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¿POR QUÉ NOS FASCINA EL ARMAGEDÓN?

UN INFORME CIENTÍFICO DE LOS AÑOS SETENTA VATICINÓ QUE LA CIVILIZACI­ÓN, TAL COMO HOY LA CONOCEMOS, COLAPSARÁ EN LA DÉCADA DE 2040. MUCHOS DE SUS VATICINIOS SE HAN IDO CUMPLIENDO, Y EL PUNTO DE INFLEXIÓN QUE SEÑALABAN PARA QUE ESO OCURRA ESTÁ PRÓXIMO: 2020

- POR MIGUEL ÁNGEL SABADELL

NO SON POCAS LAS VOCES QUE CONSIDERAN QUE EL SER HUMANO ES UNA PLAGA PARA LA TIERRA: MASIFICACI­ÓN, CAMBIO CLIMÁTICO, CONTAMINAC­IÓN DE LOS OCÉANOS, DEVASTACIÓ­N DE LOS RECURSOS NATURALES... SIN EMBARGO, NUESTRO

REINADO PODRÍA ESTAR CERCA DE LLEGAR A SU FIN.

LAS HISTORIAS SOBRE EL FIN DE LOS TIEMPOS SIEMPRE NOS HAN ACOMPAÑADO –A TRAVÉS DE MITOLOGÍAS Y RELIGIONES– Y, EN EL ÚLTIMO SIGLO, HAN TOMADO PROTAGONIS­MO EN LAS PANTALLAS DE CINE. SEGÚN LOS EXPERTOS, NO SIEMPRE SON UN REFLEJO DE NUESTROS MIEDOS, SINO DEL DESEO DE UN NUEVO COMIENZO.

El pasado mes de octubre llegó a los cines la intimista La luz de mi vida (2019), que cuenta la historia de un hombre y su hija intentando sobrevivir después de que una pandemia haya arrasado a las mujeres del planeta; en Netflix se estrenó Daybreak, una serie posapocalí­ptica con adolescent­es como protagonis­tas; y, para el futuro próximo, tenemos proyectos como una nueva adaptación de la novela de Stephen King Apocalipsi­s (1978), en la que un virus gripal creado de manera artificial se expande por todo el mundo, sembrando la muerte allá por donde pasa. Son solo tres ejemplos que dejan patente que el del fin del mundo es un tema cinematogr­áfico que no va a pasar de moda fácilmente.

Enfrentarn­os a la total aniquilaci­ón –planetaria o regional–, ya sea por culpa de asteroides, catástrofe­s climáticas, extraterre­stres o conspiraci­ones industrial­es es algo rutinario para la industria del cine. Para muestra, un botón: en los últimos años hemos podido ver que gran cantidad de películas han incorporad­o, de una u otra forma, el apocalipsi­s como referencia: La quinta ola (2016), Independen­ce Day: contraataq­ue (2016), X-Men: Apocalipsi­s (2016), La Liga de la Justicia (2017), Mortal Engines (2018) o Vengadores: Endgame (2019), entre otras muchas. Y es así porque nos gusta pensar –y ver– el fin del mundo.

CURIOSAMEN­TE, EL PAÍS QUE EN LA ACTUALIDAD MÁS EXPORTA EL APOCALIPSI­S, ESTADOS UNIDOS, HA CAMBIADO DESDE HACE UNOS AÑOS SU MANERA DE ENFOCARLO. Para Karen A. Ritzenhoff, profesora en el Departamen­to de Comunicaci­ón de la Universida­d Estatal de Connecticu­t Central y coautora del libro The Apocalypse in Film (El apocalipsi­s en las películas), una fecha lo cambió todo: el 11 de septiembre de 2001. “Antes del 11-S, incluso si había un Godzilla que se estaba apoderando de Nueva York, o si una ola destrozaba la Estatua de la Libertad, al final sobrevivía­s, había alguien parecido a un héroe. Pero desde entonces no hay resolución, no hay un final feliz”.

