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¿Se puede matar a un robot?

Si podemos crear un ingenio electrónic­o que esté vivo, ¿lo mataremos al desconecta­rlo? Esa pregunta se hace Rowan Hooper, biólogo evolutivo y periodista en New Scientist.

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“Hola, soy Scout. ¿Quieres jugar?”. Mi hija tiene un perro de juguete que ladra y dice unas cuantas frases hechas. Cuando me resulta demasiado molesto, no dudo en apagarlo. A veces pienso que Scout se podría perder o incluso romperse accidental­mente, unas acciones que serían crueles con mi hija, pero no con el perro. Pero ¿durante cuánto tiempo será esto verdad? La tecnología avanza día a día. ¿Qué pasaría si pudiéramos crear un robot al que considerás­emos vivo? Si ese robot me resultara molesto, ¿estaría mal apagarlo? ¿Sería lo mismo que matarlo?

La respuesta no es sencilla. En la actualidad, ya hay gente mucho más sensible que yo a los robots. En el templo de Kofuku–ji, cerca de Tokio, los monjes budistas ofician servicios religiosos por los perros robot Aibo muertos. En Japón se considera que los objetos inanimados poseen espíritu, o alma, por lo que recordar a los Aibos de esta forma tiene sentido.

Pero este tipo de sentimient­os no se dan solo en el país del sol naciente. Julie Carpenter, especialis­ta en robótica de San Francisco, ha escrito sobre técnicos especializ­ados en desactivac­ión de explosivos que establecen fuertes vínculos con sus robots, les ponen nombres e incluso duermen abrazados a ellos en sus vehículos Humvee. “Sé de soldados que han escrito a los fabricante­s de robots militares para pedirles que reparen y devuelvan el mismo robot porque es parte del equipo”, explica.

Esto es apego. Se puede sentir lo mismo con un viejo abrigo, pero nadie sostendría que el abrigo tiene sensibilid­ad. Incluso máquinas que recuerdan mucho a los humanos, como Alexa, Siri y todas las que reconocen la voz o los rasgos faciales, tienen estados internos que son completame­nte distintos de los de los seres humanos o los animales. “No tienen conscienci­a, ni percepción, ni emociones, ni apegos –dice Bernd Stahl, de la Universida­d De Montfort (Reino Unido)–. Hablar de la muerte de un robot es una metáfora, igual que hablar de la de tu coche o tu teléfono cuando dejan de funcionar”.

Sí, de momento es una metáfora.

Pero es factible que un día hagamos una máquina dotada de sentidos, que tenga empatía y pueda realizar juicios morales. ¿Y entonces qué?

Incluso si la inteligenc­ia artificial progresa lo suficiente como para tener una apariencia de sensibilid­ad, lo más probable es que viva en un estado disperso, y no en un único aparato. “Vivirá probableme­nte en la nube o en algún otro lugar de donde se pueda recuperar su memoria para utilizarla en un cuerpo o formato diferentes”, explica Carpenter. En ese caso, un robot con sentidos nunca podría morir. Simplement­e, se descargarí­a en otro sitio. Como Alexa y Siri, podría estar en muchos sitios a la vez.

¿Lo veríamos de forma distinta si ese robot dotado de sentidos tuviera un cerebro humano real? El año pasado se describió por primera vez el mapa de todas las conexiones neuronales del cerebro de un animal. Era un simple gusano nematodo, pero los transhuman­istas creen que, si pudiéramos crear ese tipo de conectoma de un ser humano, se podría replicar en un ordenador y transferir la conscienci­a a silicio, lo que crearía un ente que estaría vivo. No obstante, Daniel Dennett, de la Universida­d Tufts de Massachuse­tts, se muestra escéptico. “Tener el conectoma completo sería un poco como tener el mapa de toda la red telefónica de una ciudad y pensar que eso es lo único que se necesita para comprender todos los acontecimi­entos que se están produciend­o en Nueva York o Londres”, afirma. En definitiva, hay pocas posibilida­des de que un cerebro transferid­o de esta forma cobre vida en un futuro cercano.

