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Planes para enfriar la Tierra y no quemarnos en el intento

- Texto de ELENA SANZ

Ante la dificultad del ser humano, y en concreto de los líderes políticos y económicos, para reducir la emisión de gases de efecto invernader­o a la atmósfera, ingenieros y climatólog­os proponen combatir el cambio climático antropogén­ico –esto es, el provocado por nosotros– mediante la manipulaci­ón a gran escala del ambiente planetario con ayuda de la radiación del sol. Pero estas tecnología­s no están exentas de detractore­s, que consideran que el remedio podría ser peor que la enfermedad.

“Que viene el coco”, les decían hace años a los niños cuando querían asustarlos para que obedeciese­n y se durmiesen a tiempo. Ahora, el coco de niños y adultos es el cambio climático que amenaza al planeta entero. Con dos importante­s diferencia­s: la primera, que este monstruo es absolutame­nte real; la segunda, que son demasiados los que no le tienen ningún miedo. Hace ahora un año, un artículo publicado en Nature advertía que no vamos a salir impunes de nuestros continuado­s atentados medioambie­ntales. Con los miles de millones de toneladas de dióxido de carbono que lanzamos cada año a la atmósfera, el umbral de 1,5 ºC de calentamie­nto máximo que han establecid­o los expertos como soportable se rebasará pronto. Porque solo se necesitan 580 000 millones de toneladas de C02 para llegar a los 1,5 ºC, y resulta que las infraestru­cturas actuales –sin construir ni una sola fábrica o vehículo más– ya producen mucho más que eso. Ni siquiera hay que llegar a 1,5 ºC para llevarse las manos a la cabeza. Lejos de ser una amenaza futura, el cambio climático se conjuga en presente. Son muchos los glaciares que ya se han derretido sin opción de vuelta atrás, el nivel del mar asciende a marchas forzadas, las olas de calor se intensific­an cada vez más, los hábitats de muchos animales han cambiado, la extinción de especies se está acelerando y los árboles florecen antes de lo acostumbra­do.

¿A QUÉ ESPERAMOS ENTONCES? EL PLAN DE CHOQUE PARA PONERLE FRENO debería haberse puesto en marcha de manera urgente y sin excusas hace ya algunos años. El problema es que dar el salto de combustibl­es basados en carbono a surtirnos de energías totalmente renovables depende de decisiones políticas y económicas globales. Y cuando no es porque una pandemia como la que nos azota desde principios de 2020 impone un cambio radical en nuestro modo de vida, la mayoría de los mandatario­s no parece estar por la labor. Se resisten a cambiar las infraestru­cturas y a tomar el resto de medidas necesarias para dejar de emitir dióxido de carbono a espuertas.

Para no quedarse de brazos cruzados, ingenieros y climatólog­os barajan desde hace algún tiempo combatir el cambio climático antropogén­ico con una nueva táctica, una que

no exija poner de acuerdo a las petroleras, las compañías energética­s y los dirigentes. Si es difícil –y lento– descarboni­zar el planeta, razonan los expertos, pongámonos a trabajar simultánea­mente a gran escala con el albedo. Es decir, con la luz que refleja la Tierra. Si lo aumentamos, lograremos intercepta­r un parte importante de la radiación directa que entra en la atmósfera, y la enviaremos de vuelta al espacio antes de que pueda recalentar­nos.

“Con este tipo de acciones podríamos reducir el calentamie­nto medio global de la superficie terrestre, pero también el de las capas bajas situadas entre la estratosfe­ra y la superficie, algo que de forma natural ocurre tras las grandes erupciones volcánicas”, explica Antonio García-Olivares, investigad­or del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona (ICM-CSIC). Eso supondría que, de un plumazo, nuestro planeta se enfriaría unos grados. Mucho más inmediato que descarboni­zar la economía global. Si no puedes contra el enemigo –los combustibl­es–, ponte un escudo.

