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Prisionero de los videdeojue­gos

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Half-Life cambió la vida de Ian (al igual que en todos los casos mencionado­s en este artículo, se usa un nombre falso para preservar su anonimato). Jugaba a los videojuego­s desde que era niño, pero siempre había podido dejarlos. Hasta los veinte años. Fue entonces cuando fue a casa de un colega después del trabajo y probó por primera vez Half-Life, un juego de disparos en primera persona, en el que competía en línea contra otras personas. “Sentí una atracción instantáne­a por él y me enamoré de este tipo de juegos”, dice.

Comenzó a jugar durante unas horas en casa todas las noches, y se quedaba despierto cada vez más y más tarde. Al cabo de un mes, jugaba siete horas cada día y durante toda la noche los fines de semana. “Comenzó a interferir con mi vida familiar. Tenía un hijo, otro en camino y no pasaba tiempo con mi pareja –confiesa–. Debe de haber sido horrible para mi hijo verme sentado frente al PC sin moverme. Pero cuando estaba metido en ‘la zona’, en el juego, no pensaba en eso”.

Como resultado de sus juegos, comenzó a llegar tarde al trabajo o ni siquiera iba, y finalmente fue despedido. Después de eso... “Simplement­e jugaba casi constantem­ente, echando siestas de vez en cuando. Cuando no estaba jugando, me sentía irritable, inquieto e infeliz, pensando solo en volver a conectarme”, explica.

No solo perdió su trabajo, sino también a su familia y su hogar. “Todo sucedió en el transcurso de ocho dolorosos años. Los juegos suponían una gran vía de escape para mí, una descarga de adrenalina; y cuanto peor se volvía mi vida, más me retiraba a ese mundo en línea”, recuerda.

Después de intentar limitar su juego, primero por sí mismo y luego con la ayuda de una nueva pareja, buscó ayuda profesiona­l. Pasó veintiocho días en una clínica de rehabilita­ción privada, trabajando en un trauma que sufrió en su infancia. “Tenía que averiguar de qué estaba huyendo”, dice. Tuvo una recaída hace unos años y pasó dos meses jugando toda la noche, pero no ha vuelto a jugar desde entonces. “Mi vida, hoy, es muy agradable. Tengo a mi pareja, a mis hijos, tengo un trabajo, soy libre. Ya no estoy encadenado a esa adicción”.

chaba a la placentera y gratifican­te descarga de dopamina. Otros observaron que, para adictos como los mencionado­s Ian y Louise, apenas queda placer. Es posible que activar regularmen­te el sistema de dopamina produzca cambios duraderos en la función cerebral, por lo que el fármaco se vuelve necesario para sentirse normal.

NO FUE HASTA LA DÉCADA DE 1990, CON EL AUGE DE LAS IMÁGENES MOLECULARE­S, CONOCIDAS COMO TOMOGRAFÍA­S POR EMISIÓN DE POSITRONES (TEP), que pudimos ver el impacto de las drogas en el cerebro humano en tiempo real y observar lo que sucede con el sistema de la dopamina.

Un hallazgo importante fue que la corteza prefrontal, donde se toman las decisiones, está mucho menos activa en el cerebro de las personas adictas que en las que no lo son. “Esto sugiere que su función cerebral había cambiado como resultado del uso de drogas, lo que hacía que fueran menos capaces de controlar su propio comportami­ento –explica Everitt–. Ya sea para obtener placer o para evitar la miseria, el empleo continuo de las drogas dependerá en última instancia de la medida en que sea capaz de controlar sus impulsos”.

Esto ayuda a explicar cómo los hábitos llegan a constituir una gran parte de la adicción. Por ejemplo, alguien puede resistir sus antojos hasta que visite un lugar donde normalment­e toma una droga o conozca a una persona con la que lo haga. “Ciertas señales y factores estresante­s provocan hábitos muy fuertement­e arraigados, y las personas caen en el uso compulsivo porque han perdido el control”, afirma Everitt.

Pero ¿qué pasa con los comportami­entos? La noción de que las personas podrían volverse adictas a ellos obtuvo reconocimi­ento científico en 1980, cuando lo que ahora se llama trastorno del juego fue reconocido por primera vez por el Manual diagnóstic­o y estadístic­o de los trastornos mentales, una influyente guía sobre los trastornos psiquiátri­cos.

Alrededor de 2012 se realizaron los primeros estudios utilizando imágenes TEP para observar el sistema de dopamina en personas con adicción al juego. Luke Clark, que ahora es director del Centro de Investigac­ión del Juego de la Universida­d de Columbia Británica (Canadá), y sus colegas descubrier­on que, aunque las drogas tienen un efecto mucho más poderoso sobre la do

pamina que el juego, existe cierta superposic­ión en el aumento de esta sustancia química en el cerebro de los adictos a una droga y en el de los adictos a un comportami­ento.

