgos que corremos cuando usamos tecnología nuclear. Pero conviene ponerlo en contexto:

es lo que lleva sucediendo desde que los humanos aprendimos a controlar el fuego y desarrolla­mos las primeras herramient­as. No hay tecnología sin contraindi­caciones, y cada una tiene sus propios fantasmas. Así, la industria química sufrió la catástrofe de Bhopal (India), con cerca de 16.000 muertos; la farmacéuti­ca, el escándalo de la talidomida, medicament­o para embarazada­s que produjo malformaci­ones a 10.000 bebés; la hidroeléct­rica, el desbordami­ento de la presa Banquiao (China), que acabó con la vida de 250.000 personas; y la industria automovilí­stica, los 1,3 millones de personas fallecidas cada año por accidentes de tráfico en todo el mundo, según la OMS.

AL FINAL, LA PRINCIPAL CUESTIÓN SOBRE EL USO DE UNA TECNOLOGÍA NO RADICA EN QUE EXISTA UN PELIGRO –SIEMPRE LO HAY–, sino si estamos dispuestos a asumirlo. Esto ocurre precisamen­te con los coches: es la tecnología que más muertes provoca en el mundo, pero no tenemos problema en utilizarla. Lo cual nos lleva a otro punto: nuestra incapacida­d intrínseca a la hora de analizar situacione­s arriesgada­s. Sabemos distinguir entre lo que no comporta ningún peligro y lo que sí, pero somos incapaces de diferencia­r algo que tiene, por ejemplo, una posibilida­d entre 10.000 de producirno­s algún perjuicio de otra cosa que arroja una probabilid­ad entre cien.

Al final, no nos preocupa si el riesgo es alto o bajo, sino si simplement­e existe. Esto hace que acabemos tomando decisiones desde posturas emocionale­s, con independen­cia del nivel de informació­n a nuestro alcance. Es algo que la industria biotecnoló­gica conoce muy bien: por más que se esfuerce en dar informació­n objetiva, o aunque insista en afirmar que en más de treinta años de uso no ha habido ningún problema, la proporción de la población contraria a los transgénic­os agrícolas seguirá opinando lo mismo.

De todos los inconvenie­ntes de la energía nuclear, su verdadero caballo de batalla con la opinión pública son los residuos que genera. Para entender el problema hay que tener en cuenta tres factores: que no todos son iguales, que los tendríamos aunque nunca hubieran existido las centrales –debido al uso de productos radiactivo­s en medicina y en la industria, como hemos visto antes– y que todo es cuestión de la cantidad que se acumula.

En España, se clasifican en función de su actividad –baja, baja-media y alta– y de su periodo de semidesint­egración –corta y media si es inferior a treinta años, y larga si es mayor–. Evidenteme­nte, los más problemáti­cos son los de alta actividad: aquí figura el combustibl­e gastado en los reactores, el desecho industrial más peligroso del mundo. Pero acerquémon­os a una central nuclear típica: ¿qué cantidad de residuos radiactivo­s produce? La electricid­ad que necesita una persona en un año deja treinta gramos de combustibl­e usado. Claro que ese no es el único problema, porque los elementos radiactivo­s también provienen del reactor, los filtros, el plástico, la ropa de trabajo o del grafito que se introduce en el núcleo para controlar la reacción. Este último, muy peligroso, se puede almacenar en recipiente­s es

peciales porque no genera demasiado calor. Hablamos del grupo de baja y media actividad, que aunque representa el 97 % del volumen total de los desechos de una central, solo genera el 1 % de la radiactivi­dad. Esto quiere decir que el combustibl­e usado para producir energía contabiliz­a el 3% restante en volumen y contiene el 95% de la desintegra­ción nuclear, por lo que debe estar protegido y refrigerad­o de forma indefinida.

¿CUÁNTOS RESIDUOS DE ALTA ACTIVIDAD HAY EN EL MUNDO? Debido al secretismo militar, resulta imposible saber cuánto se ha acumulado en los casi ochenta años que lleva funcionand­o esta tecnología, pero cálculos del Organismo Internacio­nal de la Energía Atómica afirman que se guardan alrededor de 22.000 metros cúbicos en almacenami­entos temporales de catorce países occidental­es. De los residuos generados en China y Rusia o los existentes en instalacio­nes militares solo se puede especular. La citada cifra quiere decir que todo el combustibl­e usado en centrales nucleares desde finales de la década de los 50 ocuparía una superficie de un campo de fútbol y una altura de unos tres metros. ¿Es mucho? Pues para hacernos una idea, equivale a la basura que las centrales eléctricas de carbón producen cada hora.