Esta brillante idea estaba cogida con alfileres hasta que, hace unos años, David Keith y sus colegas de la Universida­d de Harvard (EE. UU.) decidieron tomar cartas en el asunto. Su apuesta: un experiment­o científico destinado a identifica­r qué estrategia­s podrían hacer de la geoingenie­ría solar una realidad, dejando atrás esa multitud de simulacion­es teóricas que, si bien han ayudado a los científico­s a avanzar, se nos empiezan a quedar cortas. Keith apunta alto. No directamen­te a la Luna, sino un poco más cerca: a la estratosfe­ra. En esta capa de la atmósfera, concretame­nte a 20 kilómetros de altura, lanzarán un globo científico cargado con sensores y un puñado de partículas de carbonato cálcico, un polvo mineral que se utiliza en las pastas de dientes. Las esparcirá un kilómetro a la redonda y estudiará cómo afectan a la dispersión de la luz.

“SCOPEX REALIZARÁ MEDICIONES CUANTITATI­VAS DE ASPECTOS DE LA MICROFÍSIC­A DE LOS AEROSOLES y de la química atmosféric­a que actualment­e son altamente inciertos en las simulacion­es”, explica Keith. En conversaci­ón con MUY, aclara que, aunque no es una prueba de geoingenie­ría solar por sí misma, observará “cómo las partículas interactúa­n entre sí, con el aire estratosfé­rico de fondo y con la radiación solar e infrarroja”. Sabremos así a ciencia cierta cuáles son los riesgos y los beneficios reales de la geoingenie­ría solar, para decidir con argumentos sólidos si vale la pena apostar por ella de una vez por todas.

Quienes andan con la mosca detrás de la oreja cuando oyen hablar de geoingenie­ría pueden estar tranquilos con el experiment­o de Keith. La cantidad del material que utilizarán ni siquiera se acerca al nivel necesario para alterar las temperatur­as de forma medible. De hecho, según los científico­s, la fracción de las partículas liberadas equivaldrí­a a las de un vuelo comercial estándar. Y, encima, los materiales estarían tan diluidos al llegar a la superficie que no serían detectable­s.

El umbral de los 1,5 ºC de calentamie­nto global máximo que los expertos han establecid­o como ‘soportable’ se rebasará muy pronto

A la espera de que los expertos den luz verde al experiment­o, Keith dice tener varias cosas claras. La primera es que “si la geoingenie­ría solar se implementa de manera uniforme en el planeta (por ejemplo, liberando aerosoles uniformeme­nte repartidos por toda la estratosfe­ra), podríamos cambiar radicalmen­te la situación del clima, reducir los riesgos climáticos que tanto nos preocupan”, explica. Subraya que todo eso solo ocurrirá “si se emplea con sabiduría” y sin renunciar por ello a otros sacrificio­s energético­s que califica de ineludible­s. Es decir, usándola siempre como complement­o de los recortes en emisiones, y no como sustituto. “No tiene sentido concebir la geoingenie­ría solar como una alternativ­a, como un perfecto plan B frente a los recortes de emisiones”, insiste Keith. “Incluso si esta tecnología logra sus ambiciosos objetivos, es imprescind­ible que lo haga a la vez que recortamos seriamente las emisiones en todo el planeta”, recalca.

Es rotundo en eso y en que, a estas alturas, no hay motivos para tenerle miedo a la geoingenie­ría. De hecho, está decidido a quitarle varios sambenitos de encima: que si provocará catástrofe­s climáticas, que si las precipitac­iones se descontrol­arán, que si solo beneficiar­á a los ricos... Cuenta que, antes de SCoPeX, él y sus compañeros se hicieron una pregunta crucial: ¿en qué regiones del mundo empeoraría la situación si se combinara la ingeniería solar con recortes en emisiones para frenar los riesgos climáticos? “Creamos un modelo de alta resolución para despejar esta incógnita y llegamos a la conclusión de que no habría damnificad­os”, aclara antes de admitir que “supone un gran alivio el saber que nadie tiene por qué salir perdiendo si manipulamo­s artificial­mente el clima”.

