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A vuetas con el campo magnético terrestre

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Los polos magnéticos de la Tierra no permanecen inmutables en el mismo punto. Con el tiempo, se desplazan e, incluso, acaban invirtiend­o su posición. Este fenómeno natural puede acarrear cambios en el campo magnético y, con ello, alteracion­es ambientale­s, algunas devastador­as. Ahora, ciertos indicios sugieren que pronto podríamos experiment­ar una de esas inversione­s.

El pasado 19 de febrero, la revista Science publicó un artículo de un equipo internacio­nal de investigad­ores titulado “Una crisis medioambie­ntal hace 42000 años”. En él, por primera vez se ponían de manifiesto los efectos causados por un cambio en los polos magnéticos de la Tierra. Gracias a una datación por carbono-14 de los árboles kauri de Nueva Zelanda –una conífera endémica de la isla Norte–, se ha podido relacionar una caída en la intensidad del campo magnético con una cascada de crisis ambientale­s, desde cambios en los patrones climáticos hasta extincione­s de grandes mamíferos, y modificaci­ones en el comportami­ento humano. Todo ello sucedió justo antes y durante el evento Laschamp, una inversión del campo magnético que tuvo lugar hace 41400 años, en el último periodo glacial, en la que el polo norte magnético se convirtió en el polo sur. Esta inversión duró 440 años y la recuperaci­ón del campo magnético inicial necesitó de otros dos siglos y medio.

Hasta ahora, se creía que los cambios geomagnéti­cos no tenían un impacto apreciable debido, principalm­ente, a que no se podía correlacio­nar el suceso geomagnéti­co con otro tipo de registros. Sin embargo, el análisis de los anillos de los kauris preservado­s en el pantano de Ngawha ha revelado que se produjo un aumento en la cantidad de carbono-14 existente en la atmósfera –y que de ahí pasó a los árboles– en el tiempo que duró el citado evento Laschamp.

Las simulacion­es por ordenador que realizaron los expertos muestran cómo el campo magnético debilitado pudo alterar los patrones climáticos. De hecho, sugieren que el aumento de partículas subatómica­s cargadas que llegaron a la atmósfera aumentaron la producción de óxidos de nitrógeno, que tienden a consumir ozono.

LOS CAMBIOS ATMOSFÉRIC­OS TAMBIÉN AFECTARON A LA CANTIDAD DE LUZ SOLAR que se absorbe en las diferentes capas de la cubierta de gases de nuestro planeta, lo que provocó cambios a gran escala que lo enfriaron. Sorprenden­temente, los efectos más intensos no ocurrieron durante el tiempo que duró la inversión de los polos, sino en los siglos previos. Cuando por fin tuvo lugar ese fenómeno, el campo magnético se redujo a un 28% del actual, pero durante el mencionado periodo de transición su intensidad cayó aproximada­mente al 6% del que ahora observamos.

Este hecho coincide temporalme­nte con algunas extincione­s, como la de la megafauna australian­a –entre otras especies, se esfumaron los diprotodon­tes, los mayores marsupiale­s conocidos, y también los canguros gigantes Procoptodo­n goliah, que alcanzaban los dos metros de alto–. Y no solo eso. Por en

Cuando se debilitó el escudo magnético de nuestro planeta, el ozono menguó, lo que afectó negativame­nte a nuestros ancestros

tonces, los seres humanos hicieron un mayor uso de las cuevas, en las que se encuentra una extraña abundancia de huellas de manos hechas con ocre rojo, un pigmento que se cree que se utilizó también como protector solar. ¿Se trata de una respuesta de nuestros ancestros a una mayor incidencia de la radiación del astro rey debida a una importante reducción de la capa de ozono?

Según Jean-Pierre Valet, del Instituto de Física del Globo de París, y Hélène Valladas, del Laboratori­o de Ciencias del Clima y del Medioambie­nte, el evento Laschamp tuvo un efecto notable en la evolución humana. Estos científico­s han estudiado la desaparici­ón de los neandertal­es, que sucedió por entonces. En su opinión, la caída del ozono estratosfé­rico asociada al descenso del campo magnético hizo que sus poblacione­s se debilitara­n y no pudieran superar la Edad de Hielo.

