DE CóMO CONVERTIR TU INSECTOFOBIA EN MACROFOTOGRAFÍAS ASOMBROSAS
Cuando era un niño, el fotógrafo saudí Mofeed Abu Shalwa tenía pánico a insectos y arácnidos. Ahora, que ronda la cuarentena, es conocido por las macrofotografías que les hace, sobre todo a los coleópteros –comúnmente llamados escarabajos–, de los que existen más de 375000 especies descritas, y que ya circulaban por el planeta hace unos 270 millones de años.
Algunos compañeros de escuela lo atormentaban acercándole todo tipo de bichos, lo que acrecentó el problema, pero Abu Shalwa comprendió que la mejor respuesta era plantarle cara a su fobia. Por eso, comenzó a observar a los artrópodos, al principio con gran esfuerzo y reticencia. Su miedo fue convirtiéndose en interés primero, y fascinación después. Atrapado por la belleza y variedad de estos pequeños animales, los convirtió en los protagonistas de otra de sus pasiones: la fotografía.
UN ARTE DIFÍCIL. En la macrofotografía no hay relación entre el tamaño real del objeto capturado y el de la imagen obtenida. Es una técnica complicada que pocos fotógrafos de naturaleza llegan a dominar, pero en la que Abu Shalwa es un maestro. Lo que comenzó como una especie de terapia en el patio de su casa es ahora una profesión que lo ha llevado por medio mundo en busca de insectos que inmortalizar.
Las antenas del picudo rojo parecen los guantes de un boxeador en guardia. Las larvas de este coleóptero de entre 2 y 5 centímetros excavan unas galerías en los troncos de las plantas –sobre todo, en palmeras– que pueden acabar con ellas.
Es la estrella de la ciencia actual: periódicos, revistas como MUY e incontables libros nos muestran cómo los científicos van desentrañando lo que antes pertenecía al dominio de la filosofía y el arte: la consciencia, los sentimientos, la creatividad. Y todo gracias a un arma todopoderosa, la imagen por resonancia magnética funcional o IRMf, que nos muestra las regiones cerebrales involucradas en lo que hacemos, pensamos y sentimos. El quid está en cómo identificar esa región activa: porque allí se produce un aumento de flujo sanguíneo. Parece obvio, ¿verdad?
PUES BIEN, EL PASADO MES DE JUNIO, UN NEUROCIENTÍFICO de la Universidad Duke, Ahmad Hariri, publicó un demoledor análisis. Hasta que lo puso en marcha, Hariri había asumido uno de los dogmas de la neurociencia: gracias a la IRMf podemos entender el funcionamiento de un cerebro y predecir si, por ejemplo, va a sufrir ansiedad o depresión. No obstante, decidió ver si era cierto. Así, revisó sus ensayos y los datos recogidos en el proyecto Conectoma Humano. Buscaba trabajos en los que se tomaban varias imágenes IRMf a la misma persona haciendo la misma tarea. Así, observó que “la correlación entre un primer escáner y un segundo era pobre”. Dicho de otro modo: las imágenes IRMf nos dan una idea de cómo funciona un cerebro promedio, pero no de cómo lo hace uno en concreto.
EL VARAPALO ES DE ÓRDAGO EN UN CAMPO en el que se han inventado disciplinas como la neurociencia social, el neuromárquetin o la neuroeducación. El estudio de Hariri obliga a poner en cuarentena la mayor pretensión de la neurociencia. Lo más curioso es que llueve sobre mojado. Desde hace años se viene criticando la pobreza estadística de muchos estudios de IRMf y su baja replicabilidad. Uno de 2009 puso de manifiesto lo fácil que es exagerar el valor de los resultados. En él, dos investigadores demostraron que un salmón presentaba actividad cerebral –pensaba– si se le mostraban imágenes de humanos en diferentes estados emocionales. La gracia no estaba en usar un salmón como sujeto de estudio, sino en que ¡estaba muerto!
AÚN PEOR, SEGÚN ANDERS EKLUND, UN EXPERTO en este campo de la Universidad de Linköping (Suecia), los métodos estadísticos usados en las IRMf rara vez se han validado utilizando datos reales. Esto es, sacamos conclusiones usando un método del que no se ha comprobado su rango de validez. En una curiosa variante del cuento de Andersen El traje nuevo del emperador, parece que hemos estado viendo que el cerebro vestía un traje que no estaba ahí. No está de más que empecemos a hacer caso a la moraleja del relato: “No tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad”.