EVOLUCIÓN HUMANA
¿SE HA DETENIDO O ESTÁ DANDO UN ACELERÓN?
Los estudios genéticos más recientes están dando la sorpresa: contra lo que pensaban numerosos especialistas en la evolución biológica de la especie humana, esta no se ha detenido. Todo lo contrario, parece haber entrado en una etapa de aceleración que además podría intensificarse con la llegada de nuevos avances científicos y tecnológicos.
Hasta hace poco, los grandes comunicadores científicos explicaban que nuestra evolución biológica había finalizado. Según la opinión dominante, la evolución cultural había tomado el relevo. Estamos inmersos en una trepidante sucesión de transformaciones sociales y tecnológicas, pero nuestros genes siguen siendo, nos decían, casi idénticos a los de los Homo sapiens prehistóricos. “Desde hace cuarenta mil o cincuenta mil años no se han producido cambios biológicos en los humanos –escribió el paleontólogo y divulgador estadounidense Stephen Jay Gould–, todo lo que llamamos cultura y civilización lo hemos construido con el mismo cuerpo y el mismo cerebro”.
¿Somos entonces cavernícolas con móvil? Algunos investigadores propusieron que arrastramos organismos y mentes de la Edad de Piedra, forjados durante decenas de miles de años de existencia como cazadores-recolectores. Estaríamos mal adaptados a la vida moderna y eso perjudicaría seriamente nuestra salud física y mental. A la sombra de esa teoría, movimientos pro vida sana como la paleodieta o el paleoentrenamiento han surgido como setas.
Asociamos la evolución con el progreso y el perfeccionamiento, pero para los biólogos consiste en cambios genéticos poblacionales en cualquier dirección. Varios mecanismos llamados fuerzas evolutivas hacen que las poblaciones de seres vivos se diferencien, se transformen adaptándose al medio o acaben dando lugar a nuevas especies. ¿Es posible que ya no puedan actuar sobre nosotros tales fuerzas? Entre ellas, la más famosa es la selección natural, considerada el motor principal de la evolución. Si pensamos que, gracias a la tecnología, la medicina y el progreso social, ya no estamos sometidos a presiones selectivas, concluiremos que el motor apenas marcha: el vehículo de la evolución humana se habría detenido. ¿Y cuándo, según los partidarios de tal hipótesis? Cuando demostramos capacidades similares a las modernas, hace al menos 50000 años. Por entonces nos extendíamos por el mundo y ya poseíamos –a los paleoantropólogos no les cabe duda– lenguaje articulado, pensamiento simbólico y una aguda inteligencia.
LA SELECCIÓN NATURAL HACE QUE SE ACUMULEN CARACTERÍSTICAS ADECUADAS a las condiciones ambientales. Hace miles de años, algunos grupos de osos pardos avanzaron hacia la tundra y las costas heladas más septentrionales. Allí, los individuos que tenían un pelaje algo más claro, o pies más anchos y peludos, o acumulaban más grasa, probablemente vivían con menos dificultades que el resto. Los animales sanos y con mayores
reservas de energía suelen reproducirse mejor. Con el paso de las generaciones, los rasgos ventajosos se combinaron y agregaron, hasta producir un ser distinto: el oso polar.
Pero, a diferencia de los osos, cuando los primeros humanos modernos migraron a climas fríos ya podían calentarse con fuego, construir refugios, cazar con lanzas y arpones y fabricarse abrigos y botas de piel. ¿Fue el fin de las presiones selectivas? En absoluto. Los inuits o esquimales adquirieron adaptaciones biológicas a su medio helado. A pesar de los abrigos y los iglúes, la selección natural modeló las proporciones de sus cuerpos, compactos y más eficaces a la hora de mantener el calor interno. Los inuits poseen variantes genéticas que apenas existen en otras poblaciones. Algunas los protegen de las consecuencias de su dieta hipercarnívora, basada en focas y pescado, sin vegetales. Otras les hacen desarrollar grasa parda, un tejido generador de calor.