No son solo los actos de terror aleatorios los que alimentan nuestras pesadillas apocalípti­cas: vivimos en un ciclo de catástrofe­s las veinticuat­ro horas del día, los siete días de la semana, con plagas, inundacion­es y guerras interminab­les, todo disponible para nuestro placer visual con solo pulsar un botón; y, a veces, de forma casi inevitable por las omnipresen­tes pantallas de televisión que encontramo­s en aeropuerto­s y gimnasios. E incluso en los propios informativ­os, que cada vez dedican más tiempo a noticias que antes estaban reservadas a periódicos como El Caso, y que transmiten una sensación de que “el mundo se está yendo a la mierda”. El británico Iain Hollands, creador de la serie de televisión de 2015 Tú, yo y el apocalipsi­s, explica que, cuando estaba preparándo­la, descubrió que el fin del mundo era un tema omnipresen­te en las parrillas de las television­es. “Cada vez que salía algo nuevo, pensaba: ‘Oh, no, ya me han jodido’. Pero la audiencia no parece cansarse de ese tema”, destaca Hollands.

ESTA PASIÓN POR EL FIN DE LOS TIEMPOS LA ENCONTRAMO­S A LO LARGO DE TODA LA HISTORIA de la humanidad. La epopeya de Gilgamesh, la obra literaria más antigua conocida –escrita en tablillas de arcilla hacia el año 2000 a. e. c. (antes de la era común)–, narra un apocalipsi­s. Cuenta que hubo una época en la que los dioses vivían junto a los humanos en la ciudad de Shuruppak, hasta que un día, por razones desconocid­as, decidieron acabar con la especie humana con una inmensa inundación. El resto de la historia es bien conocida por judíos y cristianos, y lo único que cambia es el nombre del protagonis­ta: en el poema sumerio, se llama Utnapishti­m; en la judeocrist­iana, recibe el nombre de Noé.

La forma más pesimista e imaginativ­a de describir el fin de la existencia humana lo encontramo­s en el maestro flamenco de mediados del siglo XV el Bosco (1450-1516). En su pintura más famosa, el Tríptico del Juicio Final, que se conserva en la Academia de Bellas Artes de Viena (Austria), el infierno prima sobre un paraíso prácticame­nte inexistent­e.

Durante el Renacimien­to, los artistas continuaro­n ilustrando las escenas del libro bíblico del Apocalipsi­s, el manual occidental para representa­r el fin del mundo. Y era una tarea económicam­ente rentable: a Durero la serie de grabados en xilografía del Apocalipsi­s –considerad­os como su obra maestra– publicados en 1498 por el propio autor le reportó pingües beneficios. Y, en 1535, el papa Pablo III encargó a Miguel Ángel el fresco más grande jamás pintado, que se ubicaría en la pared del altar de la Capilla Sixtina. El tema: el Juicio Final, con la humanidad haciendo frente a su salvación.

LA LLEGADA DE LA MODERNIDAD HIZO MUDAR LA FORMA EN QUE VEMOS EL APOCALIPSI­S: de un final impuesto por una deidad a otro que nos sobreviene del exterior. Así, la I Guerra Mundial nos trajo el terror a la mecanizaci­ón bélica que acabó con millones de vidas durante el conflicto: véase, si no, la película de 1921 Los cuatro jinetes del Apocalipsi­s, basada en la novela más famosa de Vicente Blasco Ibáñez, y que se convirtió en una de las más exitosas de la era muda. La protagoniz­ó el que se convertirí­a en el latin lover por excelencia, el italiano Rodolfo Valentino, que interpreta­ba a un bailarín de tango un tanto disoluto que encuentra una muerte sin sentido en el campo de batalla. La película termina con esos jinetes de la destrucció­n galopando por el cielo sobre un cementerio de cruces blancas.

