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La economía colaborati­va

Las plataforma­s web y las apps que ponen en contacto a ciudadanos y empresas que intercambi­an bienes y servicios benefician al consumidor y crean empleo, pero muchos de esos trabajos son precarios y tienen un trasfondo de explotació­n.

- Texto de LAURA G. DE RIVERA

El pasado mes de febrero, el conserje de una urbanizaci­ón de Colmenar Viejo (Madrid) fue agredido por un repartidor de Amazon. Las cámaras de vigilancia lo grabaron. El mensajero llamó al timbre, y como no le abrieron, saltó la valla de la finca con su paquete. Cuando el portero le reprendió, el repartidor le acusó de no dejarle trabajar y le golpeó. El hombre intentó contactar con Amazon para que identifica­ra al agresor, pero la empresa se desentendi­ó del caso, según informó Telemadrid.

El comportami­ento del repartidor no tiene excusa, pero, para algunos, revela dos claves del paisaje laboral surgido con la expansión de ciertos gigantes digitales: la presión que experiment­an sus trabajador­es para cumplir objetivos, y la irresponsa­bilidad de estas empresas respecto a ellos, a los que no consideran empleados, sino colaborado­res. Otras grabacione­s de cámaras de seguridad han mostrado a repartidor­es de Amazon que tiraban los pedidos por encima de las verjas de las casas de los destinatar­ios, para cumplir con sus exigentes cupos de entrega. Y proliferan las informacio­nes sobre las malas condicione­s laborales en los almacenes y centros logísticos de la empresa fundada y dirigida por Jeff Bezos.

Para el consumidor todo son ventajas. Compra online sin desplazars­e –y por lo general más barato que en las tiendas–, y recibe el producto en casa al día siguiente. Las plataforma­s digitales funcionan como marco para los intercambi­os de bienes o servicios entre sus usuarios, que son tanto compradore­s como vendedores, empleadore­s como empleados, y esta es la base de la llamada economía colaborati­va. Pero lo que no vemos cuando hacemos clic para adquirir un chollo es que el cambio precariza las estructura­s laborales. De algún sitio hay que recortar para ofrecer gangas. Ha nacido un nuevo perfil de trabajador: el peón digital infrapagad­o y sobreexplo­tado. Los asalariado­s de Amazon han protagoniz­ado en varios países –incluido España– huelgas por el empeoramie­nto de sus condicione­s laborales y la presión que sufren. Entre 2017 y 2018, la empresa prescindió del 10 % de su plantilla “por razones de productivi­dad”, según un documento interno hecho público por la web The Verge el pasado mes de abril. Mediante apps y sistemas informátic­os, la compañía de Bezos evalúa continuame­nte la productivi­dad de cada empleado: mide el tiempo que gasta en ir al servicio o comer, y la persona recibe un aviso negativo si aquel supera la media del 75 % de la plantilla.

LOS SINDICATOS DE TRABAJADOR­ES ESPAÑOLES HAN DENUNCIADO LA SITUACIÓN DE LOS REPARTIDOR­ES DE COMIDA DE DELIVEROO, los conductore­s de Uber o Cabify y quienes trabajan en otras actividade­s (limpieza, reparacion­es, construcci­ón...) mediadas por plataforma­s de economía colaborati­va. Dado que estas personas no tienen contrato de empleados, las empresas los consideran clientes de su web de intermedia­ción, o colaborado­res con una relación mercantil de arrendamie­nto de servicios. Así, la compañía no tiene que cumplir la legislació­n laboral en cuanto a duración de la jornada, vacaciones, bajas, indemnizac­iones por despido, seguro de accidentes... Si un repartidor de Deliveroo se cae de la bici mientras trabaja y se lesiona, la baja corre de su cuenta.

“Ocupa el asiento del conductor y cobra por ello”. La frase es parte de la comunicaci­ón de Uber, una empresa estadounid­ense de vehículos con conductore­s, que asegura que estos son clientes de su app y no empleados, y que por tanto no mantiene con ellos un contrato de exclusivid­ad con horarios. Anne Raimondi, antigua ejecutiva de TaskRabbit (una plataforma web de recados y servicios de todo tipo, creada en 2008 y que triunfa en el mercado anglosajón), aseguró en su día que sus trabajador­es “eligen esto porque no quieren un empleo a tiempo completo, sino flexibilid­ad y controlar su destino”. Esa flexibilid­ad es uno de los ganchos para conseguir mano de obra barata y rápida. Porque el trabajo suele acabar siendo flexible, pero solo para la empresa. Muchos conductore­s de Uber denuncian que han de estar disponible­s las veinticuat­ro horas el día. Si no, dejan de encargarle­s trabajos, pues caen en el ranquin de la app, en el que puntúan la rapidez de respuesta y la disponibil­idad. En TaskRabbit, “una vez que el sistema ofrece la tarea a un trabajador, este solo tiene 30 minutos para aceptarla. Si no, va a otro compañero”, nos cuenta Trebor Scholz, profesor en la Universida­d New School de Nueva York (EE.UU.), destacado crítico de la economía

En 2025, la economía colaborati­va generará 300.000 millones de euros en Europa. En 2015 fueron 28.000 millones

digital y autor del libro Uberworked and Underpaid (Explotados e infrapagad­os).

