LA MUERTE YA NO ES LO QUE ERA
Los asombrosos descubrimientos que se han hecho en las últimas décadas, gracias a las nuevas tecnologías y a las diversas investigaciones llevadas a cabo, desafían incluso nuestra idea de en qué momento termina realmente la vida. Solo hay que pensar, por ejemplo, en la criopreservación de cuerpos humanos, de la que, eso sí, ninguna persona ha vuelto a la vida... hasta el momento.
Para los egipcios, la muerte era simple: dejabas de respirar y los amigos y la familia se despedían de ti. Luego te metían un gancho por la nariz y te extraían el cerebro, con la seguridad que les daba saber que volverían a verte en el más allá. En nuestros días, en cambio, comprender la diferencia entre la vida y la muerte se ha vuelto más problemático. Para empezar, no hay una definición universalmente aceptada de la muerte, lo que quiere decir que a uno pueden declararlo difunto en un país y no en otro. Luego está el reciente descubrimiento de que la muerte no tiene lugar en un instante único, sino a lo largo de semanas, y a eso hay que añadirle la inevitable polémica suscitada por experimentos que revelan que el cerebro puede reanimarse hasta horas después del deceso. No es de extrañar que científicos, filósofos e incluso el Vaticano se estén preguntando
cuándo muerto significa, de verdad, muerto.
Hasta mediados del siglo XX, nuestra definición de la muerte no presentaba ambigüedades: estabas muerto cuando dejabas de respirar y no tenías pulso. Las cosas se complicaron con la invención del respirador artificial, una máquina que puede mantener la respiración de una persona que, de otra forma, sería declarada muerta. Aproximadamente por las mismas fechas, los médicos empezaron a trasplantar a los vivos órganos de los muertos y descubrieron que podían aumentar el porcentaje de éxitos mediante el uso de un respirador que proporcionase oxígeno al corazón del donante. Estos “cadáveres de corazón latiente” se encontraban legalmente vivos aunque el cerebro les hubiese dejado de funcionar.
El problema resultante de cómo extraer un órgano sin cometer un asesinato acabó conduciendo, en Estados Unidos, a la Ley de Determinación Uniforme de la Muerte de los años ochenta, que introdujo el concepto de muerte cerebral. A partir de entonces
pudo certificar el deceso tanto cuando el corazón había dejado de latir como cuando todas las áreas del cerebro habían dejado de funcionar de forma irreversible.
A pesar de ello, el criterio que usan los médicos para certificar la muerte sigue variando de persona a persona, de hospital a hospital, de estado a estado y de país a país, explica Ariane Lewis, directora de la División de Cuidados Neurointensivos del Centro Médico Langone de la Universidad de Nueva York. Por ejemplo, hay diferencias en las evaluaciones que se realizan.
POR FORTUNA, HEMOS MEJORADO DESDE LAS PRÁCTICAS DECIMONÓNICAS que consistían en introducir sanguijuelas por el ano o pellizcar los pezones. En la actualidad, es más probable que los médicos observen si los ojos responden a la luz –un signo de actividad en el tronco del encéfalo–, si un pinchazo en el lecho ungueal –la piel debajo de la uña– provoca alguna muestra de dolor o si sigue habiendo respiración una vez que se desconecta el respirador. También puede realizarse una electroencefalografía, que identifica la actividad eléctrica en el cerebro, para descartar que se trate de algo distinto disfrazado de muerte. Tanto las drogas como el alcohol y la hipotermia pueden enlentecer la respiración hasta niveles indetectables. Según la Academia Estadounidense de Neurología, no se conoce ningún caso de recuperación completa de la función cerebral una vez certificada la muerte cerebral con los medios diagnósticos reconocidos. Pero aquí es donde el asunto se vuelve peliagudo. No todos los cerebros dejan de funcionar por completo cuando sufren daños o cuando el corazón deja de latir. Y no sabemos cuál es el nivel mínimo de actividad cerebral que se requiere para considerar viva a una persona, lo que hace posibles los errores.
RECIENTEMENTE, BRIAN EDLOW, DEL HOSPITAL GENERAL DE MASSACHUSETTS, OBSERVÓ QUE LA MITAD DE LAS PERSONAS que pasan por su sala de urgencias y a las que se les diagnostica un coma o en un estado de consciencia mínima, con daño cerebral severo y aparentemente inconscientes, pueden responder a preguntas si se las coloca en un escáner de resonancia magnética. Cuatro de cada ocho son capaces de seguir instrucciones del tipo de “imagínese que se aprieta la mano derecha”, tal como se aprecia en la actividad cerebral posterior a esas indicaciones. Fue un descubrimiento incómodo, ya que este tipo de pruebas no se hacen de forma sistemática y tales pacientes son candidatos a que se les retire el soporte vital.
