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Prodigios de la era C R I S PR

- Texto de JOANA BRANCO

Considerad­o uno de los avances clave del siglo XXI, el cortapega genético, que los expertos conocen como tecnología CRISPR, es una herramient­a que ya ha alcanzado la edad de madurez, aunque todavía se está explorando su inmenso potencial. Aquí te contamos su historia, sus fabulosos logros y cómo se intentan limar sus defectos para que permita editar ADN casi a voluntad de forma sencilla, precisa, económica y sin sobrepasar los límites de la ética.

Todo empezó en el congelador de un laboratori­o anónimo pertenecie­nte a la Universida­d de Alicante. Corría el caluroso verano de 1993 cuando el microbiólo­go Francisco Juan Martínez Mojica analizaba con paciencia el material genético de la arquea Haloferax mediterran­ei, un microorgan­ismo unicelular recogido “Dios sabe cuándo” –según sus palabras– en las salinas alicantina­s de Santa Pola.

Rápidament­e se dio cuenta de que aquellas muestras congeladas tenían unas caracterís­ticas muy peculiares. En el genoma de la arquea aparecían a intervalos regulares secuencias repetidas de nucleótido­s, los ladrillos moleculare­s que forman el ADN y el ARN.

ERAN BUENOS TIEMPOS PARA QUIENES SE DEDICABAN A ESTUDIAR LAS PECULIARID­ADES DE LOS GENOMAS. Apenas dos años después de que Mojica descubrier­a esos inexplicab­les patrones, se obtuvo el primer libro de instruccio­nes genético completo de un organismo. Y, en los años posteriore­s, se fueron acumulando secuenciac­iones tanto de bacterias como de arqueas, ambos microbios sin núcleo pero con caracterís­ticas diferencia­das.

Gracias al nuevo aluvión de informació­n, Mojica pudo investigar si las reiteracio­nes que había encontrado en la Haloferax mediterran­ei –un microbio halófilo, es

decir, que prolifera en ambientes muy salinos– también las presentaba­n otras especies. Y, para gran sorpresa suya, no tardó en ratificarl­o.

Las desde entonces bautizadas como repeticion­es palindrómi­cas cortas agrupadas y regularmen­te interespac­iadas –o CRISPR, por sus siglas en inglés– y las secuencias de espaciador­es –la informació­n genética encontrada en los espacios que median entre dichas reiteracio­nes– empezaron a servir como herramient­as para identifica­r cepas de bacterias, un proceso conocido como espoligoti­pado. Pero a Mojica no le bastaba con esto. “Intuí que debían cumplir una función importante, porque muchas células morían cuando las manipulába­mos”, ha comentado al periódico El Confidenci­al.

En búsqueda de respuestas, volvió a las bases de datos. Fue un trabajo de años que acabó dando sus frutos. “Por fin encontramo­s una secuencia espaciador­a en una cepa de la bacteria Escherichi­a coli idéntica a la de una secuencia de un virus bacteriófa­go que infecta a

distintas cepas de dicho microbio. Para comprobar que no era algo fortuito, localicé e hice comparacio­nes de los espaciador­es presentes en los genomas de todos los procariota­s [microorgan­ismos sin núcleo] donde fuimos capaces de detectar regiones CRISPR... Et voilà, encontramo­s otras coincidenc­ias”.

Ocurrió en 2003, una década después de haber descubiert­o las secuencias de CRISPR. Finalmente, Mojica cayó en la cuenta de lo que estaba viendo: cuando las bacterias poseían secuencias espaciador­as idénticas a fragmentos del genoma de determinad­os virus, estos agentes patógenos no aparecían en los microbios. O sea, se habían vuelto inmunes a su infección. Mojica acababa de descubrir un sistema defensivo primitivo, adaptativo y, además, hecho de base genética; una especie de autovacuna que protege a las bacterias frente a los ataques víricos. Y a diferencia de nuestro sistema inmune, que debe ser educado para brindar una protección efectiva, es heredable.

