Nueva sección: Gran angular
EN TIEMPOS DE CONFUSIÓN COMO LOS QUE ESTAMOS VIVIENDO, ES ESTA UNA PREGUNTA DE LO MÁS PERTINENTE. Y AUNQUE TENDRÁ EL SESGO DE CUALQUIER CREACIÓN HUMANA, LA RACIONALIDAD Y EL SENTIDO CRÍTICO DEBEN GUIAR SIEMPRE NUESTRA BÚSQUEDA.
Cuentan del destino de la Sibila de Cumas que, tras pedir a los dioses el don de la inmortalidad, olvidó añadirle el de la eterna juventud, con lo que fue progresivamente menguando hasta devenir un gemido en una botella que solo pedía pasar a mejor vida. En mi pueblo, eso se parece bastante a lo que se llamaba haber pillado una endeblez. A la verdad se le podría aplicar el mismo diagnóstico: como la Sibila es inmortal pero merma, se debilita, empieza a transparentar. Es, por ser verdad, profética, pero nadie le compra sus libros; por entre sus costuras se escapan las paparruchas, las fake news. Su infalible criterio, la racionalidad, se agrieta como una presa abandonada, y el suelo sobre el que se asienta es un auténtico pantanal –el hecho ya no le sirve de sustento–. La vemos, como a los pantalones acampanados, pasada de moda, o la miramos de soslayo, desconfiados, cuando no con recelo. Sin embargo, algo de ella, por menguado o referencial que sea, debe permanecer. Sin esa mínima porción no solo conceptos como el de justicia, libertad y realidad se desvanecen, sino que desaparecería algo más importante para nosotros: la justificación de los dispositivos de poder y dominación asociados al saber y a la verdad.
CUENTAN TAMBIÉN QUE, A PRINCIPIOS DE SEPTIEMBRE DE 1501, un chiquillo se acercó asombrado a un impresionante bloque de mármol de más de cinco metros y medio de altura que había sido colocado en el estudio de Miguel Ángel. Durante dos años, no dejó de asistir un solo día a la labor que el escultor realizaba sobre la mole de Carrara. Cuando finalmente Miguel Ángel dio por concluida su obra, el chiquillo, lleno de admiración al contemplar el David se acercó al escultor y le preguntó fascinado: “¿Cómo sabía usted que este señor estaba ahí dentro?”. Esta es la concepción que tradicionalmente hemos tenido de la verdad: algo que “estaba ahí”. Trascendente, inmutable y universal, la verdad, con la infinita habilidad, la virtud y el esfuerzo de la sabiduría, debía ser desvelada, desocultada, liberada tras laboriosos esfuerzos y sacrificada entrega de todas las lascas que la enmarañaban y de las sombras cavernarias que la cubrían. Pero ahí estaba “la cosa en sí”.
En 1874, Nietzsche está frenético. La verdad, constata, es solo la consolidación de una ilusión; una especie, como él mismo escribe, de “tratado de paz”, algo derivado de que un “no hay hechos, sino interpretaciones”. La verdad ya no “está ahí”, sino que es el fruto de lo que elaboramos en base al bloque de mármol que nos han dejado. El David no se desvelaba, se construía, se tallaba, se escribía, se creaba de algo que no era nada o al menos nada más que piedra dura. Y como no estaba allí, de la labor de dar verdad tanto podía salir el pastor que derrota de una pedrada a un gigante filisteo como una madre sollozante que sostiene entre sus brazos a su hijo crucificado.
DESDE ENTONCES, LA NUEVA VERDAD sobre la verdad solo derivará de lo que confeccionamos al pretenderla, deviene su humano relato. Y ahí quizá radique su sibilina endeblez. En estos tiempos del pos –posmodernidad, posverdad, posfactualidad, posmetafísica y postureo–, seguimos sin tener más herramientas para conocer la verdad que las que siempre hemos tenido; la emocionalidad o la conveniencia no sustituyen la racionalidad y el sentido crítico, la ocurrencia no reemplaza el talento.
Y cuentan, finalmente, un chiste. Un presunto aprendiz de ebanista llega al taller del maestro y este, para que demuestre su habilidad, le pide que de un tronco de fresno saque un san José. Tras largas horas de laborioso trabajo, el maestro vuelve y observa al novato con una astilla en la mano. Ante su atónita expresión, el joven le tranquiliza: “¡No se preocupe, que si este tío está aquí, sale!”. Y es que facilitarle la gubia a un necio para dar verdad es poner un tenedor en manos del diablo: una cosa es el David y otra David el Gnomo. Conviene no olvidarlo o estaremos condenados a la más sibilina de las endebleces. De verdad.
Nietzsche creía que era solo la consolidación de una ilusión, una especie de ‘tratado de paz’ entre hechos e interpretaciones”