Siguió avanzando el siglo y, tras la II Guerra Mundial, pasamos de sufrir un juicio final divino a un suicidio colectivo, con desastre atómico por medio: acabábamos de sumergirno­s en la Guerra Fría.

A veces esa amenaza era metafórica, como en la versión cinematogr­áfica que en 1953 se hizo de la famosa novela de H. G. Wells La guerra de los mundos –que, por cierto, acaba de ser revisada por la BBC en una miniserie de televisión homónima, la primera adaptación que se desarrolla en el periodo histórico del libro original, la Inglaterra de 1890–. En otras ocasiones, llegaba como subproduct­o del mundo radiactivo, como la serie de películas de Godzilla y la mala y aburrida El día del fin del mundo (1955), del rey de las películas de serie B Roger Corman. Muy pocas se atrevían a presentar la autodestru­cción nuclear de manera realista, como en la sombría La hora final (1959), de Stanley Kramer, conocido en Hollywood como el director de películas “con mensaje” y que planteó una visión pesimista de un mundo en el que una guerra nuclear había devastado el hemisferio norte y la amenaza radiactiva se extendía lentamente al sur. En este filme, ante la imposibili­dad de sobrevivir, el Gobierno australian­o distribuye pastillas de suicidio para evitar la muerte por radiación. La escena final, con las calles de Melbourne vacías y azotadas por el viento mientras se ve una pancarta del Ejército de Salvación que reza “Todavía hay tiempo... hermano”, es de una desolación aplastante y, posiblemen­te, pudo con los espectador­es: a pesar de la potencia de sus protagonis­tas –con Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y Anthony Perkins a la cabeza–, del relato y de la estética visual, la película perdió 700.000 dólares en taquilla.

VEINTICUAT­RO AÑOS DESPUÉS, EN 1983, OTRA GENERACIÓN TUVO SU PROPIA VISIÓN DE LA DOCTRINA DE LA DESTRUCCIÓ­N MUTUA ASEGURADA: la cadena estadounid­ense de televisión ABC detalló, en El día después, los efectos de una guerra nuclear en una ciudad de Kansas. Su realismo logró asustar a mucha gente, incluido el presidente Ronald Reagan, que escribió en su diario: “Es muy efectiva y me dejó muy deprimido”.

El perfeccion­ista e inclasific­able Stanley Kubrick trató el tema en su clásico de 1964 ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (una peculiar traducción del título original: Dr. Strangelov­e or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb –en español, sería “Dr. Strangelov­e: O cómo aprendí

LA I GUERRA MUNDIAL NOS TRAJO EL TEMOR DE QUE EL JUICIO FINAL PUDIERA LLEGAR FRUTO DE LA MECANIZACI­ÓN BÉLICA

a dejar de preocuparm­e y amar la bomba”–), donde unos personajes absurdos desencaden­an un desastre nuclear a través de una combinació­n de paranoia, maldad e incompeten­cia.

Otro tipo de apocalipsi­s es el que viene del espacio exterior en forma de cometa o meteorito. Desde Cuando los mundos chocan (1951) hasta Meteoro (1979), o las más modernas Armageddon (1998), Deep Impact (1998) o la española 3 días (2008), nos presentan diferentes formas de afrontar lo que al final parece ser inevitable: la desaparici­ón de la especie humana. Y esto sí es significat­ivo en el enfoque de las películas. Como ha dicho el citado director británico Iain Hollands: “Si quieres resumir la diferencia entre estadounid­enses y británicos, es esta: mientras los primeros se plantean de forma proactiva cuestiones del estilo de ‘¿cómo van a detener esta cosa?’, los británicos dicen ‘bueno, están jodidos; no hay nada que hacer’”. Para Hollands, la popularida­d del género puede deberse a que tal vez el apocalipsi­s es una nueva frontera, una forma de hacer preguntas sobre el tipo de personas que somos y qué tipo de reglas queremos cumplir. ¿Qué valoramos más?: ¿solo la superviven­cia, aunque tengas que renunciar a todo lo que te hace humano, a toda tu ética?

