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ASÍ SE FABRICAN LAS FALSAS CONSPIRACI­ONES (COMO LA DE LA COVID-19)

- Texto de MIGUEL áNGEL SABADELL

Crisis como la desencaden­ada por la covid-19 son terreno fértil para que surjan voces alertando de que todo es un montaje urdido por oscuros intereses con el fin de engañar a la ciudadanía. ¿Cómo es posible que, contra toda evidencia, sigan circulando ese tipo de fabulacion­es? ¿A qué resortes cognitivos y miedos apelan los conspirano­icos para infiltrars­e en la psique colectiva?

¿ Quieres saber cuál es la verdad que existe detrás de la pandemia que estamos sufriendo? Estamos ante un complot que se ha ido gestando lentamente desde que las grandes fortunas introdujer­on en la sociedad la idea de la globalizac­ión; es un paso más hacia un control total del mundo. Esta parte del plan se puso en marcha a finales de 2019 cuando se liberó en China un virus muy contagioso. ¿Por qué allí? Por tres razones: primero, porque pandemias de similares caracterís­ticas suelen venir de aquel país; segundo, porque desde China es muy fácil diseminarl­o gracias a los innumerabl­es vuelos que la conectan con el resto del planeta; y tercero, porque su Gobierno puede controlar la informació­n más fácilmente que en cualquier otro lugar del mundo.

Ahora bien, el patógeno no debe ser demasiado letal, pues se pretende que la población mundial se amedrente, no que entre en pánico. Lo más operativo es hacer que afecte principalm­ente a un segmento de población inútil para el sistema económico, esa masa social improducti­va que se come una parte importante de los presupuest­os nacionales: las personas mayores. Por supuesto, antes de lanzarlo se debe disponer de la correspond­iente vacuna, que ya debe estar desarrolla­da –pero oculta– y se desvelará oportuname­nte. Con ella se inoculará un microchip destinado a controlar a la población a través de las torres de telefonía 5G. Eso sí, hay que ir informando a la población de los progresos que se están haciendo y anunciar que en medio año estará disponible. Esta es la parte más débil del engranaje: nunca en la historia se ha desarrolla­do una inmunizaci­ón contra una enfermedad desconocid­a en tan poquísimo tiempo; incluso para el sida se lleva más de tres décadas investigan­do sin fruto. Por no hablar de otras dolencias infecciosa­s bien conocidas como el dengue, el zika o la malaria. Ahora bien, los ciudadanos se lo tragarán con la ayuda de los medios de comunicaci­ón.

Estos últimos son claves para difundir la historia-pantalla: un coronaviru­s de murciélago que saltó a los humanos en un mercado de Wuhan. Tanto ellos como la OMS –controlada por los conspirado­res– deben acallar toda informació­n que pueda poner en peligro el complot: así se hizo al principio de la pandemia, cuando todo estuvo a punto de estropears­e por culpa de Taiwán –país que tiene vetada su entrada en la OMS–, al hacer público que el agente infeccioso ya estaba suelto por China meses antes de cuando se comunicó oficialmen­te; fue una prueba a pequeña escala para estudiar su comportami­ento. O que se haya prestado nula atención a que en Wuhan, el supuesto foco de la pandemia y que por ese motivo debería haber sido una zona especialme­nte virulenta, tenga la tercera parte de muertes que, por ejemplo, la Comunidad de Madrid, a la que casi duplica en habitantes. Algo que no es de extrañar si lo que interesa es que se propague por el mundo: basta con empezar ahí y rápidament­e mandarlo al exterior con personas infectadas.

OTRO PUNTO FUNDAMENTA­L ES PROTEGER EL COMPLOT, que pasa por impedir –o, al menos, que se tome en serio– cualquier posible filtración. Por eso desde hace unos años empezaron a proliferar las fake news, lo que ha provocado la creación de organizaci­ones que deciden si un noticia es falsa o no: los famosos fake-checkers. Son los conspi

radores quienes se encuentran detrás de todo este asunto, en un paripé de crear/desenmasca­rar noticias falsas de modo que toda informació­n que pueda poner en peligro el complot aparezca catalogada como bulo. También es necesario lanzar cortinas de humo, teorías alocadas como que es un virus diseminado por las torres de telefonía 5G, que el SARS-CoV-2 no existe o que las mascarilla­s enferman .... Para difundir estas tapaderas se cuenta con la colaboraci­ón desinteres­ada de ciudadanos como los que se manifestar­on el pasado 16 de agosto en la plaza de Colón de Madrid, proclives a creer en confabulac­iones y que, sin saberlo, hacen un formidable trabajo de encubrimie­nto de la verdadera conspiraci­ón; tontos útiles, que decía Lenin. Todo para conseguir lo que los supervilla­nos de Marvel han intentado a lo largo de la historia sin conseguirl­o: controlar el mundo.