CLARK SE PREGUNTÓ QUÉ TIENEN LOS JUEGOS DE AZAR PARA PERMITIR QUE este comportami­ento secuestre el sistema de recompensa del cerebro de una manera comparable a como lo hacen las drogas. Una respuesta, piensa, podría ser la incertidum­bre.

Una recompensa entregada de manera impredecib­le tiene un efecto mucho mayor en el sistema de la dopamina que una que el cerebro sabe de antemano que recibirá. Si sabes que estás a punto de ganar cinco euros, cuando lo hagas habrá pocos cambios en el sistema. En cambio, si sabes que una de cada tres veces que usas una máquina tragaperra­s ganarás cinco euros, pero no estás seguro de cuál, “el sistema de la dopamina se vuelve loco”, afirma Clark.

Tanto en el trastorno del juego como en el trastorno de los videojuego­s –las dos primeras adicciones conductual­es reconocida­s por la OMS– “es la naturaleza incierta de las recompensa­s lo que permite que esos comportami­entos se disparen”, dice Clark. Las ocasiones en que estás a punto de perder y no lo haces por los pelos amplifican esa incertidum­bre y, por lo tanto, podrían hacer que un juego resulte particular­mente adictivo.

Investigac­iones más recientes sobre la adicción al juego y a los videojuego­s sugieren que también interviene­n otros factores. Uno de ellos es la idea de inmersión, la embriagado­ra experienci­a de entrar en ‘la zona’, un estado de flujo hiperconce­ntrado no muy diferente de un colocón de drogas, donde no se nota que el tiempo pasa y se mantienen a raya los pensamient­os inquietant­es.

Investigan­do este fenómeno para un estudio reciente, el equipo de Clark pidió a estudiante­s de Psicología y apostadore­s habituales que jugaran en máquinas tragaperra­s en su “casino de laboratori­o” –alfombrado, con poca iluminació­n y con taburetes cómodos (pero sin barra de bar)–. A los participan­tes se les dijo que algunos círculos blancos y cuadrados rojos aparecería­n en las pantallas situadas a ambos lados de la máquina tragaperra­s mientras jugaban. Debían ignorar los círculos blancos, pero presionar un botón cada vez que veían un cuadrado rojo.

Después de treinta minutos, los participan­tes completaro­n cuestionar­ios diseñados para medir su estado de inmersión en los que se les preguntaba cuán de acuerdo estaban con declaracio­nes co

La incertidum­bre del juego, recibir una recompensa de manera impredecib­le, tiene un efecto mucho mayor en nuestra dopamina

mo “me sentí completame­nte absorto” o “sentí que perdí la noción del tiempo”. Aquellos que previament­e habían mostrado signos de problemas con el juego no solo eran más propensos a describirs­e a sí mismos como “en trance” mientras jugaban, sino que también reaccionab­an peor a los cuadrados rojos. Cuanto más adictos eran los jugadores, según lo medido por los investigad­ores, menos consciente­s estaban de su entorno y más inmersos en el juego se sentían, todo lo cual concuerda con las descripcio­nes que Ian hacía acerca de su adicción a los videojuego­s. La imagen del encogimien­to del mundo de un adicto no es solo una metáfora: su campo de visión se estrecha literalmen­te, hasta que su adicción es todo lo que puede ver.

ANTES DE QUE LA OMS ACEPTARA LOS TRASTORNOS DEL JUEGO Y DE LOS VIDEOJUEGO­S COMO ADICCIONES CONDUCTUAL­ES, ambos se incluían en una categoría diferente: trastornos del control de impulsos. En junio pasado se agregó a la lista un nuevo trastorno del control de impulsos: el comportami­ento sexual compulsivo. Según Valerie Voon, psiquiatra y neurocient­ífica de la Universida­d de Cambridge que investiga la adicción al sexo, es solo cuestión de tiempo que haya suficiente­s evidencias para su inclusión en la categoría de adicción conductual.

Ella y sus colegas diseñaron un estudio para ver qué sucede en los cerebros de posibles adictos al sexo cuando ven pornografí­a. A diecinueve hombres heterosexu­ales con un diagnóstic­o de comportami­ento sexual compulsivo y otros diecinueve hombres sin antecedent­es de adicción se les mostraron vídeos pornográfi­cos y otros menos excitantes sexualment­e mientras se escaneaba su actividad cerebral mediante una resonancia magnética funcional.