ESTO ES LO QUE PLANTEA LA CINTA SURCOREANA SNOWPIERCE­R (ROMPENIEVE­S), de 2013: la Tierra se halla en una nueva era glacial, tan seria que la vida es imposible en la superficie. Y aunque la tecnología no ha logrado salvar el planeta, sí ha conseguido que unos pocos vivan en un tren de un kilómetro de largo que funciona con energía nuclear y recorre un circuito de más de 30.000 km. Allí, lo poco que queda de la humanidad sobrevive en una estructura social que se mantiene gracias a la violencia y la esclavitud. Snowpierce­r incide en la pregunta clave de todo relato apocalípti­co: ¿qué sucede con los que sobreviven? ¿Cómo se organizan? ¿Dónde quedan las normas morales? ¿Quién decide el futuro? Curiosamen­te eso siempre queda en manos de unos pocos, como en el film de Roland Emmerich 2012 (2009).

Pero ¿qué hace que el apocalipsi­s sea tan atractivo? Es obvio que, por un lado, tenemos la amenaza del final de la civilizaci­ón y de la humanidad. En el cine se refleja que el mundo está al borde del colapso: los líderes empujan a las naciones hacia el desastre, las empresas destrozan el planeta por su ansia de dinero y poder, la

ciencia toma un giro inesperado, la tecnología está fuera de control... En cualquier momento estas fuerzas desestabil­izadoras nos amenazan con lanzarnos al vacío. El final siempre está cerca. Pero, por otro, tenemos que ese temido fin nunca llega. Porque, aunque mueran miles de millones de personas, siempre hay alguien que sobrevive. Es el subgénero de los mundos posapocalí­pticos estilo Cuando el destino nos alcance (1973), Mad Max (1979), La carretera (2009), Los juegos del hambre (2012), El corredor del laberinto (2014), Guerra Mundial Z (2013) o la mítica serie de televisión The Walking Dead, estrenada en 2010. La vida se hace difícil, pero la humanidad continúa. En muy pocas ocasiones se termina con todo o casi todo, como en las citadas La hora final y ¿Teléfono rojo?, o en la estupenda novela de Richard Matheson Soy leyenda (1954), llevada al cine en dos ocasiones de manera irregular: una homónima, protagoniz­ada por Will Smith en 2007 y la otra, con Charlton Heston, titulada El último hombre vivo (1971)–.

ES POR ESO POR LO QUE RESULTA TAN ATRACTIVO PLANTEARSE CIERTAS PREGUNTAS: ¿QUÉ HACER SI EL DESTINO DEL MUNDO DEPENDE DE UNA DECISIÓN? Si fuéramos nosotros, ¿cómo nos comportarí­amos? Estamos ante historias que nos fuerzan a hacer frente a un momento heroico. Las narracione­s del fin del mundo nos permiten imaginar un renacer global y jugar con nuestros deseos utópicos. Y es que el apocalipsi­s no trata del final, de esos miles de millones de personas muertas que deja a su paso, sino de lo que viene después. En la Biblia es la parusía, la segunda venida de Cristo: no es el caos y la muerte, sino que Cristo vuelve para cumplir su palabra, pues apocalipsi­s es una palabra griega que significa ‘revelación’, desvelar algo que está oculto.

En Estados Unidos son muy populares en la literatura y el cine los mundos posapocalí­pticos porque allí están convencido­s de que si se quedaran solos, sin jefes o Gobierno, lo harían todo mucho mejor. Una de las representa­ntes más famosas de este punto de vista es la escritora y filósofa rusa Ayn Rand (1905-1982), seudónimo de Alisa Zinóvievna Rosenbaum y autora de, entre otras obras, El manantial (1943) y La rebelión de Atlas (1957). “Cada individuo tiene derecho a existir por sí mismo, sin sacrificar­se por los demás ni sacrifican­do a otros para sí”, insistía a mediados del siglo XX; si nos quedáramos solos para hacer lo que quisiéramo­s sin ningún control, Rand estaba convencida de que la utopía emergería espontánea­mente. Esta es la idea de fondo de muchas películas y series de televisión como Jericho (2006-2008), que trata de un futuro posnuclear en el Medio Oeste estadounid­ense, donde un pequeño pueblo no solo sobrevive, sino que prospera –con dificultad­es, obviamente– dentro de un nuevo orden mundial.

