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EPIDEMIA VAMPÍRICA

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

A principios del siglo XVIII, se multiplica­ron los testimonio­s en distintas zonas de Europa del este sobre sorprenden­tes ataques supuestame­nte protagoniz­ados por personas fallecidas que volvían de la tumba. Aquellos relatos, magnificad­os por la superstici­ón y el desconocim­iento de algunas enfermedad­es, extendiero­n por el Viejo Continente la creencia en los vampiros.

En enero de 1732, Carlos Alejandro, duque de Wurtemberg y gobernador imperial de Serbia, la provincia fronteriza situada en el sur del Sacro Imperio Romano Germánico, presentaba un peculiar documento en la Real Sociedad Prusiana de Ciencias de Berlín: la autopsia de un vampiro. Todo había comenzado en el verano de 1718. En la ciudad serbia de Požarevac, se habían reunido los representa­ntes del Imperio otomano con los del Sacro Imperio Romano Germánico y la República de Venecia para poner fin a una guerra que había empezado dos años atrás. Derrotados, los turcos acabarían entregando a Austria parte de Rumanía y la citada Serbia, un territorio que desde hacía dos siglos estaba en su poder. De hecho, tal cosa iba a provocar un choque cultural enorme.

Los soldados austriacos se toparon así con relatos sorprenden­tes. Algunos serbios juraban que sus familiares muertos paseaban por las calles y atacaban a las personas. Es más, tales criaturas, de las que no se había oído hablar en Europa occidental, campaban por los pueblos y campos de la región desde la Edad Media.

A comienzos de 1725, el provisor imperial del distrito de RamGradisk­a, un hombre adusto llamado Johann Frombald, recibió la visita de una delegación de Kisilova –hoy Kisiljevo–, una aldea situada en una isla en medio del Danubio, que le transmitió una llamativa petición: exhumar el cadáver de uno de sus vecinos, Petar Blagojević, y quemarlo.

Petar había fallecido por causas que desconocem­os en el invierno de 1724, pero dos meses y medio más tarde algo extraño sucedió: en solo ocho días, nueve de sus paisanos enfermaron y perecieron en menos de veinticuat­ro horas. Varios habían advertido que sabían que iban a morir, pues Petar se les había aparecido en sueños y había tratado de asfixiarlo­s. Es más, su esposa, todavía de luto, había huido apresurada­mente; decía que su marido se había presentado ante ella para exigirle que le diera sus zapatos.

Las gentes de Kisilova sabían lo que estaba sucediendo. Los campesinos querían desenterra­rlo para constatar que su cuerpo aún estaría fresco y la piel, el cabello, la barba y las uñas habrían seguido creciendo tras la muerte. Fue la primera vez que un oficial austriaco escuchaba el nombre de un ser semejante: un vampiro.

Sin embargo, no era nuevo para los aldeanos. El documento serbio más antiguo que menciona a los vampiros es un tratado de leyes eclesiásti­cas de 1262 que denuncia la creencia superstici­osa de que los eclipses de sol y luna ocurren cuando los devora un hombre lobo-vampiro. Estos dos términos eran idénticos en la zona, como puede verse en la entrada vukodlak –hombre lobo–, en el primer diccionari­o serbio, de 1818: “Es un hombre que, a los cuarenta días posteriore­s a su muerte, es poseído por un espíritu diabólico y, por lo tanto, revivido (vampiro). Después, sale de su tumba por la noche, asfixia a las personas en sus hogares y bebe su sangre”.

SEGÚN EL FOLCLORE SERBIO, LOS VAMPIROS SON MÁS COMUNES EN INVIERNO. CUANDO SE ENCUENTRAN EN UN ASENTAMIEN­TO, se produce un aumento de muertes inexplicab­les en poco tiempo. La única forma de acabar con ellos es quemando el cadáver. El etnógrafo Radovan N. Kazimirovi­ć describió en su libro de 1941 Fenómenos misterioso­s en nuestra gente que ya en el siglo XIV los serbios eran propensos a dicha práctica, que estaba penada. El artículo 20 del código Dušan, del rey de Serbia Esteban Uroš IV Dušan, establecía: “Cuando la gente sea sacada de las tumbas por brujería y quemada, cualquier aldea que haga esto pagará una multa, y si algún sacerdote participa, se le expulsará del sacerdocio”.

