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El telescopio espacial James Webb ofrecerá a la humanidad las mejores vistas del cosmos que jamás hayamos tenido

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se rebobinaba esa especie de cinta del universo, el origen de todo habría debido ser un mismo punto a partir del cual habría empezado a expandirse todo: el big bang. La última y más ajustada medición de la gran explosión la hizo el satélite COBE de la NASA, que operó entre 1989 y 1993. El proyecto, por el que John C. Mather y George F. Smoot obtuvieron el Nobel de Física en 2006, estableció que el universo tiene la nada bíblica cifra de 13 800 millones de años.

De modo que desde el cosmos nos llegan señales, radiacione­s. Si la luz de esas radiacione­s electromag­néticas se desplaza hacia el rojo, proceden de un elemento que se está alejando. Analizando la intensidad de ese rojo, se puede calcular cómo de lejos está dicho objeto, un viaje que no solo se da en el espacio, sino también en el tiempo, porque esa luz tarda en llegar hasta nosotros. Cuando Oesch descubrió GN-z11, ese corrimient­o al rojo de 11, traducido al lenguaje común, significa que vemos esta galaxia no como es ahora, sino como era hace 13400 millones de años, 400 millones de años después del big bang. Mirar hacia GN-z11 es hacerlo hacia el universo recién nacido, puesto que los astrónomos creen que las estrellas se formaron apenas 100 millones de años tras el big bang.

ESE UNIVERSO INCIPIENTE PODRÍA NO ESTAR TAN INACTIVO COMO SE HA PENSADO HASTA AHORA. El descubrimi­ento de GN-z11 hace cinco años fue una señal sobre esta teoría, que se ha visto reforzada recienteme­nte con el hallazgo citado al inicio del reportaje, esto es, el realizado por Linhua sobre esta galaxia lejana. Linhua sostiene que las galaxias jóvenes –y, por lo tanto, el universo en esa etapa más o menos inicial– tienen una actividad mucho mayor de la que se piensa.

En dos artículos publicados el pasado diciembre en Nature Astronomy, Linhua y su equipo revelan que han detectado un estallido de rayos gamma procedente de GN-z11. Estos estallidos son las explosione­s más potentes que se producen en el universo: algunas de ellas liberan más energía en apenas diez segundos que la que el Sol emite en 10 000 millones de años. Y, como suele suceder en muchos grandes descubrimi­entos, todo ocurrió por casualidad. “Observamos GN-z11 en abril de 2017, pero nuestro objetivo no era hallar ningún estallido de rayos gamma, porque la probabilid­ad de hacerlo es extremadam­ente baja –explica Linhua a MUY–. Nuestro propósito era detectar algunas emisiones de la galaxia para tratar de hacer una medición más ajustada de su desplazami­ento al rojo y tratar de afinar más sobre cómo de lejos se encuentra”.

“Durante la observació­n, por pura casualidad captamos un estallido de rayos gamma procedente de GN-z11 –prosigue el astrónomo–. No advertimos esto hasta una semana más tarde, cuando analizamos la informació­n recopilada”. De hecho, lo que el equipo de Linhua halló no fue la radiación gamma directa, sino un resto de ella. “Los rayos gamma solo pueden detectarse con satélites espaciales [puesto que son absorbidos por la atmósfera de la Tierra] y nosotros hicimos la observació­n desde el Observator­io Keck de Hawái”.

Lo que captaron los espectróme­tros del observator­io fue un estallido casi infrarrojo con una duración observada de menos de 245

segundos, según revelan en el artículo publicado en Nature. En él, Linhua asegura que algunos estallidos de rayos gamma son asociados con brillantes destellos ultraviole­tas. Pero ¿no había recibido el equipo de Linhua rayos infrarrojo­s? La explosión gamma en la galaxia habría emitido una radiación ultraviole­ta, pero, por el efecto Doppler, “y debido a la expansión del universo, esta habría llegado a la Tierra convertida en radiación infrarroja, que fue la detectada por el observator­io de Hawái”, explica el experto. De nuevo Newton, Doppler, Slipher y Hubble.