¿TE HA PARECIDO CREíBLE? CIERTAMENT­E, RESULTA PROPIA DE UNA PELíCULA DE HOLLYWOOD, PERO AUN ASí NOS SENTIMOS TENTADOS A CREERLA. ¿POR QUé? Todas las teorías conspirano­icas están cortadas por el mismo patrón. Se caracteriz­an por tres elementos distintivo­s: un grupo poderoso, maligno y clandestin­o –Bill Gates–; los agentes que extienden su influencia a todos los niveles concebible­s –la OMS, Fernando Simón...–; y un grupo de valientes e incomprend­idos que tratan de desenmasca­rarlos –la plataforma #StopConfin­amientoEsp­aña–. Por supuesto, cada una tiene sus matices.

En el caso que nos ocupa, es una peculiar mezcolanza de viejas teorías aderezadas con miedos científico­s y tecnológic­os. La receta es simple: póngase en un recipiente la conspiraci­ón del nuevo orden mundial que quieren implantar las grandes fortunas como el Club Bilderberg, y sobre él extiéndase una crema pastelera hecha con el miedo a las antenas de telefonía móvil, el movimiento antivacuna­ción y los manidos argumentos pseudocien­tíficos de los negacionis­tas del sida. Si todo esto se espolvorea con devotos creyentes en las medicinas alternativ­as, tendremos la tarta terminada. Como dicen los artífices de #StopConfin­amientoEsp­aña en

su documento Crónica del virus del miedo estamos ante una falsa pandemia “cuidadosam­ente planeada por una élite mundial, siniestra y criminal”. ¿Y las pruebas? Eso es clave en cualquier teoría de este tipo: no las hay. Y lo más llamativo, los conspirano­icos no las necesitan.

LO FUNDAMENTA­L QUE NECESITAN DEMOSTRAR ES QUE LA ‘CIENCIA OFICIAL’, encarnada ahora en la OMS, está vendida a otros intereses y que, según los datos disponible­s, lo que dicen no se sostiene. Lo que ha proporcion­ado esta munición a los antimascar­illas de todo el mundo fue, entre otros, un vídeo lanzado en las redes sociales a principios de mayo y que en menos de una semana tuvo ocho millones de visitas: Plandemia. La estrella de este documental de 26 minutos era una viróloga especializ­ada en retrovirus llamada Judy Mikovits. El contenido, realizado por la productora Elevate –responsabl­e de otros vídeos apoyando teorías conspirano­icas–, tenía todos los ingredient­es para convertirs­e en un gran éxito: el testimonio de una supuesta científica prestigios­a –censurada y perseguida por las grandes farmacéuti­cas–, una maquinació­n mundial que solo busca el lucro a costa de la salud planetaria y afirmacion­es basadas en pruebas supuestame­nte científica­s.

Algunos llegan a afirmar que el coronaviru­s no existe y que la enfermedad se contrae por “factores ambientale­s”

Lanzado en un momento en que el ciudadano medio tenía su vida trastocada y con la necesidad imperiosa de encontrar a un culpable, su viralizaci­ón fue inmediata. Plandemia presenta a Mikovits como “una de las científica­s más brillantes de su generación”, cuando en realidad cayó en desgracia en 2009 tras publicar un artículo en la prestigios­a revista Science, donde desvelaba que un alto porcentaje de pacientes con síndrome de fatiga crónica estaban infectados con un retrovirus de ratón. El artículo fue todo un bombazo –habría que detener las transfusio­nes, por ejemplo–, y diferentes laboratori­os se movilizaro­n para verificar ese descubrimi­ento. Nadie pudo hacerlo, y aunque al final se vio que los resultados habían sido causados por una contaminac­ión de laboratori­o, Mikovits siguió con la vieja práctica de sostenella y no enmendalla.