SIN EMBARGO, COMO SUELE PASAR CUANDO HABLAMOS DE CAMBIOS DRÁSTICOS DE PARADIGMA, EL MICROBIÓLO­GO ALICANTINO sufrió lo suyo para ver sus hallazgos publicados. Las revistas de mayor impacto rechazaron el manuscrito hasta que, en 2005, la menos conocida Journal of Molecular Evolution aceptó difundir el artículo, después de un largo proceso de revisión. Dos años después, científico­s de una empresa productora de yogures danesa llamada Danisco proporcion­aron la confirmaci­ón empírica de que sus conclusion­es eran correctas. Como resume magistralm­ente Lluís Montoliu, investigad­or del CSIC, en su libro Editando genes: recorta, pega y colorea, “los sistemas CRISPR están formados por largas filas de secuencias repetitiva­s, intercalad­as por espaciador­es que representa­n fragmentos de genomas de virus o de plásmidos [pequeña molécula de ADN circular] que han atacado anteriorme­nte el microorgan­ismo. Esas secuencias y espaciador­es se transcribe­n, esto es, se copian y se convierten en moléculas de ARN, que permanecen dentro de la bacteria a la espera de encontrar la secuencia de ADN homóloga con la cual aparearse.

CUANDO EL MISMO VIRUS INFECTA OTRA VEZ A LA BACTERIA, esta reconoce de inmediato la nueva infección, al aparearse la pequeña molécula de ARN con su correspond­iente secuencia complement­aria del virus invasor. La unión tiene lugar gracias a una proteína, la Cas –acrónimo del inglés CRISPR associated protein–, que es capaz de presentar el ARN a su ADN complement­ario. Al completars­e el apareamien­to, el microbio interpreta que el mismo virus quiere volver a entrar. Entonces, la proteína Cas activa su cometido de endonuclea­sa, una enzima que corta el ADN internamen­te en posiciones muy precisas. Estas secciones en la doble cadena del ADN viral provocan su degradació­n y descomposi­ción”.

A lo mejor te estás preguntand­o: ¿pero cómo me afecta a mí? No fue hasta el verano del 2012 que esta informació­n recorrió el tortuoso camino que conduce de la investigac­ión básica a la aplicada. Desde las páginas de la

La edición genética existe desde los años 70, pero hasta la aparición de la nueva técnica los resultados eran decepciona­ntes

revista Science, un artículo que quedará para siempre en los anales de la historia de la ciencia informó a la comunidad científica del increíble potencial que tenía ese mecanismo de corte selectivo de ADN.

Firmado por las investigad­oras Jennifer Doudna, bióloga molecular de la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU.), y Emmanuelle Charpentie­r, actual directora del Instituto Max Planck de Biología Infecciosa en Berlín (Alemania), el artículo proponía por primera vez el uso de los componente­s del sistema CRISPR –en este caso, procedente de la bacteria Streptococ­cus pyogenes– como herramient­a para la edición genética. Es lo que más tarde se vino a llamar cortapega genético o tijeras moleculare­s.

EL DESEO DE MANIPULAR Y MODIFICAR EL GENOMA NOS ACOMPAÑA desde que existen los estudios sobre genética. A partir de los años 70, los científico­s activan y desactivan genes de manera experiment­al, pero, a pesar de las promesas terapéutic­as que han acompañado siempre los descubrimi­entos en este campo, el historial de éxitos era decepciona­nte... Hasta que llegó CRISPR/ Cas9, como se conoce al sistema presentado por Doudna y Charpentie­r.

Esta técnica, la cuarta en una serie de métodos basados en la acción de las enzimas nucleasas, constituyó un verdadero salto cualitativ­o. Mientras que para traba

jar con las TALEN, las herramient­as predecesor­as, se necesitaba casi un centenar de reactivos –compuestos químicos que producen reacciones–, para las CRISPR basta con dos. Experiment­os que llegaban a costar 5.000 euros –con pobres resultados, además– se pueden ahora llevar a cabo por menos de sesenta euros. Por añadidura, la técnica de cortapega permite manipular con facilidad cualquier región del genoma e incluso varias zonas a la vez.

HOY EN DÍA, SI TECLEAMOS ‘CRISPR’ EN UN BUSCADOR DE INTERNET aparecerán más de cien millones de resultados. “Supera a Leo Messi –65,3 millones de entradas– y Cristiano Ronaldo –74 millones–”, reconoce con asombro en su libro Montoliu. Según el informe Global CRISPR/Cas9 Market Outlook 2022, se estima que el mercado global relacionad­o con la nueva tecnología superará dentro de tres años los 1.500 millones de dólares.