EN CUALQUIER CASO, LA INTELIGENCIA NUNCA NOS LIBERÓ DEL PUÑO DE HIERRO de la selección natural. Tras surgir en África y colonizar el resto del planeta, nuestra especie se diferenció y se amoldó genéticamente, como cabría esperar de cualquier otro ser vivo que se expande geográficamente. Nuestra piel se fue adaptando a la cantidad de luz solar que recibíamos durante el año en cada zona de la Tierra. La piel negra original se preservó en las regiones tropicales, no solo para protegernos de los rayos ultravioleta, como se pensaba hasta hace poco, sino porque impide que la radiación solar destruya el ácido fólico, una vitamina esencial cuya escasez provoca diarreas, anemia, infertilidad y graves defectos de nacimiento.
La piel clara evolucionó independientemente en distintas poblaciones que vivían en territorios menos soleados. Gracias a la paleogenómica sabemos que los europeos eran inicialmente oscuros; se fueron blanqueando durante los últimos diez milenios. La antropóloga y paleobióloga estadounidense Nina Jablonski explica que los genes que reducen la pigmentación son diferentes en Asia y en Europa. La piel clara aporta ventajas en latitudes altas, donde la luz solar escasea gran parte del año. Necesitamos esa luz para sintetizar vitamina D, y la piel blanca facilita la absorción de esa radiación cuando es poca. La deficiencia de vitamina D debilita los huesos, los músculos y el sistema inmune, y por tanto reduce la capacidad de reproducirse de quien la sufre. Aunque usamos ropa, en la mayor parte de los territorios la evolución nos ha dado pieles de pigmentación variable, capaces de broncearse o aclararse ajustándose a la cantidad de luz disponible.
Como les ocurre a otros mamíferos, somos esbeltos en territorios cálidos, y más corpulentos y pesados donde hace frío. En los bosques tropicales de África, América del Sur o el Sudeste Asiático, los humanos se hicieron pequeños; el tipo pigmeo, con 150 centímetros de estatura media, parece tener ventajas en las selvas húmedas. En los genomas de estos pueblos se encuentran indicios de selección natural en genes relacionados con el crecimiento. La escasez de oxígeno también impuso presiones selectivas que no fueron contrarrestadas por la cultura. Los nativos del Tíbet, los Andes y el macizo etíope poseen diferentes adaptaciones a la altitud. La mayoría de las personas sufrimos el peligroso mal de altura por encima de los 2500 metros, pero los tibetanos aguantan sin problemas a más de 4500 metros gracias a variantes genéticas que afectan a la oxigenación de la sangre. Los estudios indican que la población del techo del mundo solo necesitó tres milenios para lograr su impresionante adaptación. La selección natural incluso reclutó un gen procedente de humanos extintos, los denisovanos, con los que tuvimos algún que otro cruce hace al menos 40 000 años.
Nuestra expansión por el planeta nos ha hecho cambiar para adaptarnos a distintos climas: los humanos de regiones cálidas, por ejemplo, son más esbeltos y oscuros que los septentrionales
Obviamente, las enfermedades también nos han impuesto presiones selectivas durante toda nuestra historia. Tenemos el ejemplo más estudiado en la mutación genética que protege contra el parásito causante de la malaria –un protozoo del género Plasmodium que se transmite al ser humano por la picadura de mosquitos hembra infectados del género Anopheles–, que se extendió en el África subsahariana hasta alcanzar allí una frecuencia cercana al cien por cien.
HOY EN DÍA, EL PROGRESO DE LA MEDICINA Y SU GLOBALIZACIÓN NOS PERMITE PALIAR, CURAR O HASTA ERRADICAR cientos de enfermedades, algunas de ellas de causa genética. Muchas personas estériles tienen ahora hijos biológicos. Innumerables vidas se han salvado gracias a los antibióticos, las vacunas, la cirugía, la higiene, los nuevos medicamentos, los avances en las técnicas y condiciones del parto... Como dijo el famoso científico y divulgador británico David Attenborough en una entrevista, “detuvimos la selección natural tan pronto como fuimos capaces de sacar adelante a más del 95% de los bebés que nacen. Nuestra evolución es ahora cultural”. No es el único que piensa que el motor evolutivo humano se ha detenido en las últimas décadas, pero biólogos como el también británico Ian Rickard disienten. Este científico explica que a la selección natural, aunque solemos asociarla con la muerte, lo que de verdad le importa es el número de descendientes que uno aporta a la siguiente generación. Claro que casi todos los bebés sobreviven hoy, sobre todo en los países más desarrollados, pero ¡no todo el mundo tiene el mismo número de hijos!