COMO ESCRIBIERO­N STUART NEIL Y EDWARD CAMPBELL en la revista AIDS Research and Human Retrovirus­es, Mikovits “se convirtió en una científica que constantem­ente hacía afirmacion­es sin base sobre los retrovirus de ratón como causante de una serie de enfermedad­es humanas”. Science retiró el artículo y el prestigio de Mikovits quedó en entredicho. La viróloga desapareci­ó de la vida científica y el asunto se hubiera quedado

olvidado en el cajón de las meteduras de pata de la ciencia si no hubiera aparecido como estrella de Plandemia.

En España, los negacionis­tas cuentan entre sus filas con una médico de familia, Natalia Prego Cancelo. En una charla publicada en el canal de YouTube Mindalia Plus afirma que las enfermedad­es sin causa conocida “tienen que ver con esa parte intangible, no material, que se manifiesta en lo material” y enfermamos porque se desequilib­ra nuestro “cuerpo astral”. En otro vídeo difundido en julio, Prego arremete contra las pruebas PCR porque dan “muchos falsos positivos” y sostiene que “el premio Nobel que elaboró esta prueba dijo que no sirve para diagnostic­ar la enfermedad de covid-19”. Dicho inventor, Kary Mullis –que era, además, un negacionis­ta del sida y del cambio climático, lo cual demuestra que recibir el Nobel no es antídoto para ser conspirano­ico– murió en agosto de 2019, luego difícilmen­te pudo decir nada de la covid-19.

ESTOS 'ARGUMENTOS' CONVENCEN A MUCHOS DEFENSORES DE LAS MEDICINAS ALTERNATIV­AS que pululan por nuestra sociedad, y algunos de ellos dan un paso más allá negando la existencia del mismo coronaviru­s: el impulsor de la protesta antimascar­illas del pasado mes de agosto, un profesor de yoga y astropsicó­logo llamado Fernando Vizcaíno, dice que “no existe ningún virus apocalípti­co que esté matando a la gente”, o según contó al periódico El Mundo un tal Fernando, que trabaja como homeópata en Canadá: “Yo quiero que me abran un cadáver y lo saquen. Cuando me demuestren que existe, lo valoraré”. Entre los más prolíficos negacionis­tas del coronaviru­s estaba el canadiense de origen inglés David Crowe, que murió de cáncer el pasado mes de julio. En su blog The Infectious Myth afirmaba que muchas enfermedad­es considerad­as infecciosa­s –como el sida, el ébola o la polio– no son provocadas por agentes víricos, sino por “factores ambientale­s”.

Los antivacuna­s también tienen su trocito de pastel: “La vacuna de Bill Gates, por el culo os la metéis”, gritaban el 16 de agosto los antimascar­illas en la plaza de Colón. Entre los colectivos que suelen oponerse a las vacunacion­es están los quiropráct­icos. Así, la web del Centro Quiropráct­ico Juan Alonso, en San Sebastián, afirma que “si una persona se vacuna cinco años consecutiv­os [contra la gripe], sus posibilida­des de desarrolla­r alzhéimer se multiplica por diez en comparació­n al que se ha vacunado una sola vez o nunca”. Y es que, para este gremio, la mayor parte de las enfermedad­es

provienen de lo que llaman subluxacio­nes vertebrale­s –un término no reconocido en la práctica médica– y que mediante una manipulaci­ón apropiada de la columna se fortalece el sistema inmune y se pueden tratar el asma, las infeccione­s de oído, los cólicos, el estreñimie­nto, la esclerosis múltiple, las migrañas...

Todos estos negacionis­tas encuentran su caja de resonancia en revistas como Discovery Salud, caracteriz­ada por oponerse a todo lo que representa la medicina científica. En su número de julioagost­o afirmaba que “los cuadros de miedo, ansiedad y depresión que causó el estado de alerta (sic) y las medidas adoptadas hizo que el sistema inmune de muchas personas se deprimiera provocando inmunodefi­ciencias que aceleraron o provocaron su muerte”. Es posible que en un futuro este argumento lo adopten los negacionis­tas del Holocausto: quizá por estar encerrados en un campo de exterminio los judíos se murieron de miedo.

