Gran Angular
LA DEMOCRACIA QUE FUNDARON LOS GRIEGOS EXIGÍA LA CAPACIDAD DE TENER UNA OPINIÓN E INCLUSO DE CAMBIARLA. PRIMABA LO PÚBLICO. HOY EL FUNDAMENTO DE TODO ES EL YO.
Hace veintisiete siglos, los antiguos griegos tuvieron la ocurrencia de que todos los ciudadanos participaran de forma activa en el gobierno de lo colectivo. Era una idea sorprendente, insólita, jamás probada, que exigía unas determinadas circunstancias, entre ellas, que todos los ciudadanos tuvieran capacidad y recursos para conformar opinión. Pero todavía exigía algo más increíble: que una vez formada esa opinión, pudieran cambiarla, matizarla o ampliarla de forma que al contraponer opiniones se alcanzara el consenso por el diálogo. Sin ello, la democracia no podía darse. Y con esa bizarra idea, fundan una sociedad del conflicto en la que las más diversas opiniones son confrontadas en lo público pero a la vez se preocupan de que la ciudadanía tenga capacidad crítica, juicio, viveza y autonomía en la formación de la opinión. Que pueda, por ejemplo, detectar y desactivar el argumentario de un cretino, de un fanático o de un mojigato, que pueda cortocircuitar lo dogmático, que sepa cuestionar lo obvio. Por eso la gesta de la democracia es una manera de habitar la existencia también extraordinaria por fogosa, trágica y arrojada; es la filosofía.
EN UN VACÍO RELATIVISTA Y EN EL DESARRAIGO NADA SE FUNDA NI SE DESPLIEGA, tampoco la opinión. Sócrates prefirió la muerte antes que el exilio, elección común en Grecia, porque él, antes que Sócrates, era ateniense. Para los antiguos griegos lo colectivo era más importante que su propia identidad; ellos tenían allí un fundamento que les trascendía. Hoy el fundamento al que anclarnos es el yo (y su yo en modo lobby, la tribu que comparte los mismos intereses y opiniones que yo). Nada hay más importante que yo, nada ocupa una mayor centralidad, el mundo es un simple escenario donde ponerlo en juego; los demás, meros útiles de los que obtener beneficio. Ni la verdad ni los valores ni la autoridad pueden contradecir a ese yo gregario y omnipresente que es además estúpidamente caracterizado por las opiniones que le ocupan. Esto es crucial, pues el mayor criterio de validación que va a ser adoptado para conformar opinión va a ser aquel que más gratifique emocionalmente a ese yo o más amparo genere en su grupúsculo de palmeros o simplemente el que le resulte más sencillo de comprender. Las puertas de la credulidad y la desactivación racional se abren de par en par cuando todos los sistemas de explicación del mundo se muestran en libre competencia: ciencia/pensamiento mágico, filosofía/autoayuda, religión/ superstición. El mecanismo que da validación a mi opinión será eso que llaman sesgo de confirmación, es decir, aquella opinión que refuerza lo que yo creo; en el mercado ingente de opiniones, el que vale es aquel que confirma mi opinión.
PERO HAY ALGO MÁS INQUIETANTE DERIVADO DE LA FORMA EN QUE CONFORMAMOS OPINIÓN: la imposibilidad de cambiarla, y es que el que no es capaz de contradecirse solo es capaz de contradecir a los demás. Se cuenta el chiste de dos amigos que pasean por un parque: “He visto a un tío rarísimo; medía quince centímetros, andaba dando saltitos y estaba lleno de plumas”, a lo que su amigo replica: “¿Y no sería un pájaro?”. “No creo; cuando fui a preguntárselo echó a volar”. Y es que la diferencia entre un terraplanista, por ejemplo, y alguien que cree que la tierra es redonda es que el primero no puede cambiar de opinión, pues si pudiera hacerlo ya empezaría a sospechar algo sobre la redondez de la tierra. Si además hace del terraplanismo su fe, su identidad o su sustento, estamos perdidos. Lo que entra por el razonamiento puede ser corregido; lo que entra por las emociones, nunca.
Hegel usaba una bella metáfora para explicar la Aufgehoben (elevación, transcendencia) del proceso dialéctico: la flor no niega a la yema ni el fruto a la flor, cada uno de esos elementos (yema, flor, fruto) no es una falsedad respecto al que le precede sino momentos dialécticos en el desarrollo de la verdad. La desarticulación de los mecanismos críticos que permiten conformar opinión y la imposibilidad esclerótica de modificarlos conllevan la parálisis en el conocimiento y el cortocircuito del acuerdo. Además de la imposibilidad de sostener una democracia. Pero es que una opinión que no puede refutarse ni modificarse es débil y mortecina, incapaz de completar lo que le falta, es una opinión que obtura el camino dialéctico, la vía del logos. Nada florece y nada da fruto porque la opinión no es una yema sino una pedrada. Veintisiete siglos después de esa extraña ocurrencia griega.
Sócrates prefirió la muerte al exilio, porque él, ante todo, era ateniense. Para los griegos, lo colectivo era más importante que la propia identidad”