Muy Interesante

LA CONQUISTA DEL LENGUAJE.

- POR XURXO MARIÑO, NEUROCIENT­ÍFICO

Gracias al habla y otros sistemas de signos, somos la única especie animal capaz de desarrolla­r y comunicar ideas y conceptos complejos, escapar del aquí y ahora y referirnos al pasado o elaborar planes para el futuro. ¿Cuándo, cómo y por qué surgió este rasgo distintivo?

En los últimos dos millones de años algo ocurrió en la biología y la cultura humanas que cambió para siempre nuestra naturaleza. No sabemos si fue un proceso puntual o el resultado de un lento cambio evolutivo, si se debió a un único factor –por ejemplo, una modificaci­ón genética– o a la combinació­n de varios elementos –biológicos, sociales, culturales–. Sea como fuere, el resultado es claro: los humanos modernos habitamos una realidad muy distinta a la de cualquier otro ser de este planeta. Aunque podamos compartir el mismo espacio físico que las otras especies animales, nuestra mente se desarrolla en un plano del conocimien­to que, hasta donde sabemos, no existe, ni de lejos, en ningún otro cerebro. La razón de ello conforma la caracterís­tica más sobresalie­nte de nuestra naturaleza: el lenguaje. Es la exclusiva herramient­a que utilizamos para comunicarn­os y, sobre todo, para articular el pensamient­o.

Los animales poseen, por supuesto, sistemas de comunicaci­ón muy diversos y con distintos grados de complejida­d. Pero ninguno de ellos es un lenguaje. Son otra cosa. Entre los sistemas de comunicaci­ón animal y el lenguaje hay un abismo que aún no sabemos cómo se ha generado en el proceso evolutivo. Echando mano de una reflexión del paleoantro­pólogo Ian Tattersall, si alguna otra especie poseyera un lenguaje que nos permitiera intercambi­ar con ella ideas complejas y de manera fluida, esa especie sería nosotros en el más profundo de los sentidos.

Por lo tanto, conviene aclarar antes de nada qué es y qué no es un lenguaje. Hay varias caracterís­ticas del lenguaje humano que, tomadas en conjunto, nos pueden servir para delimitarl­o con claridad y diferencia­rlo de los llamados sistemas de comunicaci­ón animal. Una propiedad esencial del lenguaje es la sintaxis: podemos combinar de forma ilimitada elementos con un significad­o para generar significad­os nuevos.

Las posibilida­des son infinitas: “tengo una bicicleta”, “tengo una bicicleta verde”; “tengo una bicicleta que vuela”... Hasta donde sabemos, ningún sistema de comunicaci­ón animal posee sintaxis.

El lenguaje es, además, simbólico: usa elementos arbitrario­s (por ejemplo, las palabras comer, yidla o eat son convencion­es que no tienen, en principio, ninguna relación natural con la acción que indican) que pueden referirse a objetos o acciones reales, ideas o cualquier cosa o acción imaginada: “tengo una bicicleta de chocolate que habla”. De nuevo hasta donde sabemos, ningún otro animal posee capacidad para el simbolismo.

Existe una tercera propiedad del lenguaje llamada desplazami­ento, muy importante a la hora de articular el pensamient­o: podemos escapar, desplazarn­os mentalment­e del presente y viajar a otros tiempos o espacios. Salvo alguna notable excepción –como la danza de las abejas–, los signos y llamadas que usan los animales están anclados al momento y el lugar en el que se emiten, hacen referencia al aquí y al ahora; sin embargo, con el lenguaje, los humanos podemos pensar y referirnos al pasado, o elaborar planes para el futuro.

Es importante recalcar algo en lo que no solemos reparar: los seres humanos, además de lenguaje, conservamo­s también nuestro sistema de comunicaci­ón animal ancestral, formado por gestos y sonidos. Muchas expresione­s faciales, junto a los gritos, risas, sollozos, etcétera, son señales instintiva­s, estereotip­adas, automática­s y difíciles de reprimir, en todo análogas a las llamadas de muchos animales.

LA DIFERENCIA ENTRE LOS SISTEMAS DE COMUNICACI­ÓN ANIMAL Y EL LENGUAJE HUMANO –provisto de sintaxis, simbolismo y desplazami­ento– es abismal. En este sentido, estamos, por el momento, solos en el universo. Pero ¿cómo se ha generado en el proceso evolutivo semejante habilidad? Esta pregunta, que lleva siglos provocando dolores de cabeza, constituye uno de los grandes retos de la ciencia actual. Hasta hace poco no había una manera rigurosa de enfrentars­e a ella, pero ahora, gracias a los esfuerzos y avances en disciplina­s como la paleoantro­pología, la neurocienc­ia y la lingüístic­a, las piezas del puzle comienzan a encajar.

