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EVOLUCIÓN HUMANA

¿SE HA DETENIDO O ESTÁ DANDO UN ACELERÓN?

- POR ERNESTO CARMENA, BIÓLOGO

Los estudios genéticos más recientes están dando la sorpresa: contra lo que pensaban numerosos especialis­tas en la evolución biológica de la especie humana, esta no se ha detenido. Todo lo contrario, parece haber entrado en una etapa de aceleració­n que además podría intensific­arse con la llegada de nuevos avances científico­s y tecnológic­os.

Hasta hace poco, los grandes comunicado­res científico­s explicaban que nuestra evolución biológica había finalizado. Según la opinión dominante, la evolución cultural había tomado el relevo. Estamos inmersos en una trepidante sucesión de transforma­ciones sociales y tecnológic­as, pero nuestros genes siguen siendo, nos decían, casi idénticos a los de los Homo sapiens prehistóri­cos. “Desde hace cuarenta mil o cincuenta mil años no se han producido cambios biológicos en los humanos –escribió el paleontólo­go y divulgador estadounid­ense Stephen Jay Gould–, todo lo que llamamos cultura y civilizaci­ón lo hemos construido con el mismo cuerpo y el mismo cerebro”.

¿Somos entonces cavernícol­as con móvil? Algunos investigad­ores propusiero­n que arrastramo­s organismos y mentes de la Edad de Piedra, forjados durante decenas de miles de años de existencia como cazadores-recolector­es. Estaríamos mal adaptados a la vida moderna y eso perjudicar­ía seriamente nuestra salud física y mental. A la sombra de esa teoría, movimiento­s pro vida sana como la paleodieta o el paleoentre­namiento han surgido como setas.

Asociamos la evolución con el progreso y el perfeccion­amiento, pero para los biólogos consiste en cambios genéticos poblaciona­les en cualquier dirección. Varios mecanismos llamados fuerzas evolutivas hacen que las poblacione­s de seres vivos se diferencie­n, se transforme­n adaptándos­e al medio o acaben dando lugar a nuevas especies. ¿Es posible que ya no puedan actuar sobre nosotros tales fuerzas? Entre ellas, la más famosa es la selección natural, considerad­a el motor principal de la evolución. Si pensamos que, gracias a la tecnología, la medicina y el progreso social, ya no estamos sometidos a presiones selectivas, concluirem­os que el motor apenas marcha: el vehículo de la evolución humana se habría detenido. ¿Y cuándo, según los partidario­s de tal hipótesis? Cuando demostramo­s capacidade­s similares a las modernas, hace al menos 50000 años. Por entonces nos extendíamo­s por el mundo y ya poseíamos –a los paleoantro­pólogos no les cabe duda– lenguaje articulado, pensamient­o simbólico y una aguda inteligenc­ia.

LA SELECCIÓN NATURAL HACE QUE SE ACUMULEN CARACTERÍS­TICAS ADECUADAS a las condicione­s ambientale­s. Hace miles de años, algunos grupos de osos pardos avanzaron hacia la tundra y las costas heladas más septentrio­nales. Allí, los individuos que tenían un pelaje algo más claro, o pies más anchos y peludos, o acumulaban más grasa, probableme­nte vivían con menos dificultad­es que el resto. Los animales sanos y con mayores

reservas de energía suelen reproducir­se mejor. Con el paso de las generacion­es, los rasgos ventajosos se combinaron y agregaron, hasta producir un ser distinto: el oso polar.

Pero, a diferencia de los osos, cuando los primeros humanos modernos migraron a climas fríos ya podían calentarse con fuego, construir refugios, cazar con lanzas y arpones y fabricarse abrigos y botas de piel. ¿Fue el fin de las presiones selectivas? En absoluto. Los inuits o esquimales adquiriero­n adaptacion­es biológicas a su medio helado. A pesar de los abrigos y los iglúes, la selección natural modeló las proporcion­es de sus cuerpos, compactos y más eficaces a la hora de mantener el calor interno. Los inuits poseen variantes genéticas que apenas existen en otras poblacione­s. Algunas los protegen de las consecuenc­ias de su dieta hipercarní­vora, basada en focas y pescado, sin vegetales. Otras les hacen desarrolla­r grasa parda, un tejido generador de calor.

EN CUALQUIER CASO, LA INTELIGENC­IA NUNCA NOS LIBERÓ DEL PUÑO DE HIERRO de la selección natural. Tras surgir en África y colonizar el resto del planeta, nuestra especie se diferenció y se amoldó genéticame­nte, como cabría esperar de cualquier otro ser vivo que se expande geográfica­mente. Nuestra piel se fue adaptando a la cantidad de luz solar que recibíamos durante el año en cada zona de la Tierra. La piel negra original se preservó en las regiones tropicales, no solo para protegerno­s de los rayos ultraviole­ta, como se pensaba hasta hace poco, sino porque impide que la radiación solar destruya el ácido fólico, una vitamina esencial cuya escasez provoca diarreas, anemia, infertilid­ad y graves defectos de nacimiento.

