LOS VERICUETOS DE LA LENGUA
Siempre es interesante seguir el viaje de las palabras, conocer su origen y ver cómo han ido evolucionando a lo largo del tiempo. Y tal es la materia de estudio de la etimología, esa fascinante rama de la filología.
Fijémonos, por ejemplo, en la rica descendencia del término latino cavus, que originalmente significaba ‘hueco’: de él proceden cavidad y cóncavo, pero también cavar y caverna. Otros casos curiosos: del latín vulgar famem –hambre– resultó famélico; y del hispanoárabe barri –exterior– surgió barrio, primero, arrabal y arrabalero, después.
El libro Palabralogía (Crítica), escrito por Virgilio Ortega, recuerda cómo unas palabras acaban convertidas en otras, a veces con significados considerablemente alejados del origen y a menudo de forma accidental.
Ocurre con hospital, del latín hospes, de donde nos llegó hospitalidad, hospitalario, hospedaje y huésped. Por cierto, esta última presenta una peculiaridad, ya que se refiere tanto a la persona alojada en casa ajena como a aquella que acoge a otra. Vale la pena asimismo rastrear la procedencia del verbo arrasar, que nos vino desde el latín radere –afeitar–: raedera, rasurar,
rasar, raso o ras –cuando algo queda a ras del suelo– forman parte de su abultada progenie.
De belesa, una planta de efectos narcotizantes, nació embeleso; de stupidus –aturdido o pasmado, en latín–, tanto el muy castizo insulto estúpido como estupor; y de
ambulare –andar, caminar– ambulante, igual que ambulatorio, ambulancia o sonámbulo, quien anda o camina en sueños.
Y para terminar, nos detendremos en el origen de la palabra sombra, que proviene del latín umbra. De esta resultaron umbrío,
penumbra o la preciosa umbráculo, el lugar cubierto de ramas u otros materiales que resguarda a las plantas del sol. En todo caso, es umbra un vocablo prolífico como pocos, porque de él salen sombrío o sombrear, y de ahí, sombrilla y sombrero. Y no acaba aquí la cosa, porque para llegar a asombrarse hay solo un paso. Y también para lo contrario: ensombrecer.