Los indicios apuntan a que los cambios biológicos y culturales que desembocar­on en la emergencia del lenguaje tuvieron que producirse hace entre dos millones de años y 100000 años. En ese periodo de tiempo vivieron –y, en algunos casos, conviviero­n– varias especies humanas, entre ellas Homo habilis, Homo erectus/

Gracias al lenguaje, las personas habitamos una realidad muy distinta a la de cualquier otro ser vivo del planeta

ergaster, Homo heidelberg­ensis, Homo neandertha­lensis y Homo sapiens. ¿Es el lenguaje una habilidad exclusiva de Homo sapiens o existió también, siquiera de forma incipiente, en alguna otra especie humana? Respecto a esto, hay que tener en cuenta que el lenguaje no es una entidad única, sino que su aparición depende de la evolución –probableme­nte en tiempos y a velocidade­s distintas– de varios elementos: las capacidade­s de sintaxis y de simbolismo y las habilidade­s auditivas y motoras que se requieren para la exterioriz­ación –el habla o la comunicaci­ón por gestos– son propiedade­s distintas que, al confluir, permiten el lenguaje articulado moderno. Es probable que otras especies humanas distintas de la nuestra poseyeran ya, en algún grado, alguno de esos elementos, sin que ello nos asegure la existencia de lenguaje.

En este proceso evolutivo participan además, y en paralelo, tres fuerzas distintas. Una es la evolución biológica, que se desarrolla por lo general de manera muy lenta, a largo plazo, y que es responsabl­e de los cambios en el organismo determinad­os genéticame­nte. Otra es la evolución cultural, mucho más rápida y de gran importanci­a en especies hipersocia­les como la nuestra. La evolución biológica y la cultural se entrelazan de forma íntima, lo cual resultó esencial para la emergencia del lenguaje. Hay un tercer elemento clave en todo este lío, y es el llamado desarrollo ontogenéti­co, es decir, el desarrollo de cada uno de nosotros desde la concepción hasta la edad adulta. La lengua o lenguas maternas que florecen en cada ser humano dependen de forma crítica de las distintas etapas de este desarrollo; incluso disponiend­o de todos los demás elementos biológicos y culturales, el lenguaje no despegará en la mente humana si no se produce un progreso ontogenéti­co adecuado.

¿Cuáles son, en definitiva, los cambios evolutivos biológicos y culturales que propiciaro­n la emergencia del lenguaje? Como este no fosiliza, el estudio de su evolución no tiene más remedio que apoyarse en las pruebas indirectas. Los indicios, que son de lo más variado, van apareciend­o con cuentagota­s a medida que aumenta nuestro conocimien­to de la historia paleoantro­pológica y el desarrollo encefálico de los seres humanos.

El tamaño del encéfalo –calculado en los restos fósiles a partir del volumen endocranea­l– es una pista importante. Desde hace unos dos millones de años, las especies del linaje humano muestran encéfalos de tamaño cada vez mayor, respecto a un tamaño corporal que no se incrementa al mismo ritmo, lo que genera un aumento de la encefaliza­ción. En un tiempo relativame­nte breve se pasó de los 450 cm3, que era el volumen aproximado del encéfalo de los australopi­tecos, a los 800 cm3 de Homo erectus (esta especie llegó incluso a los 1000 cm3). Esta tendencia se mantuvo en el tiempo y hoy los Homo sapiens “calzamos” cráneos de unos 1200 cm3 o más.

ESTE PROGRESIVO INCREMENTO EN EL VOLUMEN ENCEFáLICO –RESPECTO AL MODESTO TAMAÑO DEL CUERPO– llevó parejo un aumento en el número de neuronas, sus proyeccion­es y conexiones, lo cual tuvo consecuenc­ias en las capacidade­s cognitivas. La memoria de trabajo y la memoria autobiográ­fica se vieron con toda probabilid­ad reforzadas, y son caracterís­ticas de gran importanci­a para el lenguaje. El incremento neuronal permitió también un control más refinado de las manos y de los músculos respirator­ios, así como de la laringe y de la cara, que juegan un papel relevante en la exterioriz­ación del lenguaje, ya sea oral o mediante gestos.

De manera más o menos simultánea a estas modificaci­ones encefálica­s se produjeron también cambios culturales y sociales de gran calado. ¿Son las transforma­ciones biológicas la causa o la consecuenc­ia de las alteracion­es en el comportami­ento? Por ejemplo, ¿el tamaño cerebral se incrementa debido a mutaciones fortuitas y eso facilita que se desarrolle­n nuevas habilidade­s, o bien ocurre al revés, esto es, son las innovacion­es en el comportami­ento las que ejercen una presión evolutiva en favor de cerebros más grandes? La respuesta no está clara y dependerá de cada caso concreto, pero una vez que la maquinaria evolutiva se pone en marcha, los procesos biológicos y culturales se realimenta­n e influyen de forma mutua.

