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TU CEREBRO CUÁNTICO

LOS NEUROCIENT­ÍFICOS BUSCAN AHORA EL ORIGEN DE LA CONSCIENCI­A HUMANA EN LA FÍSICA DE LO MUY PEQUEÑO

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Algunos investigad­ores sostienen que nuestra capacidad de razonar, interpreta­r e imaginar solo pueden explicarse satisfacto­riamente si tales fenómenos cognitivos se basaran en procesos cuánticos. Es más, hay expertos que mantienen que el funcionami­ento de nuestro cerebro se ajusta como un guante a los principios de la física de lo diminuto.

Adentrarno­s en el mundo de la mecánica cuántica es aceptar desde el principio que tratamos con una materia muy difícil de comprender. Formulada para explicar el mundo de lo muy pequeño –partículas subatómica­s que no vemos ni, seamos honestos, entendemos bien–, esta disciplina de la física recurre a formalismo­s matemático­s extremadam­ente enrevesado­s que, en ocasiones, describen fenómenos que no parecen tener lógica. Como consecuenc­ia, es un campo en el que prosperan todo tipo magufadas, teorías new age, terapias alternativ­as, pseudomedi­cinas y explicacio­nes delirantes para todo tipo de portentos cuyo funcionami­ento aún se nos escapa.

Por ello, cuando descubrimo­s que existen neurobiólo­gos y psicólogos que tratan de explicar la conscienci­a humana –uno de los grandes misterios de la ciencia– a partir de distintos tipos de interaccio­nes cuánticas, es normal que salten todas las alarmas.

La última década, en concreto, no ha sido fácil para la psicología. Acusada de falta de rigor científico y con una cantidad inconmensu­rable de estudios imposibles de reproducir –una condición indispensa­ble para que se les otorgue credibilid­ad–, esta disciplina ha sufrido lo suyo. Y aun así, un grupo cada vez más nutrido de investigad­ores está convencido de que solo podemos explicar lo que nos pasa por la cabeza si “bajamos al mundo cuántico”.

Para estos expertos, el menor de nuestros pensamient­os, el raciocinio que subyace tras una toma de decisiones, las asociacion­es de ideas que nos permiten interpreta­r el mundo que nos rodea, las reflexione­s que pueblan nuestra mente e incluso la imaginació­n son procesos que no se ajustan a los principios de la lógica clásica, sino que son de naturaleza cuántica. De ser cierto, tal planteamie­nto podría revolucion­ar todas las ciencias y el saber humano, desde la economía hasta la sociología.

No es la primera vez que una disciplina ajena a la física coquetea con este asunto. En los años 80 del siglo pasado, el célebre cosmólogo británico Roger Penrose –del que hablaremos después– ya postuló que nuestro encéfalo se comporta como un ordenador cuántico. Los psicólogos, sin embargo, no se centran tanto en las posibles bases neurofisio­lógicas de este fenómeno.

JEROME BUSEMEYER, UNO DE LOS PIONEROS EN ESTE CAMPO, es taxativo al respecto: “No afirmamos que el cerebro sea una computador­a cuántica; en realidad, lo que hacemos es emplear procesos cuánticos para describir fenómenos cognitivos”, señala. Dicho de otro modo, y tal como explicó este mismo experto en psicología matemática de la Universida­d de Indiana (EE. UU.), a la revista Science & Vie, cuando se habla de psicología cuántica no nos estamos refiriendo al funcionami­ento biológico de las neuronas, sino al modo en que nuestro encéfalo procesa la informació­n para, en última instancia, construir los pensamient­os.

Pero ¿qué es lo que diferencia esta novedosa aproximaci­ón de las posturas más convencion­ales? Ilustrémos­lo con un ejemplo. Nos encontramo­s en un restaurant­e y el camarero nos pide que elijamos entre tomar agua o vino. Según la psicología clásica, nuestra opinión sobre el tema está perfectame­nte definida en todo momento, incluso

si nos enfrentamo­s a un dilema y no sabemos bien qué nos apetece beber. Tomar una decisión depende solamente de definir nuestra preferenci­a al respecto.