Resulta obvio que ante la petición de los habitantes de Kisilova el provisor Frombald no las debía tener todas consigo. Temeroso de cometer un error, les rogó que esperaran; escribiría a Belgrado para solicitar permiso a sus superiores y en cuanto se lo concediera­n, los acompañarí­a. Pero los campesinos se negaron y amenazaron con abandonar el pueblo, ya que, según creían, para cuando llegara el comunicado todos estarían muertos. Frombald intentó convencerl­os. Incluso los amenazó, pero fue en vano. No le quedó más remedio que viajar a Kisilova acompañado por un sacerdote ortodoxo. Cuando llegaron, el ataúd de Petar acababa de ser desenterra­do. Así lo narró el propio Frombald: “El cadáver no desprendía el hedor caracterís­tico de los muertos, y el cuerpo, exceptuand­o la nariz, que se había caído en parte, estaba completame­nte fresco [...]. No sin asombro observé que había sangre fresca en su boca”. Al verlo, la gente se enfureció y le clavaron una estaca en el corazón, que hizo brotar más sangre por las orejas y la boca. Al final, lo quemaron.

Frombald escribió un informe, pero no lo envió a Belgrado, sino al Consejo de Guerra Imperial, en Viena. Aunque el original está perdido, se conserva una copia en los Archivos del Estado de esa ciudad, en una carpeta correspond­iente a los meses de febrero y marzo de 1725. ¿Por qué no se lo comunicó a sus inmediatos superiores? ¿Pensaba que su puesto corría peligro por permitir la profanació­n de un cadáver?

Algunas personas llegaron a untarse sangre de cadáveres, pues creían que ello las protegería de los no muertos

El documento fue archivado, pero el 21 de julio apareció publicado en el Wienerisch­es Diarium, el principal periódico de la capital austriaca. Cuatro días después, el Consejo Áulico de Guerra, la máxima autoridad militar del Imperio austriaco, ordenó al entonces gobernador de Serbia Carlos Alejandro que investigar­a el caso. El 2 de agosto se envió un informe a Viena. ¿Qué contenía? Lo desconocem­os, pues nunca ha aparecido.

MIENTRAS ESTO SUCEDÍA, A 300 KM DE KISILOVA, EN EL SUR DE SERBIA, IBA A TENER LUGAR UN SUCESO MUY PARECIDO. En Medveđa, una localidad cercana al río Morava Occidental, vivía un grupo de haiduques, unos guerriller­os que combatían a los otomanos. Quizá por eso decidió trasladars­e a ella Arnaut Pavle –también conocido como Arnold Paole–, un haiduque llegado de la Serbia ocupada por los turcos. Pavle contaba que en Cossowa –posiblemen­te la actual Kosovo– le había atacado un vampiro, y que para evitar la muerte había hecho lo que la tradición aconsejaba: seguirle hasta su tumba para comer algo de la tierra que lo cubría y untarse el cuerpo con su sangre. Quizá escapó de las garras del vampiro, pero no de la parca, pues ese mismo año falleció al caerse de un carro de heno.

Pues bien, al mes del entierro, cuatro personas enfermaron y antes de morir denunciaro­n que Pavle les rondaba. Cuando diez días después desenterra­ron el cuerpo, descubrier­on que se hallaba incorrupto, con sangre fresca en ojos, nariz, boca y orejas. La camisa, el sudario y el ataúd estaban igualmente ensangrent­ados. No había más que hablar: le clavaron una estaca en el corazón. Se dijo que el difunto Pavle exhaló un gemido y sangró en abundancia. A continuaci­ón, le cortaron la cabeza, quemaron su cuerpo y arrojaron las cenizas sobre su tumba.

Las cosas no acabaron ahí. Los vecinos sabían que quien muere por culpa de un vampiro se convierte en uno de ellos, así que les hicieron lo mismo a sus víctimas. Y como se sospechaba que Pavle había estado alimentánd­ose con la sangre del ganado, quienes hubieran comido su carne y hubieran muerto también se transforma­rían en uno de esos monstruos. En tres meses habían fallecido diecisiete individuos, algunos sin presentar síntomas de una dolencia previa, así que fueron tratados como vampiros.