El atractivo físico y el interés que consigamos despertar en el sexo opuesto para ser elegidos como pareja son cruciales. Sobre ello opera la selección sexual, que tanto llamó la atención a Darwin y que hoy se considera un subtipo de selección natural. En el número de hijos que tengamos pueden influir factores genéticos diversos, relacionados con la salud, la fertilidad o incluso con los rasgos psicológicos.
Lejos de paralizar la selección natural, lograr que sobrevivan casi todos los bebés quizá esté impulsándola de forma extraordinaria. Suena paradójico, pero cuantos más individuos vivos genéticamente distintos haya, más potencial para el cambio. El motor de la evolución tiene hoy más gasolina que nunca. La diversidad genética proviene
El motor de la evolución tiene hoy más gasolina que nunca: jamás ha habido más gente viva y, por lo tanto, más opciones de que aparezcan mutaciones genéticas beneficiosas
de las migraciones y la mezcla, y en última instancia, de las mutaciones aleatorias con las que todos nacemos. Existe tanta gente viva que el número de mutaciones beneficiosas disponibles es muchísimo mayor que en cualquier otro momento de la historia humana. Como explica el paleoantropólogo estadounidense John Hawks, “en una gran población no tienes que esperar tanto tiempo a que surja esa rara mutación que mejora el funcionamiento cerebral o causa cualquier otro efecto favorable”.
LA POBLACIÓN HUMANA EMPEZÓ A CRECER –Y POR TANTO A ACUMULAR CAMBIOS EN EL ADN– A PARTIR DE LA REVOLUCIÓN NEOLÍTICA, hace unos 10 000 años, gracias al surgimiento de la agricultura y la ganadería. Por entonces no había más de 15 millones de personas en el mundo. En el año 1 ya éramos unos 200 millones. Tras la Revolución Industrial el crecimiento se desorbitó. Hoy somos más de 7500 millones, y la ONU calcula que en 2050 podríamos ser cerca de 10 000 millones. Las estimaciones del ritmo de los cambios genómicos indican que la evolución humana se volvió mucho más rápida en los últimos cuarenta milenios. Los científicos son ahora capaces de integrar millones de datos genéticos de poblaciones de todo el planeta, y pueden secuenciar genomas obtenidos de huesos prehistóricos. Detectar las esquivas señales de la selección natural es algo que parecía imposible hace poco, pero hoy se hace con fiabilidad.
Aproximadamente 1500 genes humanos presentan signos de haber cambiado recientemente por selección. Son secuencias de ADN relacionadas con la inmunidad, la producción de espermatozoides, la digestión, la longevidad... Y también con la función nerviosa o el desarrollo cerebral. El 40 % de los genes de los neurotransmisores parece haber sufrido transformaciones, especialmente durante los últimos diez milenios.
En 2009 se publicó La explosión de 10 000 años. Cómo la civilización aceleró la evolución humana, un libro que contribuyó a resquebrajar la creencia en el motor detenido. Sus autores, los antropólogos Gregory Cochran y Henry Harpending, defendían en su obra que la velocidad de la evolución humana se había multiplicado por cien gracias a la agricultura y al cambio de la vida nómada a la de los pueblos y ciudades. El acelerón se debió a que aparecieron presiones selectivas diferentes: nuevos alimentos, nuevas enfermedades, nuevas formas de relación y convivencia, nuevos conflictos. Combinaciones genéticas que antaño habían sido beneficiosas quizá perdieron sus ventajas. Otras antes neutrales o desfavorables comenzaron a aportar éxito reproductivo. El vehículo de la evolución tenía un propulsor nuevo.