Otra complicación es que la muerte no es un acontecimiento, sino un proceso. Si nos sentamos junto a alguien que acaba de ser declarado muerto, es posible que veamos movimientos espontáneos de los dedos o incluso que seamos testigos de convulsiones de la parte superior del cuerpo acompañadas de bruscos movimientos de los brazos hacia la barbilla, un fenómeno que tiene lugar debido a los reflejos que se producen en la columna vertebral, sin participación alguna del cerebro. De hecho, las células de los músculos y la piel pueden seguir viviendo sin instrucciones del cerebro durante semanas desse
pués de la muerte. Es más, cientos de genes, incluyendo aquellos relacionados con los procesos inflamatorios y la contracción cardiaca, en realidad se despiertan dentro de las primeras veinticuatro horas posteriores a la muerte, cosa que probablemente sea una reacción a los procesos celulares que se producen debido a la falta de oxígeno. El cuerpo no sabe que está muerto y lucha por mantenerse con vida mucho después de que la arbitraria sentencia haya sido dictada.
PERO SI EL CEREBRO HA DEJADO DE FUNCIONAR, ESO ES IRREVERSIBLE, ¿VERDAD? Quizá no. Históricamente, siempre se ha pensado que, tras unos minutos sin suministro de oxígeno, las células empiezan a deteriorarse y mueren, y que ese daño es irrecuperable a menos que se vuelva a proporcionar oxígeno con rapidez. A comienzos de 2019, sin embargo, un equipo dirigido por Zvonimir Vrselja, de la Escuela de Medicina de Yale (EE. UU.), consiguió revivir cerebros de cerdos que llevaban horas muertos. Cuatro horas después de que los animales fueran decapitados, los cerebros se extrajeron de los cráneos y se conectaron a un sistema de perfusión artificial que les bombeó un sustituto sanguíneo. Increíblemente, transcurridas seis horas, los cerebros empezaron a funcionar de nuevo. Los vasos sanguíneos respondieron a los fármacos destinados a hacerlos contraerse y dilatarse. Las células empezaron a recuperar su metabolismo. Los cambios de la estructura cerebral que se pensaba que provocaban daños irreversibles recuperaron la normalidad. Y, asombrosamente, las neuronas, estimuladas por un electrodo, respondieron creando potenciales de acción, la actividad eléctrica mediante la cual se comunican las células del cerebro.
Aunque el equipo no detectó ninguna señal de consciencia o dolor, este tipo de tecnologías tienen importantes consecuencias para nuestra definición de la muerte. Si estos procedimientos pudieran
aplicarse a seres humanos, se podría reanimar a personas que, según nuestros estándares habituales, se encontrasen en estado de muerte cerebral. Esto supondría, como mínimo, un incremento de la tensión entre los médicos que están tratando de salvar la vida de alguien y aquellos que quieren usar sus órganos para salvar a otros.
LA IDEA DE LA REANIMACIÓN CEREBRAL SE HA EXPLORADO TAMBIÉN EN OTROS SITIOS. Los accidentes en los que ha caído gente en lagos helados revelan que el cerebro puede resistir mucho mejor la falta de oxígeno a bajas temperaturas. En el Hospital Presbiteriano de la Universidad de Pittsburgh (UPMC), en Pensilvania, un equipo de investigadores, liderado por el cirujano Samuel Tisherman, anunció en 2014 que iban a intentar reproducir este fenómeno poniendo a pacientes con heridas graves en un estado de animación suspendida, que proporciona más tiempo para salvarles la vida. Para ello, se sustituye la sangre por una solución salina que entra en el corazón y el cerebro y enfría rápidamente el cuerpo para dejarlo en torno a los diez grados centígrados. Sin circulación sanguínea ni actividad cerebral, el paciente está clínicamente muerto durante dos horas, un tiempo en el que los cirujanos tratarán de curar sus heridas. Luego, lentamente, se le devuelve la temperatura normal con sangre nueva. Tisherman también explicó que planeaban incorporar al experimento a otros centros médicos, y, en noviembre de 2019, un equipo de investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Maryland (EE. UU.), con el propio Tisherman a la cabeza, confirmó, en un artículo publicado por la revista New Scientist, que habían puesto a seres humanos, por primera vez en la historia, en animación suspendida. No se ha anunciado la naturaleza de sus lesiones ni si sobrevivieron. Aún habrá que esperar para conocer los resultados completos de este ensayo clínico que sigue en curso.
“EL CEREBRO NO ES COMO EL CORAZÓN –EXPLICA, POR SU PARTE, GREG FAHY, de la compañía biotecnológica californiana 21st Century Medicine–. No necesita arrancar de golpe. Si restauras las condiciones normales, eso le da la oportunidad de empezar de nuevo”.
Y, por si esto no fuera lo suficientemente inquietante, consideremos lo siguiente: repartidas por todo el mundo, hay cientos de personas metidas dentro de gigantescos tubos metálicos llenos de nitrógeno líquido y almacenadas en estado de congelación criogénica. Congeladas es, en realidad, un término equívoco. En la mayoría de los casos, se les ha extraído todo el líquido del cuerpo y se ha sustituido por una especie de anticongelante que se enfría hasta que adquie