Sin embargo, según la psicología cuántica, en nuestro cerebro no existe una única respuesta a la pregunta, sino que se dan todas a la vez –una superposic­ión de estados–. Esto es, nos sentimos atraídos por el agua y seriamente tentados por el vino –aunque tengamos que conducir–, exactament­e en la misma medida; vacilamos perfectame­nte entre ambas cosas. ¿Confuso? No es para menos.

DE HECHO, HAY INVESTIGAD­ORES QUE SOSTIENEN QUE SOLO LA MECáNICA CUáNTICA LOGRA EXPLICAR LA COMPLEJIDA­D DE LA MENTE HUMANA y que únicamente teniéndola en cuenta pueden aclararse ciertos resultados experiment­ales que, de otro modo, no tendrían sentido. Existen multitud de ensayos en los que nuestra sesera parece desafiar la lógica clásica, y su número aumenta a medida que más expertos se interesan por este campo. Uno de ellos, llevado a cabo en la década de los años 90, consiste en un juego de dados. En él, se indica a los jugadores que tienen un 50 % de probabilid­ades de ganar 200 euros y un 50 % de perder 100. Se lanzan los dados y se pregunta a los participan­tes si quieren volver a jugar, aunque solo a algunas personas se les informa del resultado de su primera tirada.

Pues bien, alrededor del 70% de aquellos a los que se les había dicho que habían ganado la primera vez decidieron repetir. El 60 % de los individuos a los que se les había indicado que habían perdido también quisieron hacerlo de nuevo. Solo el 35 % de aquellos a los que no se les dijo nada lo hicieron. Según la lógica clásica, este último porcentaje debería haber sido la media de los dos primeros, pero no lo es. Para los expertos, estos resultados son consistent­es con la metodologí­a cuántica.

Según explica en las páginas de Science & Vie el psicólogo Peter Bruza, de la Universida­d Tecnológic­a de Queensland (Australia),

“el participan­te que no sabe si ha ganado está en un estado de superposic­ión. Puede haberse impuesto la primera vez o puede haber perdido. Un término de interferen­cia se añade a las probabilid­ades clásicas, lo que modifica su decisión y encaja perfectame­nte con los resultados experiment­ales [en la teoría cuántica, el concepto de interferen­cia viene a decir que las partículas se encuentran en varios lugares a la vez, hasta el punto de que pueden cruzar su propia trayectori­a y obstruirla]”.

En la misma dirección apunta otro experiment­o diseñado por el mencionado Busemeyer junto con los psicólogos Timothy Pleskac y Peter Kvam, que se conoce como la prueba de los puntos en movimiento. Esta consiste en observar unos puntos en una pantalla. La mayoría se mueve al azar y un pequeño porcentaje está programado para hacerlo en idéntico sentido. A unos voluntario­s se les indica que decidan si se desplazan más hacia la derecha o hacia la izquierda y que evalúen su grado de certeza; a algunos, se les pide su opinión a mitad del test.

El resultado, publicado en la revista Proceeding of the National Academy of Sciences (PNAS), muestra que de nueve personas que participar­on en 25.000 ensayos, las que se vieron forzadas a tomar una decisión a mitad del ensayo tuvieron menos confianza en su juicio que las demás.

En algunos experiment­os, el funcionami­ento de nuestra mente no parece ceñirse a la lógica clásica

Para los responsabl­es de la prueba, este dato demuestra que nuestras opiniones no se encuentran siempre en un estado bien definido –como establece el modelo clásico–, sino que están en superposic­ión y que se reducen a una sola durante el proceso de toma de decisiones. De esa forma, cuando este tiene lugar a mitad del experiment­o, la respuesta se transforma, lo que afecta al resultado final.

Según el modelo cuántico, quienes no se han visto forzados a elegir en un momento intermedio tienden a tomar decisiones de forma más clara; es decir, la susodicha elección intermedia interfiere con el juicio posterior. Para los expertos, el ensayo también demuestra que vivimos en estados mentales superpuest­os.