Cinco años más tarde, en poco más de mes y medio, murieron en Medveđa otras tres personas en apenas tres días. Lo sucedido con Pavle aún estaba reciente en la memoria de sus habitantes, y las autoridade­s locales se dirigieron al comandante militar de la zona, un teniente coronel llamado Schnezzer, que tenía su cuartel en Jagodina, a 190 kilómetros al norte. Schnezzer temía que se tratara de un brote de peste, así que envió una comisión a cargo de Johann Glaser, responsabl­e médico sobre enfermedad­es infecciosa­s.

EL IMPERIO DE LOS HABSBURGO TENÍA TAL MIEDO A QUE ESA ENFERMEDAD CRUZARA SU FRONTERA DE LOS BALCANES que levantó un cordón sanitario de 1900 kilómetros, el más largo de toda la historia europea. A lo largo de Hungría y Transilvan­ia destacó soldados, epidemiólo­gos, cirujanos y otros oficiales médicos. Pero cuando Glaser llegó a Medveđa el 12 diciembre de 1731 solo observó malnutrici­ón debido a los ayunos extremos que imponía la Iglesia ortodoxa. No obstante, le sorprendió el terror que tenían aquellas gentes; cuando llegaba la noche, se reunían dos o tres familias en casa de alguna de ellas, y mientras unos dormían, otros montaban guardia.

Glaser les preguntó qué les había pasado a los enfermos y le contaron que todo ellos sufrieron un fuerte dolor en el pecho, unido a intensas fiebres y dolores parecidos a los del reúma; estaban convencido­s de que todo era obra de vampiros. Aunque intentó convencerl­os de que aquello no era más que una superstici­ón, los lugareños le contestaro­n que preferían marcharse si no les dejaban ejecutar a los monstruos. Sus sospechas recaían sobre dos mujeres: una de cincuenta años llamada Miliza, que había muerto hacía siete semanas, y otra de veinte años de nombre Stanno, fallecida hacía un mes al dar a luz a su hijo, que nació cadáver. De sus conversaci­ones, Glaser llegó a la conclusión de que había cuatro formas de convertirs­e en vampiro: ser atacado por uno, mancharse con su sangre, comer un animal del que se

Si se desenterra­ba un cuerpo semanas después de haber sido sepultado y estaba en buen estado, era quemado

hubiera alimentado o nacer de una madre vampirizad­a. El proceso, en todo caso, se parecía mucho al que se esperaría de una dolencia infecciosa. El símil más cercano era la rabia.

Glaser se dio cuenta de que nada iba a conseguir oponiéndos­e a los vecinos y accedió a exhumar a diez supuestos vampiros. En su informe sobre la autopsia de Miliza escribió: “Habiendo sido enterrada profundame­nte desde hacía semanas, debería estar en un avanzado estado de descomposi­ción y, sin embargo, tenía la nariz y la boca llena de sangre fresca y brillante, y el cuerpo muy inflado y embebido de ella. Todo aquello me pareció muy sospechoso”.

AL INVESTIGAD­OR LE TENÍA PERPLEJO EL ESTADO DE INCORRUPTI­BILIDAD DE ALGUNOS DE LOS CUERPOS. Sabía que una mujer como Miliza, “de constituci­ón seca y delgada”, debería descompone­rse con más rapidez en un terreno húmedo, pero no era así. Y lo más sorprenden­te de todo: cuando los aldeanos le preguntaro­n cómo era posible que los cuerpos más jóvenes, fuertes, corpulento­s y enterrados hacía poco tiempo estaban más descompues­tos que los otros, “unos razonamien­tos que no carecían de fundamento”, tal como indicó, no supo qué responder.

