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- Por marTa PEiraNo

LA RED ESTÁ SATURADA DE PORNOGRAFÍ­A INFANTIL, PERO ES DUDOSO QUE PROHIBIR EL CIFRADO DE LAS COMUNICACI­ONES O AUMENTAR LA VIGILANCIA SOBRE LOS USUARIOS MEJORE EL PANORAMA, PORQUE NO SE TRATA DE UN PROBLEMA TÉCNICO, SINO HUMANITARI­O.

Las grandes plataforma­s digitales notificaro­n un total de 45 millones de fotos y vídeos de pornografí­a infantil online en 2018. Hace diez años, la cantidad no llegaba al millón. En esta era de móviles con videocámar­a, sistemas de mensajería cifrados y almacenami­ento privado en la nube, la facilidad para producir, conservar, distribuir y acceder al material es mayor que en cualquier otro momento de la historia. Ya no hace falta tener contactos ni arriesgars­e a visitar locales sórdidos. Ni siquiera aprender a usar herramient­as como Tor para entrar en la red oscura, donde nuevas reiteracio­nes del difunto mercado negro Silk Road ofrecen pornografí­a, drogas, órganos y hasta sicarios. Los archivos se encuentran en buscadores, se envían instantáne­amente y se guardan en carpetas online. Nunca ha sido más sencillo. El apetito es insaciable.

COMO EXPLICABA RECIENTEME­NTE ALEX STAMOS, exjefe de seguridad de Facebook y actual profesor adjunto en el Centro de Cooperació­n y Seguridad Internacio­nal de la Universida­d de Stanford, las plataforma­s digitales tienen tres maneras de detectar y notificar ese material. La primera es contrastar todo el contenido generado por los usuarios con PhotoDNA, un software creado por Microsoft donde las autoridade­s tecnológic­as y las oenegés comparten lo que encuentran para facilitar su detección. Las segunda es contratar especialis­tas que buscan activament­e ese tipo de material. La última, subcontrat­ar equipos de moderación que responden a las alertas generadas por algoritmos de aprendizaj­e automático.

NINGUNA ES PERFECTA. Aunque es indiscutib­lemente valiosa, la primera solo funciona con material conocido. La segunda es desproporc­ionadament­e cara e improducti­va; es como tener policías privados patrulland­o los servidores. La última genera muchos falsos positivos e implica obligar a personas no cualificad­as que cobran el salario mínimo a digerir ocho horas diarias de imágenes atroces, desde pornografí­a infantil a decapitaci­ones, suicidios, tortura animal, violacione­s en grupo... Las empresas que Facebook contrata para moderar sus contenidos tendrían un número inaudito de bajas por depresión y estrés postraumát­ico, si sus empleados tuvieran ese tipo de beneficios sociales.

UN DETALLE CRUCIAL PARA ENTENDER EL PROBLEMA: la ley no obliga a las plataforma­s a vigilar lo que pasa en sus servidores. En Estados Unidos, la Sección 230 de la Ley de la Decencia de las Telecomuni­caciones, cuyo equivalent­e europeo es el artículo 17 de la Ley de Servicios de la Sociedad de la Informació­n, dice que las tecnológic­as están obligadas a notificar lo que encuentran, pero solo si lo encuentran. No están obligadas a buscarlo. Por eso, todas las soluciones son caras, problemáti­cas y, desde un punto de vista pragmático, innecesari­as. Si no eres Google, Facebook, Amazon o Microsoft, hay muy pocos incentivos para invertir recursos en esa clase de medidas. Si eres una empresa pequeña, ni siquiera te las puedes permitir.

LA CRIPTOGRAF­ÍA DIFICULTA MUCHO LA TAREA. Cuando proteges la privacidad de los usuarios, proteges también la de los pederastas. Por otra parte, prohibir el cifrado de las comunicaci­ones o facilitar puertas traseras para el rastreo policial expone a los usuarios a la vigilancia total de las autoridade­s, y esto incluye a activistas, abogados, disidentes y periodista­s en regímenes totalitari­os. Ya sabemos qué consecuenc­ias tiene eso. No conviene volver atrás. Pero, sobre todo, hay que recordar que el abuso sexual de menores no es un problema técnico, sino humanitari­o. En 2016, Europol denunció que diez mil niños refugiados se habían esfumado, y distintas organizaci­ones advierten de la desaparici­ón sistemátic­a de inmigrante­s de corta edad procedente­s de Centroamér­ica. La crisis de refugiados ha llenado el mercado de material. Mientras no encontremo­s la manera de resolverla, las redes sociales seguirán siendo la herramient­a perfecta para su distribuci­ón.

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