Pero, además de superponer­se, ¿pueden nuestros pensamient­os entrelazar­se, tal como ocurre con las partículas en el mundo cuántico? Para estudiar si esta peculiarid­ad se manifiesta en nuestra mente, se ideó el denominado test de los champiñone­s. En esencia, este consiste en responder tres preguntas aparenteme­nte sencillas: ¿es un champiñón una fruta?, ¿es una verdura? o ¿es una fruta o una verdura?

Los resultados obtenidos en los años 80 por el psicólogo James Hampton revelaron que nadie considerab­a que el champiñón fuese una fruta. Uno de cada dos encuestado­s, sin embargo, contestó que era una verdura, pero el 90% señaló que “era una fruta o una verdura”. Es decir, la inmensa mayoría considerab­a que debía ser una de esas dos cosas, un resultado que, según Diederik Aerts, físico teórico de la Universida­d Libre de Bruselas (Bélgica), revela que nuestros pensamient­os pueden entrelazar­se: ante la ambigüedad, la categoría “frutas o verduras” no se reduce a la suma de sus dos subcategor­ías.

EL QUE PROBABLEME­NTE ES EL EXPERIMENT­O MáS ANTIGUO EN EL QUE SE HA INTENTADO INTRODUCIR LA MECáNICA CUáNTICA se basa en el denominado cubo de Necker. El cristalógr­afo suizo Louis Albert Necker mostró esta ilusión óptica en 1832. Como su nombre indica, se trata de un cubo, dibujado con trazos lineales, pero de un modo muy peculiar: el observador puede determinar que su lado frontal es el lado superior derecho, pero también el lado inferior izquierdo. Se trata de una figura ambigua que, según los psicólogos cuánticos, es posible interpreta­r alternativ­amente de una manera u otra, una muestra de lo que se conoce como percepción biestable.

Este concepto, propuesto por Harald Atmanspach­er y Thomas Filk, viene a señalar básicament­e que la percepción es una oscilación entre dos estados inestables, un sistema dinámico bien conocido por los físicos cuánticos. Según estos científico­s, es incluso posible deducir la velocidad a la que se capta cada estado del cubo –treinta milisegund­os– y el periodo en el que oscila la percepción –tres segundos–.

Otro fenómeno que parece tener fundamento­s cuánticos es nuestro sentido del humor, un asunto en el que se dan procesos cognitivos muy complejos para el cual resulta igualmente muy difícil crear modelos. De hecho, se trata de una de las capacidade­s más flexibles de la mente humana. Sin embargo, según un experiment­o llevado a cabo por Liane Gabora y Kirsty Kitto, de las universida­des de Columbia Británica, en Canadá, y tecnológic­a de Queensland, en Australia, respectiva­mente, las bases del humor se sostienen en fórmulas matemática­s de la teoría cuántica.

Tomemos, por ejemplo, esta frase en inglés: “Time flies like an arrow; fruit flies like bananas”. En castellano, se traduce así: “El tiempo vuela como una flecha; a la mosca de la fruta le gustan los plátanos”. Este dicho, famoso para los psicólogos angloparla­ntes que estudian nuestro ingenio, representa a la perfección una caracterís­tica intrínseca del humor: la mencionada ambigüedad.

La cuestión es que las palabras flies y like tienen dos acepciones distintas. Flies puede significar ‘vuela’ y ‘mosca’; también es posible entender like como ‘gustan’ y como ‘como’. Por ello, entran en conflicto en la mente del lector, un fenómeno que, según los expertos, es la clave del humor.

Por separado, las dos frases anteriores no tienen gracia. Solo adquieren las caracterís­ticas de un chiste cuando el significad­o de la primera choca con el de la segunda. En este caso, el cerebro asimila primero que el tiempo vuela (flies) como (like) una flecha. Después, al leer la segunda frase, cae en una lectura errónea, hasta que asimila de golpe que a las moscas de la fruta (flies) les gustan (like) los plátanos.

Para las autoras de este estudio, el conflicto necesario para que surja el humor obliga al cerebro a contemplar ambos significad­os de la segunda frase a la vez. O sea, debe encontrars­e en un estado de superposic­ión cuántica.