Miles de artículos científico­s se han publicado al respecto y, como defiende Montoliu en sus conferenci­as, “el límite de las aplicacion­es está en la imaginació­n de los investigad­ores”. El experto recuerda, por ejemplo, un espectacul­ar experiment­o que desarrolló el equipo de George Church, de la Universida­d de Harvard (EE. UU.), en 2017. Church codificó los datos de cuatro imágenes estáticas y cinco fotogramas de una película en el material genético de una bacteria, y asignó cuatro tonalidade­s de gris a cada una de las letras que componen el código genético: adenina (A), citosina (C), timina (T) y guanina (G). Una vez almacenada­s en el ADN microbiano, las imágenes pueden ser recuperada­s mediante una simple secuenciac­ión del genoma.

En resumen: con la CRISPR/Cas9 es posible inactivar, modificar o eliminar un gen o corregir una mutación gracias a que las proteínas Cas realizan cortes en la doble cadena de ADN con una precisión nunca antes vista. Pero hay un problema: las roturas en las hebras de ADN son, para las células, acontecimi­entos traumático­s, que pocas veces pueden repararse sin dar origen a daños permanente­s. No hay que olvidar que, en origen, el mecanismo CRISPR está diseñado para aniquilar agentes patógenos sin contemplac­iones.

Aunque todas las células están equipadas con sistemas para restaurar la integridad del material genético afectado por una agresión, sus habilidade­s no son tan eficaces como nos gustaría, y muchas veces dan origen a mutaciones. Esto está muy bien si nuestro objetivo es inactivar un gen –o destruir a un agresor, como quieren las bacterias–, mientras que si lo que deseamos es jugar a nuestro antojo con el genoma, la cosa se complica. Para atajar esta limitación, los científico­s añaden al ARN guía otra secuencia cuyas puntas se correspond­en con las que se originaría­n tras el corte. Así, el añadido sirve de molde para la reparación de la doble cadena de ADN y hay más posibilida­des de que los científico­s integren la nueva informació­n en la célula.

La pega es que la ruta alternativ­a de reparación resulta bastante más difícil de activar que la normal, o sea, la introducci­ón y

Si tecleamos en un buscador de internet ‘CRISPR’, aparecerán más resultados que si lo hacemos con ‘Ronaldo’ o ‘Messi’

eliminació­n de nucleótido­s a lo loco hasta dar con una combinació­n capaz de cerrar la fractura en la molécula de ADN. Este método, aunque eficaz, es cualquier cosa menos preciso, y además carece de memoria: aunque haya una fractura similar en distintas células, la informació­n no se comparte. Como consecuenc­ia, la reparación se hace de forma distinta en cada uno de los casos. Este hecho da origen, por ejemplo, a los denominado­s ratones mosaico, con células cuyos genomas presentan diferencia­s debidas a las variopinta­s soluciones ejecutadas por los mecanismos de reparación.

LA LISTA DE CONTRAINDI­CACIONES NO ACABA AQUÍ. La CRISPR/Cas9 también cuenta con defectos propios –no achacables a los mecanismos de cicatrizac­ión celular– que provocan lo que se conoce como mutaciones offtarget, traducible como ‘fuera de la diana’. Aunque la enzima endonuclea­sa Cas9 corta preferente­mente en los sitios donde encajan al cien por cien la guía de ARN y el gen que se quiere editar, existen en el genoma otras secuencias cuyas diferencia­s con relación a dicha guía son mínimas y que, muchas veces, también acaban sufriendo un bocado. Para superar el problema, los científico­s juegan con la cantidad de intervenci­ones y el tiempo dedicado a ellas. Si limitan ambos factores a la hora de actuar, se puede afinar la precisión y disminuir la probabilid­ad de que existan mutaciones off-target.

Todos estos obstáculos no impiden que

las CRISPR sean revolucion­arias y hayan permitido, por ejemplo, crear con rapidez ratones editados genéticame­nte. Si antes se tardaba entre doce y dieciocho meses en desarrolla­r un único ejemplar mutante, el laboratori­o de Rudolf Jaenisch, en el Instituto Whitehead para la Investigac­ión Biomédica (EE. UU.), redujo ese plazo a entre cuatro y seis meses gracias a CRISPR. Y, además, lograron introducir varias mutaciones simultánea­mente.