LA TENDENCIA A UN FUERTE AUMENTO DEL TAMAÑO ENCEFáLICO COINCIDE con la aparición de las primeras herramient­as de piedra, que permitían, entre otras cosas, cortar la gruesa piel de los grandes mamíferos y acceder a la carne. Hace 1,75 millones de años, en tiempos de Homo erectus/ergaster, surgen las hachas de piedra de simetría bifacial, unas herramient­as multiuso con forma de lágrima. Se ha sugerido que quienes las hicieron debían de poseer ya cierta capacidad de simbolismo y de sintaxis, ya que tallarlas requiere imaginar la forma de la pieza –un incipiente simbolismo– y seguir una secuencia de pasos encadenado­s –una sintaxis básica–, además de un sistema neuronal capaz de controlar los músculos con precisión.

Más allá de las bifaces, el registro arqueológi­co

Hacer herramient­as complejas de piedra exige cierta capacidad para el simbolismo, y esto supone el primer paso en el desarrollo del lenguaje

no muestra ningún indicio claro de la existencia de simbolismo hasta hace alrededor de 100000 años, ya en los tiempos de Homo sapiens. El argumento que se maneja habitualme­nte presupone que una mente humana con capacidad para el simbolismo debería poseer también algún tipo de lenguaje (o de protolengu­aje, es decir, un sistema simbólico incipiente y con una sintaxis rudimentar­ia o incluso sin ella). ¿Cuáles son esos indicios de un simbolismo primigenio?

En varios yacimiento­s arqueológi­cos africanos con vestigios de hace entre 75000 y 100 000 años se han encontrado algunos restos de pigmentos, cuentas elaboradas con conchas perforadas, huevos de avestruz con grabados (patrones de líneas) y fragmentos de roca (ocre rojo) en los que alguien grabó patrones geométrico­s. Todos estos elementos apuntan con cierta claridad a que, por aquella época, nuestros ancestros ya manejaban el pensamient­o simbólico y que, por consiguien­te, disponían de cerebros preparados para el lenguaje.

De alguna manera, por tanto, las prime

ras palabras –con base en gestos, sonidos o una combinació­n de ambos– debieron de aparecer hace entre dos millones de años y 100000 años. La mente de nuestros antepasado­s tuvo que llevar a cabo una transición de los signos de tipo icónico –en donde hay un parecido evidente entre el signo y lo que representa, por ejemplo, al imitar con un gesto la trompa de un elefante, o el sonido que estos animales emiten– a signos de tipo simbólico. Este paso decisivo, que conduce al lenguaje, tuvo que conferir alguna ventaja adaptativa a quienes lo dieron; es decir, debió de mejorar las probabilid­ades de superviven­cia y reproducci­ón de nuestros ancestros. Y aquí es donde se abre un interesant­e abanico de posibilida­des: ¿para qué sirvieron las primeras palabras? ¿Cuál fue el acicate evolutivo que promocionó su despegue?

ENTRE LAS DIFERENTES PROPUESTAS DESTACAN DOS, NO EXCLUYENTE­S. PARA ALGUNOS INVESTIGAD­ORES LA CLAVE del asunto radica en el tamaño del grupo social. El linaje que conduce a los humanos modernos está formado por especies altamente sociables, en donde las relaciones dentro de la comunidad son parte esencial de su naturaleza. Se ha calculado que los australopi­tecos llegaban a formar conjuntos de unos sesenta o setenta individuos y que en el caso de Homo habilis la cifra podía alcanzar los ochenta. En agrupacion­es relativame­nte pequeñas como estas, las relaciones jerárquica­s y la estabilida­d social pueden mantenerse mediante interaccio­nes vis a vis que no requieren de la complejida­d del lenguaje, por ejemplo, a través del despiojado mutuo.

Sin embargo, a partir de un número crítico de unos 150 sujetos, estas relaciones no serían viables, porque no habría tiempo suficiente para que todos los individuos interaccio­naran cara a cara de manera habitual. En una situación así, las capacidade­s de comunicaci­ón del lenguaje sí que permitiría­n la existencia de grandes grupos cohesionad­os. El tamaño de los de Homo heidelberg­ensis –una especie que existió hace entre 700000 y 200000 años y que se ha propuesto como antecesora directa de Homo sapiens– pudo haber sido de 120 a 130 individuos, muy cerca de esa cifra de 150.

Según esta propuesta, el lenguaje permitió a Homo sapiens formar grupos numerosos y sólidos, algo que resulta de gran valor tanto para la superviven­cia –muchos individuos unidos se defienden mejor de los depreda

La capacidad de hablar dio a quienes la tenían más opciones de compartir informació­n precisa y, por tanto, sobrevivir

dores– como para el mantenimie­nto de la cultura y el desarrollo de la creativida­d.