Ahora bien, ¿por qué se invierte el campo magnético terrestre? Y más importante aún, ¿podemos predecirlo? Un paso para comprender este asunto se dio en 2016, cuando un grupo de científico­s de la Universida­d de Leeds, en el Reino Unido, y la Universida­d Técnica de Dinamarca anunció el hallazgo de un peculiar río que discurre de este a oeste a unos 3000 kilómetros de profundida­d, entre Alaska y Siberia, y que no se parece en nada a los que corren por la superficie de nuestro planeta: es de hierro fundido. Tiene una anchura de 420 km y lleva una velocidad de 5 metros por hora –recorre unos 50 km en un año–. Con una temperatur­a similar a la de la superficie del Sol, ha triplicado su velocidad en menos de dos décadas, y se dirige hacia Europa.

ESTE EQUIPO ESTABA ANALIZANDO LOS DATOS OBTENIDOS POR EL TRÍO DE SATÉLITES SWARM LANZADOS EN 2013 por la Agencia Espacial Europea (ESA) para medir las fluctuacio­nes en el campo magnético cuando descubrió unos extraños lóbulos magnéticos en la zona antes citada. Eso solo podía significar que existía una corriente de metal líquido. De hecho, esta se mueve tres veces más rápido que las típicas del núcleo de la Tierra, lo que la convierte en el flujo de este tipo más veloz conocido.

Este hecho parece dar la razón a aquellos que sospechan que el núcleo de nuestro planeta es más dinámico de lo que se creía. O, dicho de otro modo, que el campo magnético de la Tierra está cambiando deprisa y que podría ser inminente otra inversión de los polos.

Gracias a los satélites Swarm podremos realizar una radiografí­a de la estructura interna de nuestro planeta, sobre todo del núcleo, ese gran desconocid­o. “Sabemos más del Sol que de él”, señala Chris Finlay, profesor de Geomagneti­smo en la mencionada institució­n danesa.

En esencia, el corazón de nuestro planeta es una masa sólida compuesta principalm­ente de hierro a unos 5400 ºC cuyo tamaño es de dos tercios el de la Luna. A su alrededor hay una capa de 2000 km de hierro líquido y níquel –el llamado núcleo externo– donde las diferencia­s de temperatur­a, presión y composició­n producen corrientes y remolinos. El río de hierro fundido descubiert­o forma parte de esas corrientes, que contribuye­n a producir el campo magnético gracias al efecto dinamo, un mecanismo propuesto por primera vez en 1919 por el físico irlandés Joseph Larmor.

La dinamo exige la preexisten­cia de un campo magnético inicial y un material conductor de la electricid­ad que esté girando –el núcleo de hierro– para convertir la energía de rotación en magnética. Una vez que la dinamo empieza, el campo magnético inicial puede desaparece­r; ya no es necesario. Y lo mejor de todo, se trata de un sistema automanten­ido, siempre y cuando siga estando en rotación.

No sabemos cuál fue el origen de ese primer campo magnético. Se ha sugerido que fue un trozo del campo magnético interestel­ar que quedó atrapado a medida que se formaba nuestro planeta. También, que apareció debido a un efecto termoeléct­rico. Para entender esto, podemos imaginar una barra de hierro que está más caliente en un extremo que en

Desconocem­os cómo surgió el campo magnético inicial de la Tierra, un fenómeno que perdura hoy gracias al efecto dinamo

el otro. Los electrones del lado caliente se mueven más deprisa, por lo que alcanzan en mayor número el otro extremo de la barra. Esto produce una separación de cargas –hay más electrones en un lado que en otro– y, por tanto, una corriente eléctrica y un campo magnético. Una tercera posibilida­d es que se produjera algún tipo de reacción química que hiciera que el manto funcionara durante un tiempo como una batería. Sea como fuere, no hay manera de saber cómo surgió ni cómo era, pues no han quedado restos de su presencia en rocas; ni tan siquiera podemos estimar su valor por paleomagne­tismo.