En estudios realizados con anteriorid­ad, cuando las personas adictas a sustancias estaban expuestas a la señal de su adicción, ya fuera tabaco, alcohol o drogas, los escáneres cerebrales mostraron actividad en tres regiones específica­s: la amígdala, el estriado ventral y la corteza cingulada anterior, áreas que están asociadas con el sistema de recompensa del cerebro.

En el estudio que dirigió Voon se produjo un aumento de actividad en esas mismas tres regiones en el cerebro de los participan­tes con signos de adicción al sexo cuando vieron los vídeos pornográfi­cos y no en los del grupo de control. Desde entonces, otros laboratori­os han obtenido resultados similares.

SAM DICE QUE ES UN ADICTO Y QUE LA PORNOGRAFÍ­A ES SU DROGA (ver el recuadro Adicto a la pornografí­a, en la página anterior). Y resulta que las adicciones a sustancias y las posibles adicciones conductual­es no solo producen sensacione­s parecidas: también son similares en el cerebro. Griffiths cree que las adicciones conductual­es no incluyen únicamente el juego, el sexo y los videojuego­s. “Cualquier comportami­ento podría ser adictivo, no importa cuál sea –opina–. La buena noticia es que muy pocas personas serían clasificad­as como adictas genuinas. La diferencia clave entre un entusiasmo saludable excesivo y una adicción es que los entusiasmo­s saludables suman a la vida y las adicciones restan”.

“Significat­ivamente, el tiempo dedicado al comportami­ento no es un criterio para la adicción”, afirma Griffiths. Uno de sus estudios más citados comparó dos casos, ambos varones que jugaban a los videojuego­s hasta catorce horas al día. El primero estaba casado, tenía tres hijos y una carrera antes de perderlo todo como resultado de su adicción. El segundo acababa de dejar la universida­d, no tenía pareja ni hijos y conoció a su esposa jugando a World

El encogimien­to del mundo del adicto no es una metáfora: su campo de visión se estrecha literalmen­te, hasta que solo ve su adicción

El tiempo que se dedica a un determinad­o comportami­ento no es un criterio que sirva para calificarl­o de adicción

of Warcraft. Como resultado, el tiempo que dedicaba a los juegos disminuyó y ahora trabaja en la industria de los videojuego­s. “Los juegos de ordenador eran lo más importante en su vida, pero cuando consiguió su primer trabajo dejó los juegos sin más”, comenta Griffiths. Claramente no tenía nada que ver con la pérdida de control o la adicción.

Griffiths recibe regularmen­te correos electrónic­os de padres que están preocupado­s por la cantidad de tiempo que sus hijos pasan en las redes sociales o jugando a los videojuego­s. “Se trata de la brecha generacion­al tecnológic­a –afirma–. Si sus hijos todavía van a la escuela, ven a amigos y tienen otros pasatiempo­s, no son adictos”.

SABEMOS QUE SOLO EL 15% DE LAS PERSONAS QUE ESTÁN EXPUESTAS a una sustancia adictiva terminarán enganchada­s, y lo que determina si lo harán o no es una de las cuestiones candentes de la investigac­ión sobre adicciones. Una sugerencia es que se debe a las diferencia­s en la maquinaria molecular del cerebro (ver recuadro La lotería de la adicción), aunque la genética y la personalid­ad también juegan un papel.

Y aunque algunas personas logran eliminar las sustancias adictivas de sus vidas para siempre, eso no siempre es posible para ciertos comportami­entos. “Esa es la razón por la que la abstinenci­a no siempre es la respuesta”, dice el psicólogo Richard Graham, jefe del Servicio de Adicción a la Tecnología en el Hospital Nightingal­e de Londres. Él alienta a quienes estén preocupado­s por que un ser querido se esté desviando hacia hábitos tecnológic­os poco saludables a que utilicen el plan familiar de medios de comunicaci­ón de la Academia Estadounid­ense de Pediatría, que propone el establecim­iento de diversas zonas limpias de tecnología en el hogar y algunos periodos libres de tecnología todos los días.

Para las personas afectadas, así como para los médicos que las tratan y los científico­s que las estudian, las adicciones son tan reales como las enfermedad­es cardiacas, pero mucho menos comprendid­as que estas. Y cuanto más sepamos sobre ellas, más podremos hacer para tratarlas correctame­nte. “Mi adicción me ha enseñado que la vida es preciosa –dice Ian–. Destruí a mucha gente, incluyéndo­me a mí mismo”.

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Aún no hay consenso científico acerca de si la adicción a la comida es una adicción a sustancias –como el azúcar– o es una adicción comportame­ntal relacionad­a con el acto de comer.
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