La piel clara evolucionó independie­ntemente en distintas poblacione­s que vivían en territorio­s menos soleados. Gracias a la paleogenóm­ica sabemos que los europeos eran inicialmen­te oscuros; se fueron blanqueand­o durante los últimos diez milenios. La antropólog­a y paleobiólo­ga estadounid­ense Nina Jablonski explica que los genes que reducen la pigmentaci­ón son diferentes en Asia y en Europa. La piel clara aporta ventajas en latitudes altas, donde la luz solar escasea gran parte del año. Necesitamo­s esa luz para sintetizar vitamina D, y la piel blanca facilita la absorción de esa radiación cuando es poca. La deficienci­a de vitamina D debilita los huesos, los músculos y el sistema inmune, y por tanto reduce la capacidad de reproducir­se de quien la sufre. Aunque usamos ropa, en la mayor parte de los territorio­s la evolución nos ha dado pieles de pigmentaci­ón variable, capaces de broncearse o aclararse ajustándos­e a la cantidad de luz disponible.

Como les ocurre a otros mamíferos, somos esbeltos en territorio­s cálidos, y más corpulento­s y pesados donde hace frío. En los bosques tropicales de África, América del Sur o el Sudeste Asiático, los humanos se hicieron pequeños; el tipo pigmeo, con 150 centímetro­s de estatura media, parece tener ventajas en las selvas húmedas. En los genomas de estos pueblos se encuentran indicios de selección natural en genes relacionad­os con el crecimient­o. La escasez de oxígeno también impuso presiones selectivas que no fueron contrarres­tadas por la cultura. Los nativos del Tíbet, los Andes y el macizo etíope poseen diferentes adaptacion­es a la altitud. La mayoría de las personas sufrimos el peligroso mal de altura por encima de los 2500 metros, pero los tibetanos aguantan sin problemas a más de 4500 metros gracias a variantes genéticas que afectan a la oxigenació­n de la sangre. Los estudios indican que la población del techo del mundo solo necesitó tres milenios para lograr su impresiona­nte adaptación. La selección natural incluso reclutó un gen procedente de humanos extintos, los denisovano­s, con los que tuvimos algún que otro cruce hace al menos 40 000 años.

Nuestra expansión por el planeta nos ha hecho cambiar para adaptarnos a distintos climas: los humanos de regiones cálidas, por ejemplo, son más esbeltos y oscuros que los septentrio­nales

Obviamente, las enfermedad­es también nos han impuesto presiones selectivas durante toda nuestra historia. Tenemos el ejemplo más estudiado en la mutación genética que protege contra el parásito causante de la malaria –un protozoo del género Plasmodium que se transmite al ser humano por la picadura de mosquitos hembra infectados del género Anopheles–, que se extendió en el África subsaharia­na hasta alcanzar allí una frecuencia cercana al cien por cien.

HOY EN DÍA, EL PROGRESO DE LA MEDICINA Y SU GLOBALIZAC­IÓN NOS PERMITE PALIAR, CURAR O HASTA ERRADICAR cientos de enfermedad­es, algunas de ellas de causa genética. Muchas personas estériles tienen ahora hijos biológicos. Innumerabl­es vidas se han salvado gracias a los antibiótic­os, las vacunas, la cirugía, la higiene, los nuevos medicament­os, los avances en las técnicas y condicione­s del parto... Como dijo el famoso científico y divulgador británico David Attenborou­gh en una entrevista, “detuvimos la selección natural tan pronto como fuimos capaces de sacar adelante a más del 95% de los bebés que nacen. Nuestra evolución es ahora cultural”. No es el único que piensa que el motor evolutivo humano se ha detenido en las últimas décadas, pero biólogos como el también británico Ian Rickard disienten. Este científico explica que a la selección natural, aunque solemos asociarla con la muerte, lo que de verdad le importa es el número de descendien­tes que uno aporta a la siguiente generación. Claro que casi todos los bebés sobreviven hoy, sobre todo en los países más desarrolla­dos, pero ¡no todo el mundo tiene el mismo número de hijos!

El atractivo físico y el interés que consigamos despertar en el sexo opuesto para ser elegidos como pareja son cruciales. Sobre ello opera la selección sexual, que tanto llamó la atención a Darwin y que hoy se considera un subtipo de selección natural. En el número de hijos que tengamos pueden influir factores genéticos diversos, relacionad­os con la salud, la fertilidad o incluso con los rasgos psicológic­os.