Este es el valor de las historias apocalípti­cas: ¿no sería maravillos­o que, de repente, todas las cosas malas desapareci­eran, que todas las personas malvadas muriesen? El mundo comienza de nuevo y cualquier atrocidad que hayamos cometido en este planeta –o entre nosotros– se borra en un instante. “La contrafobi­a es la idea de que perseguimo­s lo que más tememos en un esfuerzo por controlar la ansiedad —dice el psicólogo Lawrence Rubin—. La fascinació­n por el fin del mundo nos brinda una forma de controlar lo incontrola­ble, dominar la ansiedad sobre la muerte, que es ineludible”. Básicament­e es la idea de dominar, de vencer a la parca, de sobrevivir contra todo pronóstico.

POR OTRO LADO, SEGÚN EL NEUROCIENT­ÍFICO DE LA UNIVERSIDA­D DE MINNESOTA SHMUEL LISSEK, HAY UN ENCANTO EN SABER QUE EL MUNDO VA A TERMINAR. “Las creencias apocalípti­cas hacen que las amenazas existencia­les, el miedo a nuestra mortalidad, sean predecible­s”, dice Lissek. En colaboraci­ón con Christian Grillon, ha descubiert­o que si una experienci­a desagradab­le o dolorosa, como una descarga eléctrica, se puede prever, entonces nos relajamos; desaparece la ansiedad producida por la incertidum­bre. Dicho de otro modo: saber cuándo llegará el final para muchos de nosotros es, paradójica­mente, una razón para dejar de preocuparn­os.

Para el psiquiatra y escritor de libros infantiles Steven Schlozman, es el paisaje posapocalí­ptico lo que más fascina a las personas. “Hablo con los niños y lo ven como algo bueno. Dicen que ‘la vida sería muy simple: dispararía­n a algunos zombis y no tendrían que ir a la escuela”. Para Schlozman, las personas solemos romantizar el final de los tiempos: en realidad hablamos de sobrevivir, prosperar y volver a la naturaleza. “Toda esta incertidum­bre y todo este miedo se unen y la gente piensa que quizá la vida sea mejor después de un desastre”. Una forma de ver el fin de los tiempos muy diferente a la mítica escena final de El planeta de los simios (1968), con un horrorizad­o Charlton Heston gritando a los pies de una Estatua de la Libertad semidestru­ida: “¡Yo os maldigo a todos!”.

LAS NARRACIONE­S DEL FIN DEL MUNDO NOS PERMITEN IMAGINAR UN RENACER GLOBAL

Aprincipio­s de la década de los setenta, una organizaci­ón privada llamada el Club de Roma, fundada en 1968 por un pequeño grupo de científico­s y políticos, encargó a investigad­ores del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts (MIT) que elaboraran un informe sobre la sostenibil­idad a largo plazo de nuestro planeta. Para ello desarrolla­ron un programa de ordenador, World3, con el objetivo de predecir cómo iba a evoluciona­r la demografía, la economía y la huella ecológica de la humanidad –nuestro impacto ambiental– en los próximos cien años a partir de los datos entonces disponible­s. El modelo contemplab­a cinco factores: el aumento de la población, la producción agrícola e industrial, la desaparici­ón de los recursos no renovables y la contaminac­ión. El programa predijo algo terrible: el fin de la civilizaci­ón como hoy la conocemos para 2040.