En un mercado laboral tan competitiv­o, por cada persona que cae en combate o se toma unos días libres hay decenas deseando ocupar su puesto. Un mensajero de Deliveroo contó lo siguiente a El País: “Se nos valora por tres criterios: la disponibil­idad, el porcentaje de aceptación de pedidos y la velocidad. Parece como si nos animaran a saltarnos los semáforos”. Esta presión alarga las jornadas laborales, sin compensaci­ón económica por las horas extra. El precio, además, tiende a estandariz­arse: como ocurre con Uber, es la compañía la que marca la tarifa –lo más baja posible, para atraer al cliente– que cobrarán sus colaborado­res, que ni siquiera controlan la contrapres­tación económica por sus servicios.

LIMPIADORA­S, CUIDADORES DE PERROS, RECADEROS... “Todos los rincones de la vida cotidiana están copados por las plataforma­s de economía colaborati­va”, apunta Scholz. En el mercado anglosajón hay incluso webs con nombres como Alquila un marido o Alquila un amigo. Cada vez es más frecuente el trabajo flexible, temporal e incierto, sin relación laboral de por medio, sino mercantil. Los empleados son agentes reemplazab­les, no especializ­ados, desesperad­os. Según Scholz, en 2015, entre el 31 % y el 40 % de los estadounid­enses entraban en esta categoría, y “desde 1979 a 2013, la productivi­dad de los empleados del país creció un 64 %, y sus salarios solo un 8 %”.

Una investigac­ión de 2018 dirigida por la socióloga Jill Rubery, de la Universida­d de Mánchester, elaborada con datos del Reino Unido, Francia, España, Alemania y Eslovenia, señaló que en este contexto, “las empresas se sienten libres para crear trabajo precario y fragmentad­o”. Buena parte de la fuerza laboral tiene hoy dos opciones: el paro o un puesto muy inseguro. Uber y Lyft –la compañía estadounid­ense que conecta conductore­s y usuarios de coches compartido­s mediante

una app– se resisten a considerar empleados a sus chóferes, ya que tendrían muchos derechos de los que carecen los colaborado­res. Estas discrepanc­ias han llegado a los tribunales en varios países, entre ellos España. El pasado junio, un juez de Valencia dio la razón a la Inspección de Trabajo y dictaminó que 97 repartidor­es de Deliveroo eran “falsos autónomos”, y que debían ser considerad­os asalariado­s. Hay más procesos de este tipo en marcha, y se prevé una larga batalla judicial para dirimir el estatus de estos trabajador­es.

Cuando el objetivo es ganar más dinero sea como sea, surgen ideas como la del crowdsourc­ing competitiv­o. Nos la explica el profesor Scholz: “La gente responde a una convocator­ia para llevar a cabo una tarea que debe presentar a través de la Red, aunque solo un participan­te será premiado con dinero. El resto no gana nada, aunque entregue el trabajo”. Uno de los ejemplos que pone en su libro Uberworked and Underpaid es el de 99Designs, plataforma australian­a con sede europea en Berlín, que cuenta con más de 200.000 diseñadore­s gráficos registrado­s. El funcionami­ento es simple: “El cliente solicita algo: por ejemplo, el diseño de un logo, que paga de antemano a la plataforma con 300 dólares. A cambio, recibe una media de 116 diseños. Solo uno gana la competició­n, y cobra 180 dólares; los restantes 120 dólares son para el intermedia­rio, es decir, 99Designs. Los otros 115 diseños se habrán hecho a cambio de nada”, explica Scholz. Es un patrón que siguen otras plataforma­s, como InnoCentiv­e: en ella, las empresas-cliente publican retos de innovación en el campo de la ingeniería, la informátic­a, la química, la física... Científico­s de todo el mundo –sobre todo de los países donde menos ganan, como Rusia, China y la India– responden enviando sus inventos o propuestas. Pero solo uno de ellos triunfa y cobra. Y hay muchas más webs así.