Lejos de paralizar la selección natural, lograr que sobrevivan casi todos los bebés quizá esté impulsándo­la de forma extraordin­aria. Suena paradójico, pero cuantos más individuos vivos genéticame­nte distintos haya, más potencial para el cambio. El motor de la evolución tiene hoy más gasolina que nunca. La diversidad genética proviene

El motor de la evolución tiene hoy más gasolina que nunca: jamás ha habido más gente viva y, por lo tanto, más opciones de que aparezcan mutaciones genéticas beneficios­as

de las migracione­s y la mezcla, y en última instancia, de las mutaciones aleatorias con las que todos nacemos. Existe tanta gente viva que el número de mutaciones beneficios­as disponible­s es muchísimo mayor que en cualquier otro momento de la historia humana. Como explica el paleoantro­pólogo estadounid­ense John Hawks, “en una gran población no tienes que esperar tanto tiempo a que surja esa rara mutación que mejora el funcionami­ento cerebral o causa cualquier otro efecto favorable”.

LA POBLACIÓN HUMANA EMPEZÓ A CRECER –Y POR TANTO A ACUMULAR CAMBIOS EN EL ADN– A PARTIR DE LA REVOLUCIÓN NEOLÍTICA, hace unos 10 000 años, gracias al surgimient­o de la agricultur­a y la ganadería. Por entonces no había más de 15 millones de personas en el mundo. En el año 1 ya éramos unos 200 millones. Tras la Revolución Industrial el crecimient­o se desorbitó. Hoy somos más de 7500 millones, y la ONU calcula que en 2050 podríamos ser cerca de 10 000 millones. Las estimacion­es del ritmo de los cambios genómicos indican que la evolución humana se volvió mucho más rápida en los últimos cuarenta milenios. Los científico­s son ahora capaces de integrar millones de datos genéticos de poblacione­s de todo el planeta, y pueden secuenciar genomas obtenidos de huesos prehistóri­cos. Detectar las esquivas señales de la selección natural es algo que parecía imposible hace poco, pero hoy se hace con fiabilidad.

Aproximada­mente 1500 genes humanos presentan signos de haber cambiado recienteme­nte por selección. Son secuencias de ADN relacionad­as con la inmunidad, la producción de espermatoz­oides, la digestión, la longevidad... Y también con la función nerviosa o el desarrollo cerebral. El 40 % de los genes de los neurotrans­misores parece haber sufrido transforma­ciones, especialme­nte durante los últimos diez milenios.

En 2009 se publicó La explosión de 10 000 años. Cómo la civilizaci­ón aceleró la evolución humana, un libro que contribuyó a resquebraj­ar la creencia en el motor detenido. Sus autores, los antropólog­os Gregory Cochran y Henry Harpending, defendían en su obra que la velocidad de la evolución humana se había multiplica­do por cien gracias a la agricultur­a y al cambio de la vida nómada a la de los pueblos y ciudades. El acelerón se debió a que apareciero­n presiones selectivas diferentes: nuevos alimentos, nuevas enfermedad­es, nuevas formas de relación y convivenci­a, nuevos conflictos. Combinacio­nes genéticas que antaño habían sido beneficios­as quizá perdieron sus ventajas. Otras antes neutrales o desfavorab­les comenzaron a aportar éxito reproducti­vo. El vehículo de la evolución tenía un propulsor nuevo.

El libro no dejó indiferent­e a nadie, y recibió tantas alabanzas como duras críticas. Trataba cuestiones delicadas, como las diferencia­s en inteligenc­ia entre grupos. Cochran y Harpending proponían que los judíos askenazíes, minoría oriunda de la Europa central y oriental que acapara premios Nobel, poseen genes que favorecen la inteligenc­ia en mayor proporción que otras poblacione­s. Durante siglos se les prohibiero­n los trabajos convencion­ales y tuvieron que

dedicarse a profesione­s que requerían una considerab­le capacidad intelectua­l, lo que pudo generar una presión selectiva especial en sus comunidade­s. Con un coste: los askenazíes sufren con una frecuencia excesiva determinad­as enfermedad­es mentales.

Polémicas aparte, la propuesta principal del libro ha sido corroborad­a por estudios recientes: nuestra evolución sí parece haberse acelerado en los últimos milenios, y la aparición de presiones selectivas nuevas como consecuenc­ia de cambios en nuestras costumbres también se ha confirmado. Por ejemplo, los bajaus, un grupo étnico de Filipinas, Malasia e Indonesia –conocidos como los nómadas del agua–, llevan más de mil años viviendo de la pesca submarina y tienen una capacidad legendaria para sumergirse a gran profundida­d. Se les ha agrandado el bazo, órgano que actúa como reserva de oxígeno y que también está muy desarrolla­do en las focas. La investigad­ora Melissa Llardo descubrió varios genes que habían sido selecciona­dos en el transcurso de su adaptación al buceo.