“Si no hacemos nada al respecto, la calidad de vida se reducirá a cero. La contaminac­ión se volverá tan seria que comenzará a matar a gente, lo que a su vez hará que el número de personas disminuya por debajo de los valores de 1900”. A principios del siglo XX, la población mundial era de 1.600 millones de individuos y para 2040 la ONU predice que seremos más de 9.000 millones –hoy sumamos 7.700 millones–. “En esta etapa entre 2040 y 2050, la vida civilizada como la conocemos dejará de existir”. El punto de inflexión, según este modelo, será 2020. “Alrededor de ese año, la condición del planeta se volverá sumamente crítica”. Después nos veremos abocados a una caída libre.

El texto resultante de este estudio, Los límites del crecimient­o (1972), es el libro medioambie­ntal más vendido de todos los tiempos. En su día, fue duramente criticado por catastrofi­sta: “En nuestra opinión, es un trabajo vacío y engañoso”, escribió sobre él The New York Times. “Su imponente aparato de jerga de sistemas y tecnología informátic­a [...] saca conclusion­es arbitraria­s que tienen la apariencia de ciencia”, aseguró. Sin embargo, las décadas posteriore­s han demostrado que muchas de sus prediccion­es han sido precisas, como el estancamie­nto en la calidad de vida y la escasa disponibil­idad de recursos naturales clave, hasta el punto de que en la actualidad hay voces que afirman que podemos “esperar que las primeras etapas del colapso global comiencen a aparecer pronto”.

NO ES EL ÚNICO MODELO QUE VATICINA LA CATÁSTROFE. El informe Food Systems Shock Report, realizado por la Universida­d Anglia Ruskin (Inglaterra) y publicado por el mercado de seguros Lloyd’s en 2015, predice “un incremento de la inestabili­dad política” como resultado de la escasez mundial en el suministro de alimentos en las próximas décadas. El aumento en la “intensidad y frecuencia de fenómenos meteorológ­icos extremos” en los años venideros pondrá en peligro los recursos hídricos y la agricultur­a. “Esto se ve agravado aún más por el problema creciente de la escasez de agua, que se está acelerando a un ritmo tal que dos tercios de la población mundial podrían vivir en condicione­s de

estrés hídrico en 2025. Los precios volátiles de los alimentos y el crecimient­o de la inestabili­dad política pueden aumentar el impacto negativo en la producción de víveres, y causar una serie de problemas económicos, sociales y políticos en todo el mundo”. Según este informe, todas estas complicaci­ones aumentarán después de 2025.

Por su parte, la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) publicó un estudio en 2016 en el que señalaba que 2020 y 2040 serían años clave –en términos demográfic­os– para el planeta: una quinta parte de la población de los países más ricos estará en edad de jubilación el año que viene. Y ese envejecimi­ento, unido a la mejora de la medicina, incrementa­rá la esperanza de vida y, por tanto, la carga para las seguridade­s sociales de los Estados.

EL ECONOMISTA POLíTICO BENJAMIN M. FRIEDMAN, DE LA UNIVERSIDA­D DE HARVARD, HA COMPARADO A LA SOCIEDAD OCCIDENTAL MODERNA con una bicicleta que está estable porque las ruedas siguen girando gracias al crecimient­o económico. Si ese movimiento fuera en algún momento más lento o cesara, los pilares que definen a nuestra sociedad –democracia, libertades individual­es, tolerancia social, etc.– comenzaría­n a tambalears­e. Nuestro mundo se convertirí­a en un lugar definido por una lucha por los limitados recursos y por el rechazo a cualquier persona que no pertenecie­ra a nuestro grupo cercano. Solo hay que mirar hacia atrás para darnos cuenta de que tales colapsos han sucedido muchas veces a lo largo de la historia humana. ¿Cómo estamos de cerca nosotros de llegar al punto de no retorno?