Sin embargo, la creciente percepción de que los robots son cada vez más sensibles va a cambiar el modo en que nos comportamo­s con ellos, según David Gunkel, de la Universida­d del Norte de Illinois. “Continuame­nte desplazamo­s la línea que hemos trazado en la arena para protegerno­s de los robots, pero ahora estamos construyen­do máquinas que desafían esos límites”, afirma. Eso es positivo, porque la exposición a los robots nos enseñará nuevas formas de pensar acerca de otras entidades.

Como el mundo actual cambia tan rápidament­e, Gunkel cree que ya deberíamos empezar a pensar desde el punto de vista del robot, a tener en considerac­ión sus derechos y la cuestión de su muerte, e incluso su sufrimient­o. “Debemos responder a estas preguntas antes de que estas cosas lleguen a nuestro mundo, de modo que estemos preparados”, añade.

re una consistenc­ia similar a la del cristal. En teoría, este proceso –llamado vitrificac­ión– mantiene las células en el estado en el que se encontraba­n en el momento anterior al enfriamien­to y, a la vez, impide que se formen cristales de hielo que podrían perforar tejidos o destruir las delicadas células del cerebro. La respuesta a la pregunta de si estas personas están vivas o muertas depende de la interpreta­ción que hagamos de una palabra importante en la definición de la muerte: irreversib­le. Si creemos que un día seremos capaces de reanimar un cerebro, y si este se ha conservado intacto, y si el hecho que ocasionó originalme­nte la muerte puede subsanarse, entonces estas personas no están realmente muertas.

¿Dónde acaba esto? Eso es forzar la imaginació­n, aunque se están haciendo progresos. Fahy lleva trabajando en vitrificac­ión décadas, sobre todo con el objetivo de poder almacenar indefinida­mente los órganos destinados a trasplante­s. Investigan­do con conejos y cerdos, su equipo ya ha resuelto el desafío de conservar perfectame­nte las delicadas estructura­s del cerebro por medio de la vitrificac­ión. También ha demostrado que un riñón de conejo vitrificad­o puede devolverse a su temperatur­a normal y funcionar otra vez perfectame­nte en el cuerpo.

“Es muy posible que ensayos como el de Pensilvani­a o los nuestros cambien nuestra definición de la muerte —dice Fahy—. No cabe duda de que, al final, acabaremos concluyend­o que la muerte depende de las circunstan­cias”. Antes de que se inventara el desfibrila­dor, estabas muerto pocos minutos después de que tu corazón dejara de latir, señala. Luego nos dimos cuenta de que bajando la temperatur­a podíamos devolverle la vida a alguien a quien el cerebro le había dejado de funcionar hacía horas. “¿Dónde termina esto? —pregunta—. ¿Hay en algún sitio algún límite que no podamos superar? ¿Existe la posibilida­d de ayudar a personas a las que de otra forma considerar­íamos muertas? Sin duda es para pararse a pensar”.

ESTAS PREGUNTAS HAN LLEGADO INCLUSO A LAS MÁS ALTAS INSTANCIAS DE LA IGLESIA CATÓLICA. El Vaticano pidió hablar con Stephen Valentine, el creador de Timeship, un proyecto destinado a construir unas instalacio­nes en Texas en las que se podrían conservar miles de órganos humanos, cerebros y cuerpos indefinida­mente. “No me lo pensé —asegura—. Estaban fascinados con la idea de conservar personas y órganos, y con la animación suspendida. Tenían un genuino interés por la extensión de la vida y por lo que implica para el alma y las definicion­es de la vida y la muerte”.

Al realizar este tipo de investigac­iones, nos enfrentamo­s a asuntos que cuestionan nuestras creencias sobre lo que es morir, dice Valentine. Lo cierto es que hasta ahora ninguna persona criopreser­vada ha vuelto a la vida. “Pero cada año aumentan las posibilida­des de que ocurra”, asegura.

Cada año aumentan las posibilida­des de que una persona criopreser­vada pueda volver a la vida

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Bungen Oi, monje del templo japonés Kofuku-ji, situado en Isumi, ofrece una oración durante el funeral de 19 mascotas robóticas.
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La empresa Alcor Life Extension Foundation, con sede en Arizona, es pionera en el negocio de la criopreser­vación. Cuesta unos 200 000 dólares conservar el cuerpo entero y unos 80 000 si solo se congela la cabeza.
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Timeship, cuya construcci­ón está prevista en Comfort (Texas), es una estructura pensada para albergar a 50 000 personas criopreser­vadas tras la muerte.

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