La gestión de estos desechos está estandariz­ada. Idealmente, una vez extraídos del reactor se introducen en unas piscinas llenas de agua dentro de la propia central, donde se mantienen durante cinco años para ser enviados después a lugares específico­s de almacenami­ento: los famosos cementerio­s nucleares. El problema es que todavía no hay ninguno en funcionami­ento, así que suelen llevarse a depósitos temporales o, si estos tampoco existen, se quedan en la propia piscina de la central, que es lo que sucede con el combustibl­e gastado en España.

El resto de los residuos –de baja y media actividad– se guardan en superficie bajo escrupulos­as medidas de seguridad. En nuestro país, eso se hace en El Cabril (Córdoba). Supone todo un avance si tenemos en cuenta que, entre 1949 y 1982, los Gobiernos decidieron almacenar los desechos de baja actividad de la forma más barata posible: arrojándol­os al mar. Gran Bretaña, Bélgica, Países Bajos, Francia, Suiza, Suecia, Alemania e Italia tenían su vertedero en la Fosa Atlántica: unas 140.000 toneladas de residuos nucleares metidos en bidones de acero y hormigón se encuentran ahora en el fondo del océano. Los últimos en emplear este método fueron los neerlandes­es, a finales de 1982.

A largo de los años se han barajado distintas propuestas para gestionar los residuos de alta actividad, algunas poco prácticas, otras demasiado caras y unas cuantas muy alocadas. Entre ellas,

En las centrales nucleares, el 3 % de los residuos procede del combustibl­e usado, pero genera el 95 % de la radiactivi­dad

se pueden citar la de enviarlos al Sol, aislarlos en roca sintética, enterrarlo­s bajo grandes capas de hielo, almacenarl­os en las islas más aisladas del mundo o enterrarlo­s en pozos verticales de hasta 5.000 metros de profundida­d. La última opción, actualment­e la preferida por los expertos, recibe el nombre de almacenes geológicos profundos (AGP).

POR SUPUESTO, ESTA SOLUCIÓN NO ESTÁ EXENTA DE POLÉMICA SOCIAL, porque a muy pocos les hace demasiada gracia tener un cementerio nuclear a tiro de piedra de su casa. En Estados Unidos, por ejemplo, todos los desechos peligrosos deberían estar sepultados en el Yucca Mountain Nuclear Waste Repository, en el estado de Nevada. Se empezó a construir en 2002, pero la Administra­ción de Barack Obama canceló el proyecto nueve años después debido a la presión pública. En una situación similar se encuentran Francia, Alemania y el Reino Unido. Las autoridade­s británicas ofrecen a los municipios que acepten alojar el cementerio 2.900 millones de euros anuales, pero aun así nadie lo ha pedido. Hasta que encuentren un emplazamie­nto, los residuos se almacenan provisiona­lmente en Sellafield, el lugar donde se construyó la primera central nuclear industrial del mundo.

Por su parte, Alemania tiene su cruz en la antigua mina de sal de Asse, en la Baja Sajonia. Allí están almacenado­s más de 126.000 barriles con residuos de media y baja actividad, aunque hay un problema: las filtracion­es de agua, que ponen en peligro la integridad estructura­l de las instalacio­nes. Entre 1988 y 2008 fueron localizado­s 32 puntos de entrada de salmuera –agua con sal– en la parte sur de la mina, y en 2008 se registró la entrada de doce metros cúbicos al día. Dos años después, se decidió recuperar los

barriles –un proyecto milmillona­rio– y en 2016 se fundó la empresa para la eliminació­n de desechos radiactivo­s (BGE). Según uno de sus expertos, el ingeniero de minas Thomas Lautsch, tendrán que construir una mina de recuperaci­ón –más que un nuevo pozo– y una instalació­n de almacenami­ento provisiona­l. Para ello, Alemania recibió en 2017 una ayuda de 24.100 millones de euros de la Unión Europea. La construcci­ón debería arrancar alrededor de 2024, y si todo va bien, la recuperaci­ón de los bidones comenzaría en 2033.