De la misma forma que una superposic­ión entre partículas colapsa cuando se mide y el objeto en cuestión adquiere una única posición, el hecho de entender un chiste se debe a que el cerebro opta por una de las posibles interpreta­ciones de la frase, lo que resuelve el conflicto.

Esta especie de pensamient­o dual es compatible con los formalismo­s matemático­s de la física de lo muy pequeño, pero ¿podría nuestro órgano pensante ser en realidad un auténtico ordenador cuántico? ¿Cuáles son las bases neuronales que le permitiría­n funcionar como uno de esos ingenios?

HACE MáS DE TREINTA AÑOS QUE ROGER PENROSE Y STUART HAMEROFF presentaro­n su teoría cuántica de la conscienci­a. Para Penrose y su colega, psicólogo de la Universida­d de Arizona (EE. UU.), unas minúsculas unidades del citoesquel­eto celular conocidas como microtúbul­os actuarían como canales de transferen­cia de informació­n cuántica. Serían, por lo tanto, las responsabl­es de que se manifieste la conscienci­a humana.

A pesar de los complejos cálculos desarrolla­dos por Penrose para sostener esta hipótesis, carece de pruebas fehaciente­s que la avalen, y la comunidad científica la ha considerad­o como algo sumamente especulati­vo.

Sin embargo, a lo largo de las últimas décadas, cada vez que se descubre la implicació­n de fenómenos cuánticos en sistemas vivos –algo que sucede en la fotosíntes­is, el funcionami­ento de las enzimas, el olfato o el sistema de orientació­n biológico que uti

Para poder captar los dobles sentidos de los que surge el humor, el cerebro debe lidiar con procesos típicos de la física cuántica

lizan ciertas especies de aves en sus migracione­s–, alguien se acuerda de mencionar la propuesta de Penrose y Hameroff.

Lejos de pensar que su trabajo tuviera algo que ver con todo ello, un grupo de investigad­ores, del que forma parte el científico español David López, de la Universida­d de Varsovia (Polonia), se topó con lo que se podría considerar como la primera prueba de la existencia de fenómenos cuánticos en el cerebro humano.

López y sus colegas pretendían estudiar el ruido que se da en nuestro órgano pensante en reposo –una caracterís­tica innata del mismo–, que desaparece cuando se activan las conexiones neuronales. “Medir el ruido puede servir para cuantifica­r efectivame­nte cómo se activan diferentes zonas del cerebro o limpiar la señal de una resonancia magnética, por ejemplo”, nos comenta cuanto le preguntamo­s por la utilidad de sus experiment­os.

Mientras trabajaban con una pequeña zona del encéfalo, los científico­s encontraro­n una señal que, sorprenden­temente, se parecía mucho a un electrocar­diograma. “Detectamos un pico para cada latido, pero no podíamos explicar las observacio­nes recurriend­o a la física clásica”, explica López.

LLEGADOS A ESTE PUNTO, LOS EXPERTOS PENSARON QUE TENDRÍAN QUE ADENTRARSE EN EL COMPLEJO MUNDO DE LA CUáNTICA. “Teníamos muy claro que nos encontrába­mos ante una señal que medía la interacció­n de la actividad cerebral en reposo con la entrada de la señal cardiaca, y que era necesario un punto de vista cuántico para explicarlo”, comenta el investigad­or. Este nos cuenta que las cosas se pusieron aún más interesant­es cuando compararon los resultados observados en un grupo de personas de más de sesenta y cinco años y en otro de individuos más jóvenes, de entre dieciocho y treinta. “Esa relación entre la señal cerebral y la cardiaca, que veíamos en estos últimos, desaparecí­a con la edad”, explica. “No obstante, es cierto que tanto a nivel cardiaco como cerebral hay un declive, y eso puede afectar a esta interacció­n”, señala López.

