El beso. Edvard Munch
El pintor noruego Munch (1863-1944) encarna en su biografía la soledad. Con una madre que murió joven y un padre arrebatado por el fanatismo religioso, Munch vivió sucesivas crisis de alcoholismo y periodos de melancolía severa que le impidieron establecer relaciones fluidas con los demás. Fue siempre célibe y cabe suponer que, pese a su larga vida y el reconocimiento internacional que tuvo, no debió de experimentar a menudo lo que es un beso, pese a que fue un tema recurrente en su pintura durante un tiempo. En 1897 se enfrentó a un lienzo de 99 x 81 cm y pintó uno bastante sorprendente, ya que, aun siendo compartido por dos personas, es imposible distinguir dónde empieza la una y dónde acaba la otra. Más que de un beso, se trata de una fusión, de una integración apenas esbozada en la forma de los rostros difusos, de las manos y cuerpos indiferenciados. Todo en ese beso es interior.
Es un beso que disuelve los límites, lo particular de los besados para integrarlos en algo cercano a lo que Freud enunciaría como “pulsión de muerte” y que Bataille recordaría décadas más tarde como la secreta aspiración del erotismo. Los amantes no se besan, se devoran. Son dos antropófagos hambrientos de comunión carnal, de vuelta a un estado previo a cualquier subjetividad. Como la célebre serie que Munch había pintado cuatro años antes, este beso es un grito, pero un grito callado y ahogado por la presencia de otro desgarrador grito que se le enfrenta en la misma desolada oscuridad. Munch inaugura una nueva forma de mostrar la existencia humana. Es el expresionismo, la primacía de la hondura de un alma, la de cualquier humano, que manifiesta su pesar y desconcierto por estar siendo.