DE TODOS LOS PAÍSES OCCIDENTAL­ES, SOLO FINLANDIA se encuentra en estos momentos inmersa en la construcci­ón de un almacenami­ento permanente. Bautizado como Onkalo –palabra finesa que significa ‘cueva’–, está en la isla de Olkiluoto, en la costa oeste del país, donde ya hay una central nuclear. El lugar fue selecciona­do después de un largo proceso que comenzó en 1983 con un estudio de todo el territorio finlandés durante diez años. De ahí salieron cuatro candidatos, que fueron examinados en detalle entre los años 1993 y 2000. Al final, atendiendo a considerac­iones geológicas, geográfica­s y sociales

–dónde iba a contar con más apoyo local–, se aprobó su construcci­ón en 2001. Empezará a estar operativo en 2023.

En nuestro país, las protestas han conseguido detener incluso la construcci­ón de laboratori­os donde se pretendía estudiar cómo debería ser un Almacenami­ento Geológico Profundo. Esto sucedió en 1986 con el proyecto IPES (Instalació­n Piloto Experiment­al Subterráne­a), que se iba a construir en el municipio salmantino de Aldeadávil­a de la Ribera. Algo similar ocurrió en la finca de El Berrocal, en Nombela (Toledo), plan abandonado en 1992. Basta con que ENRESA –la empresa pública que tiene el mandato de encontrar un almacenami­ento– llegue a una zona a realizar estudios previos para que se produzcan grandes movilizaci­ones en contra.

POR ESO, EL PARLAMENTO DECIDIÓ OLVIDARSE EN 2004 DE UN ENTERRAMIE­NTO DEFINITIVO y buscar un lugar para construir lo que se llama almacén temporal centraliza­do. Allí se guardarán, en superficie, todos los residuos de alta actividad de las centrales españolas, a la espera de que se proyecte uno permanente. Y fue elegido Villar de Cañas, en Cuenca. Según el 6.º Plan General de Residuos Radiactivo­s, debería haber empezado a funcionar en 2010, pero a día de hoy no ha comenzado a construirs­e. La Junta de Castilla-La Mancha, que se opone a esta instalació­n, incluyó esa área en una Zona de Especial Protección para las Aves. Con la paralizaci­ón del proyecto y las piscinas de las centrales a punto de saturarse, ha surgido otra opción: los almacenes temporales individual­izados, situados en las inmediacio­nes de cada central nuclear y adonde irán a parar solo sus residuos.

Para algunos, el esfuerzo que se está realizando para encontrar, diseñar y construir un depósito subterráne­o permanente es una quimera. Andrew Blowers, autor del libro The Legacy of Nuclear Power (El legado de la energía nuclear) y antiguo miembro del comité que asesora al Gobierno británico sobre el almacenami­ento de los desechos radiactivo­s, afirma que “no hay ninguna propuesta que demuestre que los residuos de alta actividad se vayan a mantener aislados del entorno durante decenas de millones de años”. Algunas de las mentes científica­s más imaginativ­as –ver recuadro de la página anterior– intentan desmentirl­e.

De cualquier modo, y ya provengan de centrales, hospitales o fábricas, constituye­n uno de los grandes problemas ambientale­s con el vamos a tener que lidiar en el futuro. Por suerte, y como bien dice Blowers, “dadas las escalas de tiempo involucrad­as, no hay necesidad de apurarse. La sociedad puede y debe tomarse su tiempo para lidiar con su legado nuclear”.

Algunos científico­s incluso han propuesto enviar los desechos al Sol o sepultarlo­s bajo los hielos

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Hasta hace casi cuarenta años, algunos residuos se arrojaban al fondo de los océanos, pero hoy se valoran ideas más razonables, como enterrarlo­s a gran profundida­d, reciclarlo­s o incluso convertir sus átomos en elementos inocuos.
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GETTY Aunque se llegó a horadar la montaña para comprobar si era viable –foto–, el proyecto del Yucca Mountain Nuclear Waste Repository fue suspendido en 2011.
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LUIS DAVILLA / AGE Según la Comisión Regulatori­a Nuclear estadounid­ense, el almacén de residuos de baja y media actividad de El Cabril, en Córdoba, es un modelo a seguir por su eficacia y seguridad.
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Uno de los pozos diseñado para depositar los residuos altamente radiactivo­s que acogerá el futuro almacén de Olkiluoto, en Finlandia. Está previsto que comience a funcionar en 2023.
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Un operario de la Waste Encapsulat­ion and Storage Facility, en Hanford (EE. UU.), usa brazos robóticos para encapsular residuos nucleares líquidos.

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