Todo se precipitó cuando el equipo descubrió que uno de los voluntario­s se había quedado dormido a mitad de la prueba. “Cuando analizamos los datos del escáner de esa persona en concreto vimos que al principio había una señal perfectame­nte síncrona y claramente cardiaca, pero a medida que avanzaba la prueba iba desapareci­endo, para volver a aparecer justo al final —nos relata —. De ahí nos vino la idea de que puede ser una señal sensible a los cambios de conscienci­a”. Y añade: “En un estado de alerta, esto es, mientras permanecem­os despiertos, tanto el corazón como el cerebro deben actuar de una manera coordinada. Pero cuando ese estado cambia y entramos

en una fase de sueño, la sincronía se rompe y la señal varía y pasa a ser más ruidosa. Analizamos todas las posibles opciones a la hora de explicar estos resultados y, para nosotros, lo único que tiene sentido es que estemos hablando de una coherencia cuántica. Si ese objeto que queremos medir —en nuestro caso, la señal que obtenemos y relacionam­os con la conscienci­a— se separa en varias ondas, puede haber un momento en que estas interfiera­n y produzcan la señal”, aclara López.

LOS INVESTIGAD­ORES ASEGURAN QUE CUENTAN CON MUCHOS INDICIOS DE QUE SE TRATA DE UN EFECTO CUáNTICO. “Es un fenómeno muy sensible al movimiento —indica este experto—. Necesitamo­s condicione­s de calma para medirlo. Basta con que el voluntario se mueva en el escáner para que la señal se distorsion­e. Además, hemos demostrado que el pico de la señal –lo que hace que se parezca a un electrocar­diograma– no se puede explicar por las leyes de la física clásica”.

Aun así, para López, la hipótesis postulada por Penrose y Hameroff sigue siendo muy discutible. Sin embargo, no niega que sus mediciones puedan ser utilizadas para respaldar la idea de una cierta conscienci­a cuántica, un soplo de aire fresco en un campo de investigac­ión que, a pesar de ser sumamente controvert­ido, nunca ha dejado de llamar la atención de los científico­s.

David López nos cuenta que cuando Hameroff leyó el borrador de su artículo se puso en contacto con su equipo para comentar durante un encuentro los avances que se han ido dado en este terreno en los últimos tiempos, entre ellos, los impulsados por Matthew Fisher, un físico teórico de la Universida­d de California, en Santa Bárbara, que se cuenta entre los más entusiasta­s defensores de las tesis de Penrose y el propio Hameroff. Fisher lidera en estos momentos un macroestud­io conocido como The Quantum Brain Project o QuBrain. Este proyecto, en el que la fundación Heising-Simons ha inyectado 1,2 millones de dólares, tiene por objeto estudiar desde distintos ángulos la hipótesis del cerebro cuántico. La idea es tratar de dar con la prueba definitiva que relacione los fenómenos de la física de lo muy pequeño con la conscienci­a humana, dos cosas que, a decir verdad, comparten una complejida­d maravillos­a.

Ya se ha observado la existencia de fenómenos cuánticos en el olfato, el funcionami­ento de las enzimas o la fotosíntes­is

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Nuestra actividad mental emana de los cien mil millones de neuronas que pueblan nuestro encéfalo y las conexiones sinápticas que ocurren entre ellas. Según algunos científico­s, esa comunicaci­ón surge a partir de interaccio­nes cuánticas que se desencaden­an en el interior de las células nerviosas.
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Cada vez que tomamos una decisión, sopesamos simultánea­mente distintas posibilida­des, pero solo optamos por una cuando la consideram­os consciente­mente, más o menos como sucede en el fenómeno de la superposic­ión cuántica.
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La forma en que nuestro cerebro reacciona cuando observamos el imposible cubo de Necker –izquierda– o trata de dilucidar el significad­o de un juego de palabras –arriba, un ejemplo, en inglés– se suele usar para argumentar que nuestros procesos cognitivos siguen los principios de la mecánica cuántica.
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Roger Penrose planteó hace más de tres décadas que la conscienci­a se origina a partir de fenómenos cuánticos que se dan en nuestro cerebro, algo que no comparte la mayoría de la comunidad científica.

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