El libro no dejó indiferente a nadie, y recibió tantas alabanzas como duras críticas. Trataba cuestiones delicadas, como las diferencias en inteligencia entre grupos. Cochran y Harpending proponían que los judíos askenazíes, minoría oriunda de la Europa central y oriental que acapara premios Nobel, poseen genes que favorecen la inteligencia en mayor proporción que otras poblaciones. Durante siglos se les prohibieron los trabajos convencionales y tuvieron que
dedicarse a profesiones que requerían una considerable capacidad intelectual, lo que pudo generar una presión selectiva especial en sus comunidades. Con un coste: los askenazíes sufren con una frecuencia excesiva determinadas enfermedades mentales.
Polémicas aparte, la propuesta principal del libro ha sido corroborada por estudios recientes: nuestra evolución sí parece haberse acelerado en los últimos milenios, y la aparición de presiones selectivas nuevas como consecuencia de cambios en nuestras costumbres también se ha confirmado. Por ejemplo, los bajaus, un grupo étnico de Filipinas, Malasia e Indonesia –conocidos como los nómadas del agua–, llevan más de mil años viviendo de la pesca submarina y tienen una capacidad legendaria para sumergirse a gran profundidad. Se les ha agrandado el bazo, órgano que actúa como reserva de oxígeno y que también está muy desarrollado en las focas. La investigadora Melissa Llardo descubrió varios genes que habían sido seleccionados en el transcurso de su adaptación al buceo.
LAS CIUDADES TAMBIÉN HAN CREADO PRESIONES SELECTIVAS. Su alta densidad de población y su pobre higiene han sido el paraíso de las enfermedades infecciosas durante milenios. En áreas con una larga historia de asentamientos urbanos (Oriente Medio, la India, regiones de Europa...) se encuentra una mayor presencia de genes protectores contra la tuberculosis y la lepra. Queda claro que seguimos evolucionando. Pero ¿hacia dónde? ¿Se puede predecir cómo seremos? Los científicos coinciden en que es imposible. Pero se han atrevido con modestas previsiones a corto plazo. A partir de datos médicos de miles de mujeres estadounidenses recogidos de 1948 a 2008, se han detectado cambios genéticos graduales que pueden extrapolarse al menos una generación. Las mujeres de ese país serán algo más bajas y corpulentas, con menos colesterol, menos presión san
La tecnología podría finiquitar al Homo sapiens, al que sustituirían los poshumanos, seres capaces de dirigir su propia evolución
guínea y un periodo reproductivo más largo.
Las adaptaciones regionales, presentes en unos pueblos pero no en otros, demuestran que funcionamos como un animal más que se ajusta a su medio con mecanismos naturales y espontáneos, y que poseemos un gran potencial evolutivo. Pero no nos indican una dirección general. Desconocemos si la humanidad está sufriendo algún cambio persistente, acumulativo y global. A día de hoy, nuestra evolución es incontrolable. Pero siempre ha existido el debate de si podemos intervenir en ella o dirigirla de alguna forma. La eugenesia, el perfeccionamiento planificado de la humanidad –o de parte de ella– mediante selección y otras técnicas genéticas, vuelve a la palestra por los avances en edición génica. El célebre biólogo y divulgador Richard Dawkins causó gran indignación al afirmar que, aunque fuera moralmente reprobable, la eugenesia daría resultados, igual que la mejora genética de animales y plantas.
LAS CORRIENTES TRANSHUMANISTAS, POR OTRA PARTE, BUSCAN MEJORARNOS valiéndose de avances científicos y tecnológicos: implantes cibernéticos, nanotecnología, neurocirugía, inteligencia artificial, ingeniería genética... El Homo sapiens dejaría de ser tal y llegaría a una fase poshumana en la que dirigiría su desarrollo. Estas propuestas tienden a considerar la evolución natural de nuestra especie un proceso paralizado, o irrelevante, o demasiado lento, o que produce resultados mediocres o erróneos. Pero las últimas investigaciones sobre cambios genéticos recientes, adaptativos y acelerados chocan con nuestras intuiciones clásicas. La renovada ciencia de la evolución humana nos obliga a replantearnos muchas ideas, hasta las especulaciones reservadas a la ciencia ficción.