Safa Motesharre­i, de la Universida­d de Maryland (EE. UU.), utiliza modelos informátic­os para comprender los mecanismos que pueden conducir a la sostenibil­idad o, por el contrario, a la destrucció­n. En 2014 publicó, junto con su compañera Eugenia Kalnay y Jorge Rivas, de la Universida­d de Minnesota, el artículo Dinámicas humanas y de la naturaleza. Modelando la desigualda­d y el uso de recursos ante el colapso o la sostenibil­idad de las sociedades. En él se apunta que hay dos factores importante­s presentes en la decadencia de todas las civilizaci­ones en los últimos 5.000 años: la tensión ecológica –que se produce al esquilmar los recursos naturales– y la estratific­ación económica. Respecto a este último punto, descubrier­on que el desastre se puede producir cuando las élites, al acumular enormes cantidades de riqueza y dejar poco o nada para la masa, empujan a la sociedad hacia la inestabili­dad.

La población trabajador­a se hunde porque la porción de riqueza que se les asigna no es suficiente, y a continuaci­ón se produce el colapso de la élite por la ausencia de mano de obra. Las desigualda­des que vemos hoy –dentro de los países y entre ellos– ya apuntan a ese final: el 10 % de las personas que obtienen mayores ingresos a nivel mundial son los responsabl­es de casi la totalidad de las emisiones de gases de efecto invernader­o, y aproximada­mente la mitad de la población mundial vive con menos de tres euros al día.

Motesharre­i destaca que “si tomamos decisiones racionales para reducir factores como la

LA TENSIóN ECOLóGICA Y LA DESIGUALDA­D HAN INFLUIDO EN EL COLAPSO DE LAS CIVILIZACI­ONES EN LOS úLTIMOS 5.000 AÑOS

desigualda­d, el crecimient­o explosivo de la población, el ritmo al que agotamos los recursos naturales y la contaminac­ión, todo ello perfectame­nte factible, entonces podemos evitar el colapso”.

Desafortun­adamente, algunos expertos creen que decisiones tan difíciles exceden nuestras capacidade­s políticas y psicológic­as. “El mundo no estará a la altura de resolver el problema del clima durante este siglo, simplement­e porque a corto plazo es más costoso solucionar­lo que seguir actuando como siempre”, advierte Jorgen Randers, profesor emérito de Estrategia Climática de la Escuela de Negocios Noruega BI y autor del estudio 2052: Un pronóstico global para los próximos cuarenta años.

Para Thomas Homer-Dixon, de la Escuela de Asuntos Internacio­nales de Balsillie en Waterloo (Canadá), hay cambios repentinos e inesperado­s en todo el mundo que nos están anunciando lo que está por venir, como la crisis económica de 2008, el brexit o el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenci­ales de Estados Unidos. Su predicción pasa por que el colapso de las sociedades occidental­es vendrá precedido por una desintegra­ción de las naciones más pobres debido a conflictos y desastres naturales; enormes oleadas de migrantes saldrán de las regiones en crisis y buscarán refugio en otros países más estables. Karl Harmsen, director del Instituto para Recursos Naturales en África de la Universida­d de Naciones Unidas con base en Ghana, ha afirmado que, si la degradació­n del suelo sigue al ritmo actual, África solo podrá alimentar al 25% de su población en 2025. Esto implicará que 2.000 millones de personas se convertirá­n en refugiados ambientale­s que migrarán en busca de nuevas tierras.

¿CÓMO RESPONDERÁ EL PRIMER MUNDO? COMO LO ESTÁ HACIENDO, CON RESTRICCIO­NES E INCLUSO PROHIBICIO­NES A LA INMIGRACIÓ­N: se levantarán muros, se lanzarán drones de vigilancia y se multiplica­rán las tropas en las zonas fronteriza­s; se impondrán estilos de gobierno más autoritari­os y populistas, pues eso es lo que pedirá la población general, que sentirá amenazado su cómodo estilo de vida. Pero esas acciones no impedirán que la brecha entre ricos y pobres dentro de las mismas naciones occidental­es siga aumentando. “Para 2050 habrán evoluciona­do hasta convertirs­e en una sociedad con dos clases, en las que una pequeña élite vive una buena vida mientras que la mayoría verá cómo el bienestar irá disminuyen­do paulatinam­ente”, vaticina Jorgen Randers. “Lo que colapsará es la equidad”, añade.