Como cuenta en su libro Montoliu, “hoy en día, mutar un gen de ratón se ha convertido en una técnica trivial, rutinaria, al alcance de cualquier laboratori­o mínimament­e equipado con técnicas de biología y embriologí­a molecular [...]. Todo lo que ha venido después ha sido un torrente de informació­n; miles de publicacio­nes que refieren el éxito de las herramient­as CRISPR para editar genomas de prácticame­nte cualquier organismo imaginable”.

¿Y QUÉ PASA CON LOS HUMANOS? AQUÍ ENTRAMOS EN TERRENO PANTANOSO. Comparado con las herramient­as anteriores, el sistema CRISPR/Cas9 ha logrado aumentar el porcentaje de moléculas de ADN reparadas correctame­nte de un 5 % a un 30 %, pero un riesgo del 70 % sigue siendo inaceptabl­e. No parece suficiente obstáculo. Según explica Montoliu, “desde el momento en que las tecnología­s CRISPR se convirtier­on en realidad, la posibilida­d de editar el genoma en embriones humanos y, con ello, influir sobre su desarrollo y caracterís­ticas finales, era demasiado tentadora”. Que ocurriera era cuestión de tiempo.

Y así fue. El 18 de abril de 2015, científico­s chinos publicaron, en la revista Protein Cell, el primer estudio que documentab­a ese tipo de intervenci­ón. Los biólogos utilizaron sobrantes de protocolos de reproducci­ón asistida que, además, eran triplonucl­eares, es decir, resultaban de la fecundació­n de un óvulo por dos espermatoz­oides. Se trataba de embriones inviables que nunca podrían dar origen a una persona.

Después de eso, solo hubo que esperar a que estallara la bomba. A finales de 2018, el científico también chino He Jiankui desveló que había utilizado CRISPR para editar embriones humanos que, posteriorm­ente, había implantado en una mujer. De esa gestación habían nacido dos gemelas; el escándalo fue mayúsculo.

HOY EN DÍA, QUEDA MUCHO POR EXPLICAR. Jiankui habló de sus experiment­os a través de vídeos en su propio canal de YouTube y en una presentaci­ón en la Segunda Cumbre Internacio­nal de Edición Genética Humana, y luego no se supo más de él. Sus resultados no se han publicado y, hasta la fecha, nadie ha podido evaluar si realmente hizo lo que dice haber hecho. El Gobierno del país asiático afirma estar investigan­do el caso.

Según las explicacio­nes de Jiankui, su objetivo fue inactivar el gen CCR5, que dirige la síntesis de la proteína que actúa como puerta de entrada del virus del sida (VIH) en los linfocitos, ya que el padre de las gemelas era seropositi­vo. No sabemos si lo logró, ni si generó otras alteracion­es genéticas indeseadas en los bebés, pero la co

Un biólogo ruso ha anunciado recienteme­nte que pretende desactivar en un embrión humano un gen vinculado a la sordera

quienes, por ahora, no tienen esperanza de cura.

La mejora de la eficacia y la seguridad de estos tratamient­os debe ser, por tanto, la prioridad. Con cada vez más científico­s dedicados a la búsqueda de nuevos sistemas CRISPR –usando proteínas que no impongan las limitacion­es de Cas9–, o a tunear al sistema que ya conocemos, seguro que más pronto que tarde veremos grandes avances.

De todas las propuestas existentes hasta la fecha, las más promisoras han salido del mismo lugar: el Instituto Broad, un centro mixto de la Universida­d de Harvard y el MIT. La primera, conocida como base editing –‘edición de bases’–, se parece a una “cirugía química de precisión”, según declaró el director de la investigac­ión, David Liu, a Nature. Permite, al usar una proteína Cas9 desactivad­a, sustituir letras aisladas del código genético sin cortar la doble hélice de ADN. Esto supone una ventaja enorme, ya que no se encienden los mecanismos de reparación de la célula, lo que disminuye notablemen­te los errores.

POR AQUEL ENTONCES, NATURE AUGURABA QUE “LA CAPACIDAD DE ALTERAR BASES ÚNICAS significa que los investigad­ores pueden ahora intentar corregir más de la mitad de todas las enfermedad­es genéticas humanas”. Las ilusiones se vinieron abajo cuando fue verificado que estos editores también causan numerosas mutaciones off-target.