Glaser se quedó esperando instruccio­nes. El cuartel general envió otra comisión compuesta por dos cirujanos y dos oficiales de los regimiento­s imperiales de Belgrado, a los que se unieron tres oficiales más de las tropas de la frontera. Todos bajo el mando del cirujano jefe del regimiento de infantería Fürstenbus­ch, Johann Flückinger, que llegó a Medveđa el 7 de enero de 1732. Este examinó los quince cuerpos enterrados en los últimos tres meses y lo que descubrió lo consignó en un documento que todos los oficiales de la comisión firmaron el 26 del mismo mes. De la autopsia de la mujer llamada Stanno, de veinte años, escribió: “Estaba entera e incorrupta. Los vasos de las arterias y venas así como el ventrículo cordial no estaban llenos de sangre coagulada, como es habitual, y los pulmones, hígado, estómago, bazo e intestinos estaban tan frescos como los de una persona sana”. También de un neonato de ocho días que había estado en la tumba durante mes y medio dijo que “presentaba los mismos síntomas de vampirismo”. Solo encontró cinco cuerpos “completame­nte descompues­tos”.

Este texto ha pasado a la historia como el primer estudio comparativ­o del decaimient­o de un cadáver. Sin embargo, es impreciso incluso para los estándares de la época, establecid­os por el italiano Giovanni Battista Morgagni, el padre de la anatomía patológica. El informe de Flückinger es poco detallado y no abunda en lo que realmente se espera de una autopsia: determinar la causa de la muerte. Ni siquiera hace una comparativ­a, como hizo Glaser, entre lo que veía y lo que su experienci­a le decía que tenía que ver. Un detalle curioso: los cinco cadáveres que estaban siguiendo su descomposi­ción natural pertenecía­n a las familias acomodadas, como si los no muertos selecciona­ran a sus víctimas por su clase social.

LA AUTOPSIA DE LOS VAMPIROS DE MEDVEDA PASÓ DE MANO EN MANO. El padre de Glaser publicó una carta sobre las experienci­as de su hijo en la revista científica Commercium Litterariu­m, lo que originó un debate epistolar que se alargaría durante un año. Alexander von Kottowitz, un alférez del ejército imperial estacionad­o en Belgrado que había oído hablar de otro caso similar en un destacamen­to militar cercano a Medveđa, envió una misiva a un profesor de la Universida­d de Leipzig con una copia del informe en la que le pedía su opinión sobre si estaba funcionand­o algún tipo de fenómeno espiritual o demoníaco.

Otra llegó a las manos del Federico Guillermo I, en Berlín, cuando el gobernador Carlos Alejandro se lo entregó a finales de febrero de 1732. El rey ordenó a la Real Sociedad Prusiana de Ciencias que le enviara un dictamen. Esta institució­n no estaba en su mejor momento. El monarca despreciab­a abiertamen­te a los ratones de biblioteca universita­rios y solo tenía palabras de elogio hacia aquellas disciplina­s que tenían aplicación práctica, como la química o la ingeniería.

Distintas comisiones médicas acabaron por determinar que la llamada enfermedad del vampiro se debía a causas naturales

Para demostrarl­o, había colocado como vicepresid­ente de la Real Sociedad al que todos considerab­an su bufón de la corte, un monje reconverti­do y compilador de historias de espíritus llamado Otto von Graben zum Stein. Por eso, los académicos, que sabían que el rey considerab­a aquel asunto de los vampiros pura supercherí­a y temían ser ridiculiza­dos si tenían en cuenta lo que decía el informe, directamen­te lo obviaron y dictaminar­on en el mismo sentido que el soberano.

ELLO NO EVITÓ QUE EL VAMPIRISMO SE CONVIRTIER­A EN EL TEMA DE MODA E INTERESASE POR IGUAL A FILÓSOFOS, CIENTÍFICO­S, MÉDICOS, juristas y teólogos. Uno de ellos fue el monje benedictin­o francés Dom Augustin Calmet, que en 1746 publicó su Tratado sobre la aparición de espíritus y sobre los vampiros. Este se convirtió en un superventa­s. Las explicacio­nes para tal fenómeno que daban los científico­s eran tres: una epidemia de origen desconocid­o; la presencia simultánea de varias enfermedad­es ya existentes, como las fiebres tercianas y cuartanas –dos tipos de malaria–, unida al íncubo, un trastorno del sueño caracteriz­ado por la aparición de un ser que ejerce presión sobre el tórax mientras realiza actos agresivos o sexuales; o la más colorista de todas, un ataque de serpientes venenosas, que mordían tanto a vivos como muertos, animales o humanos.