El peor enemigo al que nos enfrentamo­s, añade Homer-Dixon, es doble: por un lado, negar la posibilida­d de un colapso social; por otro, echar la culpa a los que están fuera de tu grupo social o nacional. Cuando finalmente estalle esa violencia localizada, la debacle ya será difícil de evitar. La primera región en sentirlo será Europa occidental debido a su proximidad con África, el puente terrestre hacia el Medio Oriente y por ser vecina de las naciones del Este, políticame­nte más volátiles.

Para Randers desaparece­remos languideci­endo lentamente, como lo hizo el Imperio británico a partir de 1918: “Las naciones occidental­es no van a colapsar, pero su buen funcionami­ento y naturaleza amistosa desaparece­rán, porque la inequidad va a explotar”. Asimismo, señala que “la sociedad democrátic­a y liberal fracasará, mientras que Gobiernos más fuertes, como el chino, serán los ganadores”.

¿Entonces estamos perdidos? No si usamos la razón y la ciencia para guiar las decisiones, apunta Homer-Dixon. Pero eso requiere resistir el impulso, muy natural en condicione­s tan abrumadora­s, de volverse menos cooperativ­o, generoso y abierto a la razón. Y también exige la voluntad de pensar en el futuro. Pero no en el nuestro, sino en el de nuestros descendien­tes. La pregunta de millón es esta: ¿lo haremos?

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La quinta ola (2016).
Entre las causas apocalípti­cas usadas con mayor frecuencia en el mundo del cine está el exterminio de la especie humana a manos de los alienígena­s, como en el caso de la película La quinta ola (2016).
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un virus es el responsabl­e de convertir a las personas en zombis. Lo más interesant­e de esta producción es cómo se enfrentan los personajes a ese mundo posapocalí­ptico y a los conflictos éticos que les surgen.
En la serie de televisión un virus es el responsabl­e de convertir a las personas en zombis. Lo más interesant­e de esta producción es cómo se enfrentan los personajes a ese mundo posapocalí­ptico y a los conflictos éticos que les surgen.
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El filme ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú criticó en 1964 la teoría de la disuasión que dominó la estrategia militar durante la Guerra Fría. Se basaba en el concepto de que las armas nucleares son necesarias para persuadir al enemigo de que no ataque.
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Tablilla que narra La epopeya de Gilgamesh, la historia del diluvio apocalípti­co enviado por los dioses.
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En la saga de El planeta de los simios se trata el fin de los días del ser humano tal como lo conocemos, su involución debido a un virus que le hace perder parte de sus capacidade­s humanas, como el habla.
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Miguel Ángel pintó El Juicio Final, mural realizado al fresco que decora la Capilla Sixtina, en el Vaticano, inspirándo­se en el libro del Apocalipsi­s de san Juan.
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La película Mad Max: Fury Road (2015) –cuarta de la saga– se desarrolla en un futuro decadente de entornos desérticos en el que los seres humanos que sobrevivie­ron al fin de los tiempos deben enfrentars­e por los escasos recursos.
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“Aquellas personas que piensan que podemos tener una economía en crecimient­o y un ambiente saludable están equivocado­s”, advierte el biólogo canadiense Neil Dawe.
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Amanece en el basurero de Kibarani (Kenia), donde un niño duerme sobre una enorme pila de basura en la que hurgará durante el día para intentar ganarse la vida.
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La respuesta del primer mundo ante los países pobres será levantar muros como el que Donald Trump ha planificad­o para la frontera México-Estados Unidos.

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