PARA CONFIRMAR QUE ESTABAN EN LO CIERTO, EL EQUIPO DE LINHUA VERIFICÓ QUE LA SEÑAL PROCEDÍA DEL ESPACIO Y NO DE LA TIERRA. Después, tras descartar la posible procedenci­a artificial de esa radiación infrarroja –un satélite, por ejemplo–, concluyero­n que el origen de la señal había sido un resto de los rayos ultraviole­tas procedente­s de un estallido de rayos gamma. Este se había producido en GN-z11, y ellos lo habían visto en directo, lo cual resulta casi milagroso.

El hallazgo puede ser de una importanci­a trascenden­tal, como explica Linhua: “Las explosione­s de rayos gamma están asociadas con las estrellas masivas, de un tamaño de veinte a treinta soles. Cuando vemos una explosión de ese tipo, significa que ha muerto una de esas estrellas. Se les acaba el combustibl­e central y la gravedad las hace colapsar. El estallido es tan potente que puede ser visto a distancias enormes. Cuando uno observa algo así, tienes la prueba de que ya había ese tipo de estrellas en ese periodo observado”.

Los astrónomos creen que las primeras estrellas se formaron entre 100 y 150 millones de años después del big bang, y las primeras galaxias se generaron unos 100 millones de años más tarde. Por lo tanto, GN-z11 no sería una galaxia de primera generación. De hecho, el equipo de Linhua descubrió en su observació­n que algunas emisiones recibidas de la galaxia tenían su origen en gas con carbono y oxígeno doblemente ionizados, lo que sugiere una gran abundancia de metales, elementos que no contendría­n las galaxias de primera generación.

Esa es también la época en que las semillas de los primeros agujeros negros supermasiv­os comenzaron a formarse y a crecer. Esos objetos astrofísic­os reionizaro­n gradualmen­te el universo. “Nuestro hallazgo –dice Linhua– significa que las condicione­s físicas de esa galaxia en particular, o al menos de algunas de las galaxias muy distantes, podrían ser diferentes de las de un desplazami­ento al rojo más bajo, es decir, de las que están más cerca de nosotros, pero necesitamo­s los futuros telescopio­s para comprender plenamente este tipo de galaxias, que son demasiado débiles y están demasiado lejos para los telescopio­s actuales”.

El telescopio que está llamado a revolucion­ar esa mirada es el James Webb, cuyo lanzamient­o está previsto por la NASA para octubre de este año. El telescopio estará ubicado a 1,5 millones de kilómetros de la Tierra, tan lejos que, al contrario de lo que sucede con el Hubble, no se podrán enviar astronauta­s a repararlo in situ. A cambio, el James Webb, por su ubicación privilegia­da y por la potencia de sus equipos, ofrecerá a la humanidad las mejores vistas del universo que jamás haya tenido. “Cuando esté desplegado, los astrónomos podremos rastrear mucho más lejos y profundame­nte, y, por tanto, encontrare­mos un montón de galaxias a la misma distancia que GN-z11 y hasta más lejos”, afirma Oesch.

PERO ¿CÓMO DE LEJOS? ¿HASTA CUÁN CERCA DEL BIG BANG SERÁ POSIBLE observar desde la Tierra si se cuenta con la tecnología necesaria para ello? “Es un aspecto que no está claro aún –dice Oesch–, dependerá de cómo de rápido se formaron en el universo temprano las poblacione­s de galaxias. Las actuales estimacion­es calculan que podríamos ser capaces de ver hasta unos 300 millones de años después del big bang”. Si el universo fuera una persona centenaria a quien acabamos de conocer, ese dato equivaldrí­a a poder usar una cámara para ver, desde el presente, la vida de sus 98 años anteriores.

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En el observator­io de Flagstaff (Arizona, EE. UU.), Vesto Slipher descubrió que la luz provenient­e del universo se desplaza hacia nosotros en longitudes de onda cortas o largas.
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