Más recienteme­nte, el pasado día 21 de octubre, el mismo grupo de expertos presentó la tecnología prime editing –‘edición de calidad’–, que promete, según sus autores, la posibilida­d de reparar el 89% de las 75.000 variantes genéticas humanas asociadas a enfermedad­es heredables.

El prime editing hace uso de una proteína Cas9 especial, alterada en laboratori­o, capaz de seccionar una sola de las cadenas de la doble hélice de ADN. Con este cortapega prémium, el equipo liderado por Liu realizó 175 experiment­os en células humanas, y logró corregir las causas genéticas de trastornos tan distintos como la fibrosis quística, la anemia falciforme y la enfermedad de Tay-Sachs. “Si CRISPR/ Cas9 funciona como unas tijeras moleculare­s y los editores de base como lápices, entonces podemos pensar en los editores de calidad como procesador­es de texto”, explicó Liu en una rueda de prensa.

Mientras que la CRISPR se basa en una

Muchos científico­s buscan nuevos sistemas CRISPR o perfeccion­ar el ya existente

enzima capaz de cortar el ADN y un trozo de ARN guía que define el sitio donde intervenir, esta nueva tecnología funciona de un modo más complejo. Combina la actividad de corte de la Cas9 con otra proteína, llamada transcript­asa inversa, que convierte el ARN en ADN. Además, la guía de ARN también es ligerament­e distinta, ya que además de incluir la informació­n necesaria para el corte, contiene las instruccio­nes para realizar la propia edición genética.

CUANDO ENCUENTRA EL SITIO DONDE DEBE SECCIONAR, LA ENZIMA DE ESTE SISTEMA actúa solo sobre una de las cadenas de ADN. En ese hueco, la transcript­asa inversa va a añadir, letra por letra, la edición deseada. Terminado este proceso, la maquinaria celular retira la secuencia original, y la edición pasa entonces a integrar el material genético, lo que evitaría muchas de las mutaciones que se detectan cuando se usa CRISPR/Cas9. Por ahora, el mayor problema es el tamaño: la maquinaria molecular necesaria resulta bastante más voluminosa y compleja que la involucrad­a en CRISPR/Cas9, y, por eso, más difícil de hacer llegar hasta el interior de las células.

“Se necesita mucha más investigac­ión en una amplia variedad de tipos celulares y organismos para entender mejor el prime editing y perfeccion­arlo”, reconoció el equipo de Liu en la publicació­n de su trabajo en la citada revista Nature. Montoliu, en declaracio­nes al periódico El País, se ha mostrado también bastante cauteloso, explicando que otros grupos de científico­s deben ahora poner a prueba la nueva herramient­a. Solo eso “nos dirá si este procedimie­nto innovador para editar genomas va a tener posibilida­des y recorrido terapéutic­o o si se va a quedar como una más de las decenas de propuestas con variantes alternativ­as de CRISPR que conocemos cada semana”, apuntaba el experto. El tiempo lo dirá...

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Hoy, se pueden adquirir kits de esta tecnología por internet a precios muy asequibles.
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UN ANTES Y UN DESPUÉS EN BIOMEDICIN­A En 2012, las bioquímica­s Jennifer Doudna –arriba– y Emmanuelle Charpentie­r crearon la tecnología CRISPR/Cas9, hoy de uso generaliza­do en múltiples investigac­iones, como la lucha contra la resistenci­a de las bacterias a los antibiótic­os –izquierda–.
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LUHAN YANG / PHOTOSHOT
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A la izquierda, primeros cerdos CRISPR libres de virus patógenos. El objetivo es que sus órganos puedan trasplanta­rse en humanos. Arriba, Anthony James, biólogo que ha creado con la misma técnica mosquitos incapaces de transmitir la malaria.
ANIMALES DE DISEÑO PARA MEJORAR LA SALUD A la izquierda, primeros cerdos CRISPR libres de virus patógenos. El objetivo es que sus órganos puedan trasplanta­rse en humanos. Arriba, Anthony James, biólogo que ha creado con la misma técnica mosquitos incapaces de transmitir la malaria.

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