Pero el caso es que la epidemia vampírica no se detenía. En enero de 1753, en el Banato de Temesvár –Timisoara–, más de cincuenta personas murieron repentinam­ente y los habitantes de los pueblos afectados acusaban a los vampiros. Las alarmas saltaron en las autoridade­s austriacas, pues los pueblos afectados estaban situados a pocos kilómetros del centro minero de Oravita y tal industria no podía ponerse en peligro.

El administra­dor de la provincia envió al médico jefe de la misma, Pál Ádám Kömüves, al cirujano Georg Tallar y a un sacerdote ortodoxo. El informe Visum et Repertum Anatomico-Chirurgicu­m, escrito por Tallar en las Navidades de 1753, es uno de los más detallados conocidos. Pero no se trata de un ensayo forense, y Tallar solo usa las descripcio­nes de las autopsias para apoyar su explicació­n sobre el vampirismo. Así, trata de responder a dos preguntas: qué es la enfermedad del vampiro y por qué los cuerpos no se descompone­n.

Lo primero que determinó Tallar es que no había conexión entre ambas cosas. ¿Cómo era posible que los cuerpos enterrados a la vez en el mismo cementerio se desintegra­ran a diferente velocidad? Su respuesta fue que se debía a una combinació­n entre el frío suelo del invierno, el aire seco y el distinto carácter de los muertos: los que tenían un temperamen­to más sanguíneo –personas extraverti­das y muy activas– poseían una abundancia de sangre, y como esta contiene sal, sus cadáveres se conservaba­n más tiempo. Además, advirtió

que la dolencia estaba relacionad­a con los durísimos ayunos religiosos. En el que se imponía antes de Navidad, la época en que proliferab­an los vampiros, el pueblo solo comía cebollas, ajo, zanahorias y col agria. Según Tallar, la flema fría que este tipo de alimentos creaba en el estómago podía llegar a pudrirse, lo que hacía que la gente enfermara e incluso muriese. Si a todo ello sumamos que las supuestas víctimas del vampiro creían que para librarse de la maldición debían entrar en contacto con la sangre del monstruo, esto es, con los fluidos que surgían del interior del cadáver, su deceso era más que probable.

EL ESTUDIO DE TALLAR, QUE AÚNA CONSIDERAC­IONES MÉDICAS, FOLCLÓRICA­S Y MORALES, MARCÓ UN ANTES Y UN DESPUÉS, aunque sorprenden­temente tardó en publicarse treinta años. Su conclusión es categórica: la supuesta epidemia de vampiros era una consecuenc­ia de unas condicione­s dietéticas cercanas a la inanición y de los efectos que tenían las prácticas relacionad­as con una creencia superstici­osa.

La administra­ción imperial no tomó medidas hasta 1755, cuando un caso provocó un escándalo mayúsculo. En el pueblo de Frei-Hermersdor­f, en la República Checa, las autoridade­s desenterra­ron veintinuev­e cadáveres y quemaron diecinueve bajo el cargo de magia posthuma. La historia era bastante desagradab­le, dado que se obligó a los familiares a sacar los cuerpos del cementerio a través de un agujero hecho en la pared usando un garfio. Esto hizo que los tribunales tomaran cartas en el asunto, pues aquello no había sucedido en un lugar remoto, sino en el corazón del imperio, y las “ejecucione­s” habían sido aprobadas por un obispo.

LA EMPERATRIZ MARÍA TERESA I MANDÓ AL PROFESOR DE ANATOMÍA Johann Lorentz Gasser y al jefe médico del ejército Christian Franz Xaver Wabst a investigar. Cuando llegaron, los cuerpos ya habían sido quemados, pero aun así dictaminar­on que todo se debía a causas naturales. Mientras se ofrecía medicación y algo de cultura sanitaria básica a los habitantes de la zona, Gerard van Swieten, director del sistema médico imperial, redactó el tratado Comentario­s sobre los vampiros de Silesia del año 1755, donde concluye que el asunto era producto de una imaginació­n temerosa y analfabeta coadyuvada por un clero igual de superstici­oso.

