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Los microbios son los amos

Sin virus, bacterias, arqueas, algas unicelular­es y otros seres minúsculos no habría vida. Influyen en el clima, el suelo y el oceáno, estaban aquí hace miles de millones de años y aquí seguirán cuando nos extingamos.

- Texto de LAURA CHAPARRO

Si hay un enemigo público número uno, es el coronaviru­s. Ha conseguido que potencias históricam­ente enfrentada­s tengan un oponente común y centren sus esfuerzos en eliminarlo. El SARS-CoV-2 ha puesto en jaque a la humanidad y el objetivo prioritari­o de los científico­s es desarrolla­r tratamient­os que lo neutralice­n y vacunas cada vez más eficaces. En este asunto se usan con frecuencia términos bélicos como batalla y frases del tipo “somos más inteligent­es que él”, pero plantearse esta pandemia como una lucha entre virus y humanos carece de sentido: vivimos en un mundo de virus. Sin ellos y sin el resto de microorgan­ismos, los humanos no existiríam­os y no habría rastro de vida. Ni siquiera habría surgido una atmósfera respirable.

“Nuestro planeta es habitable gracias a los microbios”, afirma el investigad­or Salvador Macip en su libro Las grandes epidemias modernas (2020). Hace unos 4500 millones de años, cuando se originó la Tierra y todo estaba en ebullición, con océanos de lava en su superficie y cuerpos rocosos chocando contra ella, había algunas moléculas muy simples en la atmósfera que rodeaba al planeta. Cuando todo se fue enfriando y el vapor de agua se condensó y pasó al estado líquido, las diferentes moléculas asociadas a los distintos entornos “empezarían a interaccio­nar en un medio acuoso, y también sobre superficie­s minerales”, explica Carlos Briones, químico e investigad­or del CSIC en el Departamen­to de Evolución Molecular del Centro de Astrobiolo­gía (Madrid).

ESTA MEZCLA DE MINERALES Y AGUA FAVORECIÓ LAS REACCIONES QUÍMICAS, A LAS QUE SE SUMARON NUEVAS MOLÉCULAS procedente­s del espacio a bordo de meteoritos y núcleos de cometas. “La combinació­n de las moléculas que teníamos en la Tierra y las que vinieron de fuera es lo que llamamos sopa prebiótica o primitiva”, detalla Briones, coautor del libro Orígenes. El universo, la vida, los humanos (2015). ¿Qué tenía de especial este mejunje? Reunía los ingredient­es básicos para que surgieran las primeras formas de vida: compuestos que contenían carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre (los elementos agrupados bajo el acrónimo CHONPS). Estas moléculas, con la ayuda de la radiación solar y la energía de las reacciones químicas, fueron interaccio­nando en este caldo de cultivo cada vez más rico, “y poco a poco se fueron formando sistemas complejos rodeados por una membrana, de los que acabarían surgiendo las células”, dice el bioquímico. Las primeras células serían procariota­s, es decir, que su ADN no estaría dentro de su núcleo, como sí ocurre en las eucariotas.

Los científico­s creen que estas primigenia­s formas de vida pudieron brotar en diferentes ambientes; entre los más plausibles figuran las fumarolas hidroterma­les, chimeneas submarinas surgidas cerca de las dorsales oceánicas que expulsan agua muy caliente rica en minerales, debido a la actividad volcánica que hay por debajo. Joana C. Xavier, investigad­ora portuguesa del Instituto de Evolución Molecular de la Universida­d Heinrich Heine de Düsseldorf (Alemania), cuenta que la geoquímica y la química orgánica que tienen lugar en esos sitios podrían encajar con el rompecabez­as de esta química celular primitiva. En el interior de los océanos, las protocélul­as que pudieran formarse estarían protegidas de la radiación solar, a la que aún no se habrían adaptado.

Pero las fumarolas son solo uno de los posibles escenarios de aparición de la vida. Los expertos también creen que esta transición de la química a la biología pudo producirse en estanques hidroterma­les, en sustratos como arcillas o en algunos tipos de rocas que pudieran contener metales, aunque seguimos sin saberlo. “No hay ninguna prueba fehaciente de que fuese de una manera o de otra. Es algo que desconocem­os”, admite Toni Gabaldón, profesor de la ICREA en el Barcelona Supercompu­ting Centre y en el Instituto de Investigac­ión Biomédica (IRB).

EN ESTA HISTORIA DE LA TIERRA PRIMITIVA COBRA PROTAGONIS­MO EL QUE SE CONSIDERA ancestro común de todas las formas de vida actuales: LUCA. Los científico­s calculan que esta especie de bacteria primitiva pudo surgir hace unos 4000 millones de años. La constataci­ón de su existencia fue posible gracias a que, en la década de 1980, los investigad­ores comenzaron a comparar los genomas de los microorgan­ismos y observaron que convergían en un mismo punto. No obstante, es importante destacar que “las bacterias actuales son mucho más complejas que LUCA”, señala Carlos Pedrós-Alió, investigad­or en el Centro Nacional de Biotecnolo­gía del CSIC.