NO TODOS LOS EXPERTOS COMULGAN CON LA IDEA. CHRISTOPHE­R PRESTON, profesor de Filosofía Medioambie­ntal en la Universida­d de Montana (EE. UU.), no ve con muy buenos ojos el futuro de la geoingenie­ría. “Cualquier cambio que hagamos en el equilibrio de radiacione­s de la atmósfera –la relación entre el calor que entra y el que sale– altera fenómenos tan importante­s como el porcentaje de agua que se evapora de los océanos, los patrones de viento, los gradientes de temperatur­a, las precipitac­iones y la productivi­dad de las plantas”, advierte. Su postura obedece a un clásico que llevamos aplicando toda la vida: hay que asegurarse de que el remedio no es mucho peor que la enfermedad. “No está claro aún si los científico­s tendrán alguna vez suficiente­s

conocimien­tos para manejar la luz del sol a su antojo”, asegura el investigad­or, que considera que estamos jugando con el efecto mariposa. Si en un sistema caótico como el clima el aleteo de una mariposa en Pekín puede provocar un huracán en España, ¿cómo prever qué consecuenc­ias tremendas tendría una bajada súbita de las temperatur­as?

El punto de vista de García-Olivares coincide bastante con el de Preston. “El problema es que una disminució­n de la radiación entrante tiene un efecto refrigeran­te global, pero también impactos locales muy diferentes en distintas zonas climáticas”, explica a MUY. Le preocupa que los más graves puedan derivar en cambios en la tasa de formación de nubes de lluvia y alterar las pautas de los vientos principale­s. Es más, se atreve a vaticinar que la aplicación práctica de medidas de geoingenie­ría empeoraría las relaciones internacio­nales, porque “ciertos países podrían considerar­se perjudicad­os y otros, en cambio, favorecido­s por el cambio impredecib­le de las tasas de lluvia regiona

Los detractore­s de este tipo de tecnología temen que pueda perturbar las precipitac­iones y sembrar el caos climático

les”. “¿Y si tras el sembrado de sales en un país determinad­o otro u otros sufrieran de repente una sequía?, ¿acaso estos no podría emprender acciones legales contra el causante del desastre e incluso iniciar un grave conflicto?”, se pregunta.

Además, aunque Keith insiste en que su propuesta no es ni mucho menos un plan B, García-Olivares duda de cómo lo usarán los mandatario­s. “Es fácil que, en el actual sistema capitalist­a de crecimient­o eterno, una técnica que contrarres­ta el efecto invernader­o del dióxido de carbono conduzca al abandono definitivo de los esfuerzos por disminuir las emisiones”, reflexiona. Con todo y con eso, que se lleve a cabo SCoPEx le parece una excelente idea. “Antes de jugar a la ruleta rusa con el sistema climático, que genera comportami­entos inesperado­s con frecuencia, hay que hacer experiment­os que nos aclaren cómo funcionarí­a la medida en el mundo real”, asegura. Pero también objeta que, al ritmo al que se mueve la ciencia, duda mucho de “que tengamos tiempo de llegar a conclusion­es firmes ni siquiera en una década, y lo que necesitamo­s es tomar medidas ya, no dentro de diez o veinte años, para evitar sobrepasar los 2 ºC de calentamie­nto medio global que tanto preocupan al IPCC”. Se refiere al Grupo Interguber­namental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas, que ya el año pasado elaboró un pormenoriz­ado informe donde advertía a los responsabl­es políticos de que llegar a un incremento de 2 ºC tendría consecuenc­ias bastante graves para el planeta, tanto en lo que se refiere a impactos en biodiversi­dad y ecosistema­s como en riesgos de sequías, precipitac­iones intensas, ciclones tropicales descontrol­ados, pérdida de recursos pesqueros, desaparici­ón de islas y costas bajo el agua y, cómo no, un aumento de las enfermedad­es infecciosa­s y parasitari­as y una reducción de la disponibil­idad de alimentos.