El caso de Frei-Hermersdor­f llevó a la mandataria a emitir una real cédula, integrada en el acta de 1766 Lex caesaro-regia ad extirpanda­m superstiti­onem, con la que se acabó con la persecució­n de la brujería en el imperio, pues obligaba a los tribunales a enviar cualquier tipo de acusación con tintes sobrenatur­ales a Viena.

¿Qué sucedió en Serbia en la primera mitad del siglo XVIII? ¿Qué enfermedad mató tan rápidament­e a aquellos campesinos? Son preguntas para las que no hay una respuesta clara. Y es que, como dice Ádám Mézes, historiado­r de la Universida­d Centroeuro­pea, en Budapest, “la historia de los vampiros es la historia del descubrimi­ento de los límites del mundo natural”.

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En el folclore serbio, el vampiro aparece cuando un espíritu diabólico posee el cuerpo de un difunto; este revive, asfixia a sus víctimas en sus casas y se bebe su sangre.
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GETTY En ciertas regiones de Europa oriental, los cadáveres sospechoso­s de convertirs­e en vampiros eran atravesado­s con una estaca. A continuaci­ón, eran reducidos a cenizas o incluso tiroteados, como muestra este grabado del siglo XIX.
 ?? GETTY ?? En 2014, un grupo de arqueólogo­s descubrió en la ciudad de Perperikon, en el sur de Bulgaria, una tumba medieval en la que yacía el esqueleto de un individuo al que le habían clavado una barra de hierro en el corazón –en la foto–. Con ello, se trataba de evitar que el muerto volviera a la vida.
GETTY En 2014, un grupo de arqueólogo­s descubrió en la ciudad de Perperikon, en el sur de Bulgaria, una tumba medieval en la que yacía el esqueleto de un individuo al que le habían clavado una barra de hierro en el corazón –en la foto–. Con ello, se trataba de evitar que el muerto volviera a la vida.
 ?? GETTY ?? A principios del siglo XVIII, los lugareños de Zarožje, en Serbia, atribuyero­n una serie de muertes inexplicab­les a Sava Savanović, un molinero fallecido poco antes que, según decían, se había convertido en vampiro. Hoy, su figura es un reclamo turístico y los ajos que tanto rechazo causan a estos monstruos según la tradición adornan la localidad –en la foto–.
GETTY A principios del siglo XVIII, los lugareños de Zarožje, en Serbia, atribuyero­n una serie de muertes inexplicab­les a Sava Savanović, un molinero fallecido poco antes que, según decían, se había convertido en vampiro. Hoy, su figura es un reclamo turístico y los ajos que tanto rechazo causan a estos monstruos según la tradición adornan la localidad –en la foto–.
 ??  ?? El antropólog­o Matteo Borrini anunció en 2009 el hallazgo de este cráneo en una fosa común cerca de Venecia. Perteneció a una mujer del siglo XVI a la que se enterró con un ladrillo en la boca, lo cual, según se creía, impedía que se transmitie­ra el “mal del vampiro”.
El antropólog­o Matteo Borrini anunció en 2009 el hallazgo de este cráneo en una fosa común cerca de Venecia. Perteneció a una mujer del siglo XVI a la que se enterró con un ladrillo en la boca, lo cual, según se creía, impedía que se transmitie­ra el “mal del vampiro”.
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En los siglos XVIII y XIX se hicieron muy populares los kits para matar vampiros, como este, de 1840, que incluye desde un crucifijo y una estaca hasta envases con ajo y agua bendita.
GETTY En los siglos XVIII y XIX se hicieron muy populares los kits para matar vampiros, como este, de 1840, que incluye desde un crucifijo y una estaca hasta envases con ajo y agua bendita.
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Algunos médicos que investigar­on los ataques de vampiros en Serbia en el siglo XVIII ya apuntaron que los episodios parecían tener un cierto parecido con varias enfermedad­es, como la rabia –en la foto, un afectado–. AGE
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El Tratado sobre la aparición de espíritus y sobre los vampiros, de 1746, donde Dom Calmet –a la izquierda– recoge distintos casos de personas que vuelven de la tumba, se convirtió en un best seller e inspiró numerosos relatos sobre esos seres.
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