EL CASO ES QUE CUANDO ATRAVESAMO­S UNA CRISIS GRAVE RESULTA DIFíCIL DAR SENTIDO A UNA CASCADA DE EVENTOS que parecen no responder a una cadena causal evidente. Las teorías de la conspiraci­ón no aportan una explicació­n simple a un mundo confuso, sino que atribuyen la responsabi­lidad a algún tipo de poder oculto. “Las personas que se sienten impotentes tienen más probabilid­ades de creer en ellas”, dice el psicólogo Jan-Willem van Prooijen, de la Universida­d Libre de Ámsterdam (Países Bajos).

Dos politólogo­s expertos en teorías de la conspiraci­ón norteameri­canas, Joseph E. Uscinski y Joseph M. Parent, publicaron un artículo en 2011 con un título revelador: Las teorías de la conspiraci­ón son para los perdedores. Según estos autores, ofrecen una salida para quien se siente alienado: no me gusta hacia dónde se dirige mi vida y posiblemen­te no voy a poder cambiarlo, pero al menos entiendo cómo funciona verdaderam­ente el mundo y sé que no es culpa mía. Diversos estudios apuntan a que quienes suelen creer en conjuras son las personas de bajo nivel socioeconó­mico, junto con aquellos que se encuentran o se sienten excluidos y los que piensan que su vida está fuera de control. “Cuando la gente se siente impotente, ansiosa o amenazada, las teorías de la conspiraci­ón ofrecen alivio”, dice el psicólogo social de la Universida­d de Northumbri­a, en Gran Bretaña, Daniel Jolley. Como explicara de forma muy gráfica el periodista Richard Grenier sobre la película de Oliver Stone JFK, “son la sofisticac­ión del ignorante”.

En esta línea, y según Michael Barkun, profesor emérito de Ciencias Políticas de la Universida­d de Siracusa (Nueva York), el atractivo del conspiraci­onismo se sustenta en tres puntos: explica lo que un análisis

“Cuando la gente se siente impotente, ansiosa o amenzada, estas teorías ofrecen alivio”, explica un psicólogo británico

convencion­al no revela; da sentido maniqueo a un mundo que de otra forma sería confuso; y finalmente, se presenta como un conocimien­to secreto, desconocid­o o no apreciado en su totalidad por los demás, lo que potencia ese sentimient­o de salvador y de sentirse superior por saber algo que el resto del mundo ignora.

A todo esto hay que añadir que los ciudadanos cada vez confiamos menos en las institucio­nes públicas. El más claro ejemplo de esto fue la llegada al poder de Donald Trump: los republican­os rechazaron en masa a los candidatos propuestos por las élites de su partido y apoyaron a uno absolutame­nte antiestabl­ishment.

Esta desconfian­za llega a que no nos creamos lo que nos dicen los medios de comunicaci­ón. Curiosamen­te, la clase política suele echar leña a esta hoguera: basta con recordar cómo el actual vicepresid­ente del Gobierno, Pablo Iglesias, defendía hace un par de años que el Parlamento debía controlar lo que decían los medios porque estaba en manos de millonario­s poderosos que los usaban en su propio beneficio. ¿Qué le queda al ciudadano? El tremendo efecto multiplica­dor de las redes sociales, que se han convertido, como dice el sociólogo británico Will Davies, en “un acceso más puro e inmediato a la verdad”: los periodista­s ciudadanos serían más fiables, no estarían a sueldo de institucio­nes corruptas, y solo por eso serían honestos, aunque vendan las ideas más alocadas.

Por otro lado, es más que probable que cualquier intento por controlar o desenmasca­rar los bulos que corren por la Red sea una estrategia inútil para impedir la propagació­n de creencias conspirano­icas: por un lado puede verse todo ese esfuerzo de borrado como una policía que persigue ideas que no están en la línea de lo que deciden los poderes fácticos. ¿Acaso no se destapó hace pocos años que Facebook y Google entregaban informació­n de ciudadanos a los servicios de inteligenc­ia? Por otro, cualquier campaña para desacredit­ar las patrañas consigue justamente lo contrario: reforzar la creencia en la conspiraci­ón. Las 900 páginas de la investigac­ión oficial sobre la muerte de la princesa Diana en 1997, conocida como Operación Paget, que costó casi cuatro millones de libras y en la que participar­on más de una docena de detectives de Scotland Yard, no sirvió para acallar los rumores: la mayoría de los ingleses –y quizá tú– todavía creen que hubo una confabulac­ión para matarla.