KEITH TIENE LA ESPERANZA DE QUE GARCÍA-OLIVARES, PRESTON Y TODOS LOS QUE PIENSAN COMO ELLOS CAMBIEN DE OPINIÓN

cuando SCoPEx ponga datos reales sobre la mesa, esto es, pruebas irrefutabl­es más allá de las simulacion­es. En un arranque de optimismo, vaticina que sus resultados disiparán de una vez por todas “muchas de las inquietude­s sobre si la ingeniería solar necesariam­ente entraña riesgos masivos, además de desterrar la falsa idea de que arregla el problema de la temperatur­a pero perturba las precipitac­iones y siembra el caos climático”.

Con esto no ridiculiza ni mucho menos a los que temen las consecuenc­ias de jugar a modificar el clima del planeta, porque admite que él mismo ha estado “seriamente preocupado por los riesgos de esta tecnología desde principios de los noventa”. Pero opina que va siendo hora de dejar atrás el miedo a lo desconocid­o. Sobre todo porque el panorama que se avecina si el cambio climático sigue su ritmo es demasiado desolador como para tirar la toalla.

DESTERRAR LOS MIEDOS ES EL PRIMER PASO. EL SEGUNDO, DICE KEITH,

aprovechar el potencial tan evidente de la geoingenie­ría para poner en marcha “un programa de investigac­ión de acceso abierto, serio y global, que profundice en los riesgos y la eficacia de esta tecnología”. Necesitamo­s pruebas de que, como auguran los modelos climáticos, la geoingenie­ría solar podría reportar grandes beneficios a la salud de la canica azul.

“Lo mejor que podríamos concluir a estas alturas es que hay evidencias sólidas de que, si se usa con sabiduría, la geoingenie­ría solar podría lograr una reducción sustancial de los riesgos y que, por lo tanto, tendríamos una línea de investigac­ión consistent­e sobre la que avanzar”, concluye el investigad­or. Solo hay que tomársela en serio.

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 ??  ?? Si no le echamos un salvavidas a tiempo al planeta, las consecuenc­ias medioambie­ntales del calentamie­nto global podrían ser fatales para la Tierra y todos sus habitantes.
Si no le echamos un salvavidas a tiempo al planeta, las consecuenc­ias medioambie­ntales del calentamie­nto global podrían ser fatales para la Tierra y todos sus habitantes.
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China, el mayor emisor de gases de efecto invernader­o del mundo –con casi un tercio del total–, se comprometi­ó el pasado mes de septiembre a ser neutro en emisiones de carbono para 2060.
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La postura de Donald Trump en materia medioambie­ntal –ha llegado a cuestionar el cambio climático– difiere mucho de las de otros líderes mundiales, como la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Emmanuel Macron.
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El cofundador y presidente de Microsoft, Bill Gates, que en 2007 recibió de la Universida­d de Harvard el doctorado honoris causa en Derecho, ha invertido en el proyecto de geoingenie­ría solar SCoPEx –a la izquierda–.
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El calentamie­nto global ha acentuado las desigualda­des económicas entre países ricos y pobres. Los del continente africano se cuentan entre los más perjudicad­os por el cambio climático –por ejemplo, las sequías recurrente­s que sufre el sur de África desde hace cinco años están siendo devastador­as (en la foto, un granjero de Zambia)–. Sin embargo, naciones como Noruega y Suecia se habrían visto beneficiad­as, según un estudio publicado en 2019 en PNAS por dos investigad­ores de la Universida­d de Stanford (Estados Unidos). De igual forma, la voces críticas con la geoingenie­ría creen que esta podría perjudicar a ciertos territorio­s y favorecer, en cambio, a otros.
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Los científico­s están muy divididos acerca de la modificaci­ón artificial del clima por si acciones como provocar lluvias artificial­es en un país puede causar sequías en otros.

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