SOBRE NUESTROS GUSTOS MUSICALES SÍ HAY MUCHO ESCRITO
LOS CIENTÍFICOS SEÑALAN QUE, A PARTIR DE CIERTA EDAD, TENDEMOS A ESCUCHAR CANCIONES QUE NOS RESULTAN FAMILIARES Y DEJAMOS DE DESCUBRIR MÚSICA NUEVA.
uchas cosas cambian a partir del momento en el que cumples los treinta. Para empezar, inauguras la década en la que la mayoría de los jóvenes españoles se independizan y deciden tener hijos. Además, las cartucheras y la barriga cervecera empiezan a acompañarte si no pones serias medidas para cuidar tu línea. A lo que se suma que eres víctima de una especie de parálisis musical. Sí, has leído bien. Según desveló recientemente un sondeo realizado por la plataforma de música en streaming Deezer –la competencia directa de Spotify–, al llegar a la treintena dejamos de escuchar a artistas, grupos y géneros musicales nuevos. Y empezamos a aferrarnos a la música que ya conocemos. El estudio revela también que el momento álgido de nuestra sed de escuchar música nueva llega al cumplir veinticuatro años –veinticinco, en el caso de las mujeres–, para después caer en picado.
¿Y qué dice la ciencia del asunto? Que, en general, nos cerramos a vivir experiencias nuevas –y ahí podemos incluir la música– a medida que cumplimos años, a pesar del inmenso placer que nos produce lo novedoso. Daniel Levitin, neurocientífico y musicólogo canadiense, está convencido de que nuestro gusto musical se halla fuertemente influenciado por lo que escuchamos entre los doce y los veinte años. Lo relaciona con momentos clave del desarrollo y de la maduración cerebral, así como con el auge de las hormonas propias de la pubertad. “El cerebro está desarrollando y formando nuevas conexiones a una velocidad explosiva a lo largo de la adolescencia”, argumenta el musicólogo. Y asegura también que la mejor prueba de ello es que, cuando los enfermos de alzhéimer pierden la memoria y dejan de reconocer incluso a sus seres queridos, aún siguen recordando –y hasta pueden canturrear– las canciones que escuchaban a los catorce.
MFue Levitin también quien demostró por primera vez que los opioides que produce nuestro cerebro están directamente implicados en el placer que genera la música, que es más intenso cuando escuchamos nuestros temas favoritos.
Por su parte, David M. Greenberg, de la Universidad de Cambridge (Reino Unido), llegó hace algunos años a la conclusión de que las preferencias musicales de cada persona están directamente relacionadas con su estilo cognitivo. Lo que este investigador demostró concretamente fue que cuanto más empática es una persona (tipo E), y más capaz de ponerse en el lugar de los demás, más disfruta escuchando soul, pop, folk y el rock más liviano. En cuanto a los individuos sistemáticos y analíticos (tipo S), suelen mostrar predilección por la música punk, el heavy metal, el rock duro y, en ocasiones, la música clásica.
disfrutarás escuchando canciones tristes. ¿Masoquismo? En absoluto. Dicen los expertos que se debe a que oyendo este tipo de música la glándula pituitaria secreta la hormona prolactina, que genera sensaciones de calma y relajación. Por cierto, también es la hormona que se libera cuando experimentamos empatía, lo que enlaza con la investigación llevada a cabo por Greenberg.
Otra cosa en la que todos coincidimos es en el rechazo absoluto a las canciones demasiado previsibles. Según un estudio reciente del que se hacía eco el Journal of Neuroscience, nuestro cerebro obtiene más placer de las composiciones musicales con una complejidad media, esto es, un equilibrio entre giros inesperados y combinaciones de notas más o menos esperadas. En otras palabras, canciones que nos sorprenden sin llegar a desconcertarnos del todo. No deben sonar ni triviales ni absolutamente imprevisibles.
En este sentido, todo parece indicar que las canciones que sonaron entre los años sesenta y el final del siglo XX le resultan bastante más memorables al cerebro humano que las que se han compuesto desde el año 2000 hasta la actualidad. Así lo certifica un estudio de la Universidad de Nueva York que demuestra que un clásico como When a Man Loves a Woman, una canción de Calvin Lewis y Andrew Wright, grabada por Percy Sledge en 1966, permanece más tiempo en la memoria de un milenial –todos los jóvenes nacidos entre 1982 y 2004– que cualquier pegadiza canción de pop actual, pese a estar “pasada de moda”. Sospechan que por su mayor riqueza musical.