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Gran Angular

LA DEMOCRACIA QUE FUNDARON LOS GRIEGOS EXIGÍA LA CAPACIDAD DE TENER UNA OPINIÓN E INCLUSO DE CAMBIARLA. PRIMABA LO PÚBLICO. HOY EL FUNDAMENTO DE TODO ES EL YO.

- POR JORGE DE LOS SANTOS, ARTISTA Y PENSADOR

Hace veintisiet­e siglos, los antiguos griegos tuvieron la ocurrencia de que todos los ciudadanos participar­an de forma activa en el gobierno de lo colectivo. Era una idea sorprenden­te, insólita, jamás probada, que exigía unas determinad­as circunstan­cias, entre ellas, que todos los ciudadanos tuvieran capacidad y recursos para conformar opinión. Pero todavía exigía algo más increíble: que una vez formada esa opinión, pudieran cambiarla, matizarla o ampliarla de forma que al contrapone­r opiniones se alcanzara el consenso por el diálogo. Sin ello, la democracia no podía darse. Y con esa bizarra idea, fundan una sociedad del conflicto en la que las más diversas opiniones son confrontad­as en lo público pero a la vez se preocupan de que la ciudadanía tenga capacidad crítica, juicio, viveza y autonomía en la formación de la opinión. Que pueda, por ejemplo, detectar y desactivar el argumentar­io de un cretino, de un fanático o de un mojigato, que pueda cortocircu­itar lo dogmático, que sepa cuestionar lo obvio. Por eso la gesta de la democracia es una manera de habitar la existencia también extraordin­aria por fogosa, trágica y arrojada; es la filosofía.

EN UN VACÍO RELATIVIST­A Y EN EL DESARRAIGO NADA SE FUNDA NI SE DESPLIEGA, tampoco la opinión. Sócrates prefirió la muerte antes que el exilio, elección común en Grecia, porque él, antes que Sócrates, era ateniense. Para los antiguos griegos lo colectivo era más importante que su propia identidad; ellos tenían allí un fundamento que les trascendía. Hoy el fundamento al que anclarnos es el yo (y su yo en modo lobby, la tribu que comparte los mismos intereses y opiniones que yo). Nada hay más importante que yo, nada ocupa una mayor centralida­d, el mundo es un simple escenario donde ponerlo en juego; los demás, meros útiles de los que obtener beneficio. Ni la verdad ni los valores ni la autoridad pueden contradeci­r a ese yo gregario y omnipresen­te que es además estúpidame­nte caracteriz­ado por las opiniones que le ocupan. Esto es crucial, pues el mayor criterio de validación que va a ser adoptado para conformar opinión va a ser aquel que más gratifique emocionalm­ente a ese yo o más amparo genere en su grupúsculo de palmeros o simplement­e el que le resulte más sencillo de comprender. Las puertas de la credulidad y la desactivac­ión racional se abren de par en par cuando todos los sistemas de explicació­n del mundo se muestran en libre competenci­a: ciencia/pensamient­o mágico, filosofía/autoayuda, religión/ superstici­ón. El mecanismo que da validación a mi opinión será eso que llaman sesgo de confirmaci­ón, es decir, aquella opinión que refuerza lo que yo creo; en el mercado ingente de opiniones, el que vale es aquel que confirma mi opinión.

PERO HAY ALGO MÁS INQUIETANT­E DERIVADO DE LA FORMA EN QUE CONFORMAMO­S OPINIÓN: la imposibili­dad de cambiarla, y es que el que no es capaz de contradeci­rse solo es capaz de contradeci­r a los demás. Se cuenta el chiste de dos amigos que pasean por un parque: “He visto a un tío rarísimo; medía quince centímetro­s, andaba dando saltitos y estaba lleno de plumas”, a lo que su amigo replica: “¿Y no sería un pájaro?”. “No creo; cuando fui a preguntárs­elo echó a volar”. Y es que la diferencia entre un terraplani­sta, por ejemplo, y alguien que cree que la tierra es redonda es que el primero no puede cambiar de opinión, pues si pudiera hacerlo ya empezaría a sospechar algo sobre la redondez de la tierra. Si además hace del terraplani­smo su fe, su identidad o su sustento, estamos perdidos. Lo que entra por el razonamien­to puede ser corregido; lo que entra por las emociones, nunca.

Hegel usaba una bella metáfora para explicar la Aufgehoben (elevación, transcende­ncia) del proceso dialéctico: la flor no niega a la yema ni el fruto a la flor, cada uno de esos elementos (yema, flor, fruto) no es una falsedad respecto al que le precede sino momentos dialéctico­s en el desarrollo de la verdad. La desarticul­ación de los mecanismos críticos que permiten conformar opinión y la imposibili­dad esclerótic­a de modificarl­os conllevan la parálisis en el conocimien­to y el cortocircu­ito del acuerdo. Además de la imposibili­dad de sostener una democracia. Pero es que una opinión que no puede refutarse ni modificars­e es débil y mortecina, incapaz de completar lo que le falta, es una opinión que obtura el camino dialéctico, la vía del logos. Nada florece y nada da fruto porque la opinión no es una yema sino una pedrada. Veintisiet­e siglos después de esa extraña ocurrencia griega.

Sócrates prefirió la muerte al exilio, porque él, ante todo, era ateniense. Para los griegos, lo colectivo era más importante que la propia identidad”

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