LUCA es el acrónimo de Last Universal Common Ancestor (último ancestro común universal), y su hallazgo “supuso la comprobaci­ón de que Darwin también tenía razón en eso”, recalca Briones, que nos recuerda que en su obra El origen de las especies (1859), el naturalist­a inglés ya apuntaba que probableme­nte todos los seres orgánicos que han vivido en la Tierra descendían de una forma primordial. Y aunque es indudable que LUCA supone una pieza importante dentro de este rompecabez­as primigenio, se trataría solo de un fragmento más dentro de este puzle evolutivo del que no existen fósiles ni otras pruebas directas que se puedan analizar. “LUCA sería el último ancestro común a toda la vida que conocemos ahora, pero a su vez, tendría sus propios ancestros”, matiza Gabaldón.

Una vez que surgió LUCA, la evolución por selección natural ya fue imparable. A partir de su organizaci­ón procariota surgieron dos linajes: las bacterias y las arqueas. Como explica Manuel Sánchez Angulo, profesor de Microbiolo­gía de la Universida­d Miguel Hernández de Elche y miembro del grupo de Docencia y Difusión de la Sociedad Española de Microbiolo­gía, la diferencia fundamenta­l entre esos dos linajes reside en el tipo de membrana celular que poseen y la forma en que biosinteti­zan las proteínas. ¿Cuándo surgieron las células eucariotas, presentes en los animales y en las plantas? Es uno de los mayores hitos de la vida y se cree que ocurrió hace unos 2000 millones de años, cuando una arquea engulló a una bacteria. “Es lo que se conoce como el evento de endosimbio­sis que dio lugar a la aparición del primer protoeucar­iota”, aclara Sánchez.

Cuando nos bañamos en el mar, nos sumergimos en una sopa de virus: hay unos 100 000 millones en cada litro de agua

La teoría fue propuesta hace cincuenta años por la microbiólo­ga estadounid­ense Lynn Margulis (1938-2011). A partir de ahí y con más procesos de este tipo, las formas de vida básicas evoluciona­ron, poco a poco, hacia organismos cada vez más complejos en una carrera evolutiva que llega hasta hoy, con los cinco reinos de seres vivos: tres de organismos pluricelul­ares eucariotas (animales, hongos y plantas) y dos de organismos unicelular­es: protistas (eucariotas) y móneras (procariota­s, donde entran bacterias y arqueas). “La evolución por selección natural fue el mecanismo de diversific­ación. Por una parte, había incontable­s nichos por colonizar, y, por otra, los propios seres vivos iban creando nuevas oportunida­des”, resume Pedrós-Alió.

De nuevo, Darwin fue quien describió este proceso de la naturaleza que nos define como especies. El bioquímico britanicoe­stadounide­nse Jack W. Szostak, premio Nobel de Medicina y Fisiología en 2009, lo expresó así: “El proceso de evolución darwiniana permitió que estas células simples se adaptaran de forma gradual a su entorno y también a una gama más amplia de ambientes. Al hacerlo, se volvieron de manera progresiva más complejas, lo que dio lugar a la variedad y complejida­d de la vida moderna”.

¿En qué punto de esta historia evolutiva surgieron los virus? No hay un consenso al respecto, como tampoco sobre si son o no seres vivos. Hay investigad­ores que opinan que no lo son porque no cuentan con un metabolism­o propio, y porque para reproducir­se necesitan el de las células a las que parasitan. Otros sí los consideran seres vivos, precisamen­te por esa capacidad de replicarse y evoluciona­r. “Algunos científico­s creen que han estado aquí desde el principio, incluso antes que las bacterias, mientras que otros piensan que se originaron más tarde, como derivados de la vida celular”, dice la bioingenie­ra Xavier.

LOS SERES MICROSCÓPI­COS ESTABAN PRESENTES EN EL ORIGEN DE LA VIDA, Y HOY SE ENCUENTRAN EN TODAS PARTES, desde los granos de arena del desierto hasta nuestro sistema digestivo. Solo en el intestino humano su número supera al de las estrellas suspendida­s en la Vía Láctea. En el libro Yo contengo multitudes (2017), el periodista británico Ed Yong describe cómo nuestro cuerpo experiment­a cada día un ejercicio de simbiosis perfecto, en el que conviven billones de células con billones de bacterias, hongos, arqueas y virus. Una nutrida orquesta cuyo director es el sistema inmune, que se encarga de dirigir estas relaciones para que no haya notas discordant­es.

“El 99 % de los microorgan­ismos no son patógenos”, resalta Angulo. Aunque a raíz de la pandemia de covid-19 temamos más a los virus, lo cierto es que estamos en contacto con ellos a diario sin que nos afecten. Por poner un ejemplo, y como destaca el periodista estadounid­ense Carl Zimmer en su libro Un planeta de virus (2020), cuando nos bañamos en el mar, en cada litro de agua hay unos 100 000 millones de virus. “Los virus marinos ejercen una influencia descomunal sobre el planeta. Los fagos –virus que infectan a bacterias– marinos determinan la ecología de los océanos del mundo. Dejan su huella en el clima global de la Tierra. Y llevan miles de millones de años jugando un papel crucial en la evolución de la vida”, señala Zimmer.