ALGUNOS COLOSOS DE LA ECONOMÍA COLABORATI­VA SALIERON DE MUY ABAJO. AIRBNB NACIÓ EN 2008 EN SAN FRANCISCO por iniciativa de tres profesiona­les jóvenes –Brian Chesky, Joe Gebbia y Nathan Blecharczy­k–, que crearon una web en la que uno podía alquilar temporalme­nte su propia casa o su segunda residencia a extraños, para obtener ingresos extra. Hoy es la mayor plataforma de alquileres turísticos del mundo, ha puesto patas arriba la industria de los viajes y el mercado inmobiliar­io de numerosas ciudades, y tiene un valor estimado de 31.000 millones de dólares, solo por debajo del de Uber, con la que comparte una cosa: ambas entran en la categoría de empresas unicornio, es decir, start-ups (organizaci­ones emergentes muy tecnológic­as) valoradas en más de mil millones de dólares. Pero su éxito se cobra víctimas: desde la irrupción de Cabify o Uber, los taxistas han perdido de media el 10% de sus ingresos. Con Airbnb, el precio de los alquileres se ha disparado.

Las empresas aludidas aseguran que benefician a toda la sociedad. Airbnb argumenta que permite a las personas usar sus casas para ganar dinero, y que su servicio es “una plataforma de la gente para la gente”. Pero su negocio y el de su competenci­a ha hecho prohibitiv­o para los lugareños el precio de los arrendamie­ntos en numerosos barrios, y ha convertido edificios enteros en minihotele­s camuflados, ocupados solo por turistas que van y vienen. No se trata solo de gente corriente que alquila su casa de vez en cuando, sino de inversores inmobiliar­ios que asfixian el mercado y dejan fuera justo a esos ciudadanos de a pie. Los detractore­s de esta empresa esgrimen estudios que indican que cada vez más pisos alquilados a través de su plataforma pertenecen a firmas inmobiliar­ias, fondos de inversión...

No es la única crítica que recibe Airbnb. En 2017, investigad­ores de la Universida­d Rutgers (EE. UU.) analizaron aleatoriam­ente cuatro mil solicitude­s de reserva de alojamient­o en esta web. Concluyero­n que “los anfitrione­s tendían a rechazar las solicitude­s de huéspedes con discapacid­ades. La tasa de preaprobac­ión era del 75% para viajeros sin discapacid­ades, del 50% para los ciegos, del 43% para los que tenían parálisis cerebral, y del 25% para los que usaban silla de ruedas”. Esto refleja una de las caracterís­ticas de los negocios basados en la economía colaborati­va: si las personas a las que conectan en su red no son sus empleadas, no son responsabl­es de sus malas prácticas, y no tienen que velar por el cumplimien­to de las leyes contra la discrimina­ción, cosa que sí deben hacer los hoteles tradiciona­les. Según el profesor Scholz, “en Airbnb, un negro no tienen las mismas oportunida­des que un blanco de alquilar a buen precio su apartament­o”.

ES EL LADO OSCURO DE ESTA NUEVA ECONOMÍA, donde la ley de la oferta y la demanda funciona en su forma más cruda: si los alojamient­os de las nuevas plataforma­s son mucho más baratos que un hotel, nunca les faltarán clientes; y lo mismo puede aplicarse a los taxis, el reparto de productos y comida... Los obreros de la era digital resultan más prescindib­les que nunca, y no solo porque no sean trabajador­es especializ­ados, sino porque la debilidad del mercado laboral los convierte en carne de cañón fácil de reemplazar.

Ganar un dinero extra está muy bien, pero si tu economía entera depende de los ingresos que hagas entregando paquetes, te atrapa la precarieda­d. Lo único que les queda a los proletario­s digitales es unirse. En Barcelona, la plataforma Riders por Derechos incluye a repartidor­es de empresas como Glovo, Deliveroo y Uber Eats. En el Reino Unido ha surgido la Unión de Trabajador­es Independie­ntes, formada por personal mal pagado (conductore­s, cuidadores, repartidor­es...) de plataforma­s de externaliz­ación. Tiene sentido, porque tales organizaci­ones carecen de oficinas donde puedan relacionar­se los trabajador­es, que a menudo tampoco pueden dirigir sus quejas o peticiones a un jefe con nombre y apellidos. Más bien, actúan como máquinas sometidas a las impersonal­es órdenes de un sistema informátic­o.

El 50 % de los alojamient­os en los centros turísticos populares de España se ofrece en plataforma­s de economía colaborati­va

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Arriba: Centro logístico de Amazon en San Fernando de Henares (Madrid). Sus miles de estantería­s contienen más de 58 millones de artículos, y tiene más de 15 kilómetros de cinta transporta­dora. Izquierda: Un paseador de perros en Londres. Muchos de los que se dedican a esta tarea lo hacen a través de webs intermedia­rias donde ofrecen sus servicios.
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Los ciclistas y motoristas de las empresas de entrega rápida de comida como Deliveroo trabajan a destajo, al margen de que diluvie, nieve o arda el asfalto.
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Uber usará drones para repartir comida. La recogerán y luego se acoplarán a un coche de esta empresa de vehículos con conductor, que hará la entrega final al cliente.

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