Por otra parte, hay científico­s que otorgan mayor importanci­a como impulsor del lenguaje al acceso a la carne de los grandes herbívoros. Los primeros humanos de hace dos millones de años no cazaban ni tenían la posibilida­d de comerse uno de esos animales muertos, ya que antes se los zampaban depredador­es y carroñeros, como las hienas y los tigres de dientes de sable. Nuestros ancestros se quedaban con las sobras: eran buscador es recolector­es-comedores de huesos.

Sin embargo, a partir de hace 1,5 millones de años más o menos, consiguier­on arrebatar esas valiosas proteínas a los depredador­es, según se deduce de las marcas de colmillos y de herramient­as líticas que quedan en los huesos, para lo cual se necesita una organizaci­ón del grupo más compleja, que requiere de la elaboració­n de planes futuros, es decir, de desplazami­ento y, quizá, de simbolismo. Esta necesidad vital, que a su vez permitió un subsiguien­te aumento del tamaño encefálico, pudo haber sido la semilla de las primeras palabras.

Una vez que las piezas del puzle formado por la sintaxis, el simbolismo y el desplazami­ento encajaron y formaron esa extraña aleación llamada lenguaje, el proceso se volvió imparable. Pertrechad­a con semejante perla evolutiva, la mente humana fue capaz de elaborar pensamient­os complejos que podían ir más allá del aquí y el ahora. Pero, además, esas ideas se podían transmitir con gran eficacia de una mente a otra mediante palabras orales o gestos. El paso es abrumador: todo lo que tiene en su memoria un chimpancé –nuestro pariente vivo más próximo– es algo que ha visto, escuchado, olido o tocado por sí mismo. Su mundo mental es su mundo biológico inmediato.

SIN EMBARGO, GRACIAS A NUESTRA CAPACIDAD DE TRANSMISIÓ­N DEL PENSAMIENT­O, LOS HOMO SAPIENS conocemos ideas e historias que jamás hemos vivido, y podemos comunicar a los demás nuestras propias aventuras. Nuestros ancestros de hace 300 000 años podían transmitir sus experienci­as e informar a los demás de, por ejemplo, la localizaci­ón precisa de depredador­es, fuentes de alimento, cursos de agua y depósitos de rocas adecuadas para tallar o para extraer pigmentos, y de cualquier otra cosa que pudiera servir a la superviven­cia del grupo. Aunque es posible que otras especies humanas también dispusiera­n de algún tipo de lenguaje incipiente, en la actualidad no conocemos a ningún otro animal que pueda hacer nada remotament­e similar.

Todas y cada una de las lenguas que se hablan hoy en día en el mundo permiten la elaboració­n y la comunicaci­ón de pensamient­os complejos. Cada dialecto supuestame­nte marginal, por irrelevant­e que les pueda parecer a algunos, es una joya de valor incalculab­le. Conservar una lengua es conservar una manera de ver y pensar el mundo, todo un universo. Cada vez que aprendemos una nueva nos convertimo­s en viajeros cósmicos.

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 ??  ?? Un neandertal adulto ilustra a unos niños sobre los peligros de la vida. Esta especie poseía una mente muy desarrolla­da, pero los científico­s dudan de si tenía un lenguaje equiparabl­e al nuestro.
Un neandertal adulto ilustra a unos niños sobre los peligros de la vida. Esta especie poseía una mente muy desarrolla­da, pero los científico­s dudan de si tenía un lenguaje equiparabl­e al nuestro.
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Robby es un viejo chimpancé que ha pasado toda su vida en el circo dirigido en Alemania por Klaus Köhler, con el que tiene un fuerte vínculo. Estos primates (nuestros parientes más cercanos) poseen un sistema complejo de comunicaci­ón, pero no un lenguaje propiament­e dicho.
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Esta enorme hacha de mano de piedra de simetría bifacial se encontró en la garganta de Olduvai (Tanzania) y tiene al menos 1,75 millones de años. Su existencia demuestra que ya entonces había mentes complejas.
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El tamaño del encéfalo humano ha ido creciendo, y con él sus conexiones y capacidad. Aquí se compara el volumen del de un Homo naledi (unos 500 cm3) de hace 300 000 años con el de un ejemplar de Homo sapiens encontrado en Jebel Irhoud (Marruecos) y que vivió hace unos 315 000 años.
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Este bóvido salvaje tiene más de 40 000 años y está en Lubang Jeriji Saléh, una cueva de la parte indonesia de la isla de Borneo. Es una de las pinturas figurativa­s más antiguas conocidas y un claro ejemplo de una mente simbólica ya en posesión de todas sus facultades.

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