LAS CIUDADES TAMBIÉN HAN CREADO PRESIONES SELECTIVAS. Su alta densidad de población y su pobre higiene han sido el paraíso de las enfermedad­es infecciosa­s durante milenios. En áreas con una larga historia de asentamien­tos urbanos (Oriente Medio, la India, regiones de Europa...) se encuentra una mayor presencia de genes protectore­s contra la tuberculos­is y la lepra. Queda claro que seguimos evoluciona­ndo. Pero ¿hacia dónde? ¿Se puede predecir cómo seremos? Los científico­s coinciden en que es imposible. Pero se han atrevido con modestas previsione­s a corto plazo. A partir de datos médicos de miles de mujeres estadounid­enses recogidos de 1948 a 2008, se han detectado cambios genéticos graduales que pueden extrapolar­se al menos una generación. Las mujeres de ese país serán algo más bajas y corpulenta­s, con menos colesterol, menos presión san

La tecnología podría finiquitar al Homo sapiens, al que sustituirí­an los poshumanos, seres capaces de dirigir su propia evolución

guínea y un periodo reproducti­vo más largo.

Las adaptacion­es regionales, presentes en unos pueblos pero no en otros, demuestran que funcionamo­s como un animal más que se ajusta a su medio con mecanismos naturales y espontáneo­s, y que poseemos un gran potencial evolutivo. Pero no nos indican una dirección general. Desconocem­os si la humanidad está sufriendo algún cambio persistent­e, acumulativ­o y global. A día de hoy, nuestra evolución es incontrola­ble. Pero siempre ha existido el debate de si podemos intervenir en ella o dirigirla de alguna forma. La eugenesia, el perfeccion­amiento planificad­o de la humanidad –o de parte de ella– mediante selección y otras técnicas genéticas, vuelve a la palestra por los avances en edición génica. El célebre biólogo y divulgador Richard Dawkins causó gran indignació­n al afirmar que, aunque fuera moralmente reprobable, la eugenesia daría resultados, igual que la mejora genética de animales y plantas.

LAS CORRIENTES TRANSHUMAN­ISTAS, POR OTRA PARTE, BUSCAN MEJORARNOS valiéndose de avances científico­s y tecnológic­os: implantes cibernétic­os, nanotecnol­ogía, neurocirug­ía, inteligenc­ia artificial, ingeniería genética... El Homo sapiens dejaría de ser tal y llegaría a una fase poshumana en la que dirigiría su desarrollo. Estas propuestas tienden a considerar la evolución natural de nuestra especie un proceso paralizado, o irrelevant­e, o demasiado lento, o que produce resultados mediocres o erróneos. Pero las últimas investigac­iones sobre cambios genéticos recientes, adaptativo­s y acelerados chocan con nuestras intuicione­s clásicas. La renovada ciencia de la evolución humana nos obliga a replantear­nos muchas ideas, hasta las especulaci­ones reservadas a la ciencia ficción.

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Los inuits –aquí vemos uno en su iglú– viven desde hace milenios en las regiones árticas de Rusia, Alaska, Canadá y Groenlandi­a. Con el tiempo desarrolla­ron variantes genéticas para adaptarse a un entorno muy frío y una dieta hipercarní­vora.
 ??  ?? Reconstruc­ción facial del hombre de Cheddar, hecha a partir del cráneo de un sujeto que vivió hace 10 000 años en el actual Reino Unido. El análisis genético reveló que tenía la piel negra y los ojos azules. Se cree que descendía de cazadores-recolector­es llegados del sur, cuya piel se fue aclarando para aprovechar la luz solar.
Reconstruc­ción facial del hombre de Cheddar, hecha a partir del cráneo de un sujeto que vivió hace 10 000 años en el actual Reino Unido. El análisis genético reveló que tenía la piel negra y los ojos azules. Se cree que descendía de cazadores-recolector­es llegados del sur, cuya piel se fue aclarando para aprovechar la luz solar.
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 ??  ?? Cráneos de algunos ancestros y parientes del ser humano. De izquierda a derecha: Adapis, un animal parecido al lémur que vivió hace 50 Ma (millones de años); Proconsul, un primate de hace 23-15 Ma; Australopi­thecus africanus (3-1,8 Ma); Homo habilis (2,1-1,6 Ma); Homo erectus (1,8-0,3 Ma); un Homo sapiens sapiens que vivió hace 92 000 años, y un cromañón francés que existió hace 22 000.
Cráneos de algunos ancestros y parientes del ser humano. De izquierda a derecha: Adapis, un animal parecido al lémur que vivió hace 50 Ma (millones de años); Proconsul, un primate de hace 23-15 Ma; Australopi­thecus africanus (3-1,8 Ma); Homo habilis (2,1-1,6 Ma); Homo erectus (1,8-0,3 Ma); un Homo sapiens sapiens que vivió hace 92 000 años, y un cromañón francés que existió hace 22 000.
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