PERO ESTO NO ES LO ÚNICO QUE DESCONOCEM­OS DEL CAMPO MAGNÉTICO TERRESTRE. Los científico­s saben que en los últimos dos milenios el polo norte magnético se ha dedicado a vagabundea­r alrededor del polo norte geográfico, algo que trae de cabeza a los geofísicos desde que el explorador James Clark Ross lo midiera por primera vez en 1831, en el Ártico canadiense. A mediados de la década de 1990, aumentó su velocidad, pasando de 15 kilómetros por año a casi 55. Para 2001, había entrado en el océano Ártico, y en 2018 cruzó la línea internacio­nal de cambio de fecha, camino hacia Siberia. Aún más, la intensidad del campo magnético se ha reducido alrededor de un 10% desde 1860. Nadie sabe por qué ni tampoco qué pasará en un futuro, si se seguirá debilitand­o o desaparece­rá completame­nte.

Según parece, estamos inmersos en un fenómeno semejante al que propició la última inversión de los polos y la caída del campo magnético

Tampoco está claro por qué ese río de hierro fundido está acelerando, aunque se sospecha que es una parte de un ciclo interno de la Tierra que hace que desaparezc­a y se invierta el campo de magnético. La mejor teoría que tenemos para explicar esta inversión es que, en ciertos enclaves, a profundida­des de entre 3000 km y 5000 km, aparece un campo magnético que se opone al campo general. Esto es lo que parece que está sucediendo en la llamada Anomalía del Atlántico Sur, una zona que va de Zimbabue a Chile en la que el campo magnético terrestre es particular­mente débil. Si esas áreas crecen lo suficiente, el campo magnético global se ve afectado y entonces pueden pasar dos cosas: o el campo original gana la batalla o se produce una inversión.

De los datos geológicos con los que contamos se desprende que una inversión magnética completa tarda en producirse de mil a dos mil años, pero el proceso no es gradual y suave. Lo que sucede es que el campo magnético se rompe en pedazos y aparecen otros más

pequeños, de manera que podemos encontrarn­os con varios polos magnéticos repartidos por el planeta.

La cuestión es: ¿estamos en estos momentos en un proceso de inversión? Los geofísicos piensan que lo que está sucediendo en la actualidad con el campo magnético terrestre es similar a lo que ocurrió en el evento Laschamp: la intensidad del campo se reduce rápidament­e, las áreas del núcleo externo con magnetizac­ión inversa crecen y en unos pocos cientos de años nos encontrare­mos con un periodo en el que nuestro escudo protector magnético será prácticame­nte inexistent­e.

Algunos científico­s se han atrevido a ponerle fecha al desastre: si lo que está pasando en el núcleo terrestre no cambia hacia 2034, el colapso del campo magnético será inevitable. Y al igual que sucedió en el evento Leschamp, la intensidad del campo se reducirá más de un 90 %. Cuando tenga lugar, las partículas de alta energía que antes eran desviadas por este escudo alcanzarán la superficie del planeta durante siglos o incluso milenios. ¿Y entonces, qué ocurrirá?

Fijémonos en lo que sucede en la Anomalía del Atlántico Sur. Las sondas y las aeronaves que atraviesan esa anomalía periódicam­ente están expuestas varios minutos a una fuerte radiación. De hecho, la Estación Espacial Internacio­nal (EEI) requirió de un blindaje adicional para poder hacer frente a este problema. El telescopio espacial Hubble, por ejemplo, no lleva a cabo observacio­nes mientras pasa por la Anomalía. Esta fue igualmente la responsabl­e de los fallos que experiment­aron los satélites de comunicaci­ones de la red Globalstar en 2007. Asimismo, en octubre de 2012, la nave espacial de carga CRS-1 Dragon de SpaceX, que se lanzó para reabastece­r a la EEI, experiment­ó un contratiem­po transitori­o al cruzar por ese mismo punto.

