Murieron 110 de los más de 650 jinetes que protagonizaron la carga de la Brigada Ligera, y la mitad cayeron prisioneros
Esa orden sería la sentencia de muerte para la Brigada Ligera, ya que, como explicaron después testigos directos de la situación, desde la posición en la que se encontraba lord Lucan no se veían ni enemigos ni cañones. Lucan, desconcertado, preguntó a Nolan dónde debía atacar. Este señaló al frente y respondió: “Allí, milord, está su enemigo, allí están los cañones”. Los comandantes de la división de Caballería comprendieron que el número de bajas iba a ser terrible. Pero se debían a la disciplina militar. Es en este punto donde radica la belleza y la tragedia del episodio, como explica Brighton: “Hubo algo mítico en que una brigada de jinetes enviada a toda prisa a la muerte por un error humano avanzara a paso aún más rápido, sin conocer el motivo pero manteniéndose gracias al coraje en aquella carrera fatal. Ahí, condensada en una frenética galopada de siete minutos, estaba la vida heroica vivida al máximo”.
“¡Desenvainen!”, gritó lord Cardigan a sus hombres de la Brigada Ligera. Y le obedecieron. “Todos podíamos ver que se estaba cometiendo un error, pero lo único que teníamos que hacer era obedecer órdenes”, diría unos años después el soldado raso John Richardson. Uno de sus camaradas, llamado Farquharson, recordaría cómo en ese momento había escuchado decir a alguien: “Muchos de nosotros no volveremos nunca a las líneas”. La idea era que la Ligera fuera seguida a una distancia prudencial por la Brigada Pesada. De este modo el frente ruso recibiría dos ataques casi consecutivos. No sería así. Tras el toque de trompeta comenzó la carga. Frente a los jinetes se extendían poco más de dos kilómetros de vacío hasta los cañones cosacos, un trecho inmortalizado por el poeta británico Alfred Tennyson (1809-1892) en su celebérrimo poema narrativo La carga de la Brigada Ligera, publicado en 1854: “Media legua, media legua, / media legua más allá, / en el valle de la muerte / cabalgaron los seiscientos”.
El jinete James Wightman describió con crudeza aquel acto suicida: “Apenas habíamos cabalgado doscientos metros, y todavía íbamos al trote, cuando al pobre Nolan le llegó su destino. Vi cómo le alcanzaba la metralla. La espada se le cayó de la mano alzada. El brazo permaneció levantado y rígido, pero las demás extremidades se retorcieron sobre el tronco contraído como si fuera presa de un espasmo, y nos preguntamos cómo era posible que aquella forma encogida se mantuviera unos instantes sobre la silla. Fue el primer horror de aquella cabalgata de los horrores”.
MIENTRAS LA LIGERA AVANZABA, LAS BALAS DE CAÑÓN Y LAS GRANADAS CAÍAN ENTRE LOS CABALLOS,
según los testimonios de los supervivientes: “La siguiente descarga abrió grandes huecos en nuestras filas y muchos soldados cayeron”. “Se oían juramentos y maldiciones entre las detonaciones de los cañones y el reventar de los botes de metralla, mientras los hombres se amontonaban y empujaban unos a otros en su esfuerzo por reagruparse en el centro”. “El fuego era tremendo, las granadas estallaban sobre nosotros. Entre las balas de cañón que arrancaban el suelo y las balas de mosquete que caían como granizo, continuamos avanzando sin alterar nuestro paso”.
Cuando los jinetes estuvieron a 250 metros de los cañones, el corneta tocó “al galope”, y segundos después “a la carga”. Los cosacos disparaban y cargaban cada treinta segundos, lo cual ocasionó numerosas bajas, pero no pudieron evitar que los británicos llegaran hasta ellos y la lucha se convirtiera en un cuerpo a cuerpo. “Oí un grito espantoso y entre cinco y siete cosacos se acercaron con las espadas blandidas; pensé que iban a matarme, pero quisieron que tirara el sable, algo que hice al comprender que la resistencia era inútil”, relató el soldado George Wombwell, describiendo una reacción que no fue la normal, ya que la mayor parte de los británicos que habían alcanzado las filas enemigas intentaron tomar los cañones rusos y llevárselos a
su campamento, ya que contaban con que enseguida llegaría la Brigada Pesada para ayudarlos. Pero no llegó. Y es que en cuanto las balas comenzaron a alcanzar a sus hombres, lord Lucan les ordenó regresar al campamento. Según se cuenta, dijo: “Han sacrificado a la Brigada Ligera; no harán lo mismo con la Pesada si puedo evitarlo”.
LOS AGOTADOS SUPERVIVIENTES REGRESARON A SUS LÍNEAS COMO PUDIERON,
muchos de ellos heridos y a lomos de monturas también muy dañadas, pero peleando. “Los ingleses hicieron algo que nosotros no habíamos considerado, pues nadie imaginaba que fuera posible; decidieron cargar contra nuestra caballería una vez más, en esta ocasión volviendo en dirección contraria por el mismo terreno. Aquellos dementes estaban intentando hacer lo que nadie pensó que podía hacerse”, escribió el teniente ruso Stefan Kozhukhov. Cuando aquellos hombres alcanzaron terreno amigo tras esa segunda galopada en medio del fuego de mortero, la ovación fue tremenda, pero la imagen desoladora. Cientos de soldados y de caballos yacían destrozados por los cañones a lo largo del valle. Algunos, aún vivos, se acercaban andando o a rastras, con terribles heridas de bala y de bayoneta.
Gracias a las notables crónicas enviadas por el corresponsal de guerra William Howard Russell, todo el Reino Unido supo enseguida lo ocurrido. El periodista ofreció una visión fidedigna, criticando lo absurdo de aquella acción y la ineptitud de los mandos, pero lo que de verdad modeló la percepción ciudadana del episodio fue el poema de Alfred Tennyson del que hablamos antes. “Se prefirió la leyenda a los hechos”, sentencia Brighton en su libro. También se ocultaron los errores cometidos. Porque para Raglan, Lucan y Cardigan solo hubo un culpable de aquel desastre: el capitán Nolan y lo confuso del mensaje que entregó. “Se está llevando a cabo un intento muy vil de sofocar sospechas culpando al difunto capitán Nolan. Los muertos no pueden defenderse”, denunció el Daily News.
Lord Cardigan prometió un “porvenir asegurado” a los supervivientes, pero no fue así. La mayoría sobrevivieron a duras penas, relatando su gesta en tabernas a cambio de una copa o unas monedas. Acabaron sus días en asilos para los pobres, como denunció en 1891 el escritor Rudyard Kipling en su poema Los últimos de la Brigada Ligera.
En el año 1879 asistieron a una cena conmemorativa 222 supervivientes de la carga. En 1913 la concurrencia se redujo a solo seis, y en 1927 murió el último de los miembros de la Brigada Ligera. Fue enterrado con los máximos honores militares.