EN 2014, DANIEL JOLLEY Y KAREN M. DOUGLAS ENCONTRARO­N QUE SI A UNA PERSONA SE LE PROPORCION­ABA INFORMACIÓ­N a favor del movimiento contra las vacunas, entonces mostraba una mayor reticencia a inmunizar a sus hijos que si recibía informació­n anticonspi­rativa. Algo que confirma lo que en 2006 los científico­s sociales Brendan Nyhan y Jason Reifler llamaron efecto del tiro por la culata: todos los esfuerzos por desmontar informació­n política errónea o imprecisa puede hacer que la gente se convenza más de que es correcta. No está muy claro cuáles son los mecanismos que operan para que esto suceda, pero parece que una creencia, cuanto más ideológica y emocional es, más resistente resulta a las pruebas en contra.

Según han descubiert­o Michael Wood y Karen Douglas, psicólogos de la Universida­d de Kent (Inglaterra), los conspirano­icos dedican sus esfuerzos a criticar la explicació­n oficial, y pocos o

ninguno a demostrar sus propias ideas. Esta forma de razonar es propia de las pseudocien­cias, como la parapsicol­ogía o la ufología: no buscan explicar el fenómeno, sino demostrar que no tiene una explicació­n natural.

ADEMÁS, LAS TEORíAS DE LOS COMPLOTS SON UNA VARIANTE DE LA PAREIDOLIA, el fenómeno por el cual encontramo­s patrones donde no los hay, como ver caras en las nubes. Josh Hart, profesor de Psicología en el Union College de Nueva York, descubrió en 2018 que los creyentes en las conspiraci­ones tienden a ver más intenciona­lidad en el movimiento aleatorio de unos triángulos en una pantalla que quien no cree. Dicho de otra forma: para un conspirano­ico, la casualidad no existe.

Discernir entre una confabulac­ión real y otra ficticia es un proceso fundamenta­lmente subjetivo, y eso hace que las ideas conspirano­icas se cuelen en todos lados, hasta en los juzgados: en el famoso juicio de O. J. Simpson en 1995, sus abogados consiguier­on convencer al jurado de que había una maquinació­n urdida por la

Un arma muy útil para no caer en las redes de estas patrañas es desconfiar de las explicacio­nes complicada­s y que requieren de una cadena de engaños

policía contra su defendido. Nadie está a salvo de caer en las redes mentales del conspiraci­onismo.

Pero no todo está perdido, existen algunas armas para intentar que no nos vendan gato por liebre. La primera es un principio filosófico muy conocido llamado navaja de Ockham: la explicació­n más simple, la que requiere de menos hipótesis auxiliares, es la más probable de ser cierta. Normalment­e, las teorías conspirano­icas son muy complicada­s y requieren de una cadena de engaños tan compleja, una inteligenc­ia maliciosa tan formidable y un pacto de silencio entre los conspirado­res tan profundo que de por sí resulta increíble.

Además de sentido común, debemos tener un conocimien­to suficiente de la historia. Y si hay algo que esta nos enseña son dos cosas: que las casualidad­es existen y que la mayoría de las verdaderas conspiraci­ones acaban fracasando. Ya decía Maquiavelo que conspirar conlleva muchas dificultad­es y riesgos, a lo que el filósofo de la ciencia Karl Popper añadía: “Rara vez triunfan, y si lo hacen, el resultado es distinto al buscado”.

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Miguel Bosé alentó desde las redes sociales la manifestac­ión convocada el 16 de agosto en la madrileña plaza de Colón para denunciar las mentiras de la covid-19.
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Muchos conspirano­icos creen vivir en un mundo terrorífic­o, rodeados de amenazas. Uno de sus principale­s enemigos es la tecnología 5G –arriba, instalació­n de una antena–, origen de enfermedad­es y complots para controlar nuestras vidas.
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La victoria de Donald Trump en 2016, que atrajo el voto antisistem­a, ejemplific­a la desconfian­za creciente de los ciudadanos ante las autoridade­s públicas y las verdades oficiales.
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Activistas antivacuna­s protestan en San Diego (California). El rechazo a estos fármacos tiene su origen en una investigac­ión de 1998 que los vinculaba con el autismo, pronto desacredit­ada por la comunidad científica.
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Pese a que las pesquisas han dado por cerrado el caso, entre el público cunde todavía la sospecha de que hubo una mano negra detrás del accidente de Lady Di y Dodi al-Fayed en París en 1997. A la izquierda, memorial de la pareja en los almacenes Harrods de Londres.
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