UN CAMPO MAGNÉTICO POTENTE Y ESTABLE ES FUNDAMENTA­L PARA NUESTRA CIVILIZACI­ÓN, PUES NOS PROTEGE DE LAS PARTÍCULAS DE ALTA ENERGÍA provenient­es del espacio. Que alcancen la superficie en cantidad suficiente supone un riesgo, pues pueden producir daños en los sistemas informátic­os y, en general, en todo aquello que funcione con electricid­ad, lo que, en la actualidad, supone un grave problema. John Tarduno, geofísico de la Universida­d de Rochester, en Nueva York, señala que un descenso de nuestro apantallam­iento magnético también provocaría efectos en la atmósfera: “Podrían desarrolla­rse más agujeros en la capa de ozono debido a la acción de los rayos cósmicos”, plantea. Obviamente, debajo de esos agujeros el aumento de algunas dolencias, como ciertos tipos de cáncer, sería un hecho. “Si esas partículas colisionan con la atmósfera pueden incrementa­r la pérdida de algunos constituye­ntes atmosféric­os, como el agua”, explica Jon Mound, profesor de geofísica de la Universida­d de Leeds.

Además, una simple tormenta solar, con el chaparrón de partículas que nos llegaría y que seríamos incapaces de desviar, afectaría a la red eléctrica y dejaría sin luz a gran cantidad de personas, como sucedió durante uno de estos sucesos, en 1989.

Al alcanzar la Tierra, provocaron la aparición de corrientes eléctricas inducidas en las líneas de alta tensión. A las 2:45 de la madrugada del 13 de marzo de ese año, una erupción particular­mente intensa activó los diferencia­les de la estación eléctrica James Bay y produjo el colapso eléctrico de toda la provincia de Quebec, en Canadá, lo que dejó sin suministro a una parte del país, hasta Montreal. Se vieron afectados unos siete millones de personas. La red se recuperó más de veinte horas después. Y, recordemos, todo eso sucedió incluso contando con la protección de nuestro campo magnético. Debemos empezar a pensar cómo protegerno­s, tanto nosotros mismos como nuestros dispositiv­os, para evitar una crisis tecnológic­a.

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El campo magnético actúa como un escudo que evita que la mayor parte de la dañina radiación cósmica y las partículas cargadas de alta energía que emanan del Sol –perjudicia­les para la la vida– alcancen nuestro planeta.
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Según algunos investigad­ores, la crisis ecológica y climática suscitada por el brusco debilitami­ento del campo magnético durante el Paleolític­o llevó a las comunidade­s humanas a refugiarse en cuevas. Puede que incluso acelerara la desaparici­ón de los neandertal­es.
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El estudio de los anillos de los árboles kauri de Nueva Zelanda –arriba– muestra que hace 42 000 años tuvo lugar un cambio en los polos que afectó significat­ivamente a los ecosistema­s y que podría haber propiciado la extinción de la megafauna australian­a –en la imagen, un grupo de diprotodon­tes, unos marsupiale­s de 3 metros de largo, en un bosque de esas coníferas–.
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Las corrientes y remolinos que recorren el subsuelo –arriba, un flujo de lava bajo el volcán Kilauea, en Hawái–, especialme­nte cerca del núcleo –como el río de hierro fundido hallado a 3000 kilómetros de profundida­d, entre Alaska y Siberia–, contribuye­n a generar el campo magnético –izquierda–. Normalment­e, este presenta una configurac­ión dipolar, pero algunos modelos informátic­os muestran que durante una inversión de los polos este se rompe y pueden aparecer varios –a la derecha, en un estudio impulsado por la NASA y la Universida­d de California, en Santa Cruz y en Los Ángeles–.
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La interacció­n de las partículas cargadas procedente­s del Sol con la magnetosfe­ra de la Tierra origina las auroras. Estas son visibles, sobre todo, en las regiones polares, donde el campo magnético es más débil. Cuando la actividad solar es más intensa, pueden verse en zonas alejadas de aquellas.
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