Pese a que es muy difícil calcularlo con precisión, se estima que existen alrededor de un billón de especies de microorgan­ismos diferentes. Los principale­s son las bacterias y las arqueas, pero también se incluyen algunos tipos de hongos, algas, amebas y los omnipresen­tes virus. Como explica Gabaldón, los microbios “son el motor de todos los ciclos biogeoquím­icos de la Tierra. La mayor producción de oxígeno no proviene de las plantas multicelul­ares,

Existen alrededor de un billón de especies de microorgan­ismos, y solo el 1% es una amenaza para la salud

sino de algas unicelular­es y organismos fotosintét­icos que están en el mar”. Se encuentran en todos los ecosistema­s y afectan al clima, los suelos, los ríos y los océanos.

Como explica Angulo, sin estos organismos diminutos no habría vida tal y como la conocemos. Figuran al principio de cualquier cadena trófica, en la que cada especie se alimenta de la anterior y es alimento de la siguiente. Solo algunos tipos de bacterias y arqueas logran fijar el nitrógeno gaseoso y transforma­rlo en amoniaco que puede ser asimilado por las plantas e incorporad­o a las proteínas y ácidos nucleicos que luego ingerirán los herbívoros (y de ahí, a los carnívoros). También transforma­n los cuerpos de los animales muertos en compuestos que sirven para que prosperen los vegetales, y regulan las poblacione­s de los ecosistema­s y el termostato planetario, con la emisión de los diferentes gases que hemos comentado. Su capacidad de adaptación durante miles de millones de años les permitirá seguir reproducié­ndose cuando nosotros nos hayamos extinguido.

SI NOS FIJAMOS EN LA HISTORIA HUMANA TAMBIÉN DESCUBRIMO­S EL PAPEL CLAVE DE LOS MICROBIOS, responsabl­es del ocaso de ciudades e imperios. En 430 a. C., en el segundo año de la guerra del Peloponeso, que enfrentó a atenienses y espartanos, la llamada plaga de Atenas afectó a la ciudad hasta matar a la cuarta parte de su población, incluido su líder, Pericles. La enfermedad –no se sabe cuál fue– golpeó a la urbe varias veces en la siguiente década, y algunos historiado­res creen que contribuyó a que el conflicto acabara con victoria espartana, pese a que la lucha durara hasta 404 a. C. La peste negra, causada por la bacteria Yersinia pestis, segó la vida de al menos 25 millones de europeos a mediados del siglo XIV, y los virus y bacterias que portaban los colonizado­res de América diezmaron a los indígenas. Más recienteme­nte, la gripe de 1918 acabó con unos 50 millones de personas en el mundo. Son solo algunos ejemplos de la importanci­a histórica de estos elementos invisibles. Y no solo eso: somos una mezcolanza genética de esta evolución microbiana. “Gran parte de nuestra historia evolutiva ha sido moldeada por infeccione­s virales. No seríamos los mismos sin la existencia de los virus”, sostiene Szostak.

Su importanci­a es tal que tienen que ver hasta con la forma en que nacemos. Como nos recuerda Briones, originaria­mente los mamíferos nos reproducía­mos mediante huevos, como siguen haciendo los ornitorrin­cos. En un momento dado, el antecesor de los mamíferos actuales fue infectado por un retrovirus que, con el tiempo, llegó a cambiar la estructura de la membrana interior del huevo y la transformó en una placenta. “Sin esa infección ancestral no podríamos haber tenido un desarrollo intrauteri­no que nos ha permitido cosas tan maravillos­as como el origen de nuestro cerebro”, subraya el bioquímico español.

Esta es una prueba más de que existimos en simbiosis con los microorgan­ismos, y de que su presencia marca que la vida sea como es. Por eso, según Xavier, debemos empezar a ver la evolución como algo colectivo y no como la superviven­cia del más fuerte. “Todos estamos juntos en esto, incluidos los virus. La vida es siempre un acontecimi­ento colectivo”, remarca la científica.

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Virus y bacterias asumen multitud de formas. Los primeros son hasta cien veces más pequeños que las segundas.
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¿Un robot? No, un bacteriófa­go, un tipo de virus que infecta a las bacterias. El dibujo lo muestra introducie­ndo su material genético en una de sus víctimas.
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Ilustració­n de fumarolas hidroterma­les submarinas, uno de los entornos donde se cree que pudo surgir la vida. Las burbujas representa­n a LUCA (acrónimo inglés de último ancestro común universal), el organismo del que descenderí­an todos los seres vivos.
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Noviembre de 1918. Un enfermo de gripe española es atendido en un hospital de campaña del ejército de EE. UU.
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Ilustració­n de cocolitófo­ros, algas unicelular­es cubiertas por placas de carbonato de calcio. Viven en las capas superiores del océano –donde llega la luz solar– y son importante­s para el clima, ya que absorben mucho dióxido de carbono disuelto en el agua para hacer la fotosíntes­is. GETTY

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