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NAPOLEÓN, DÉSPOTA ILUSTRADO Y GENIO MILITAR

- Texto de VICENTE FERNÁNDEZ DE BOBADILLA

El 5 de mayo se cumplen dos siglos de la muerte del emperador francés Napoleón Bonaparte. Déspota ilustrado para algunos, tirano para otros, es considerad­o como uno de los grandes genios militares de la historia y una figura clave en la formación de la Europa contemporá­nea.

La frase que quizá mejor define a Napoleón Bonaparte la dijo José Ortega y Gasset en 1914 y no se refería al emperador francés sino al ser humano en general: “Yo soy yo y mi circunstan­cia”. Cuando se cumplen dos siglos de la muerte del hombre que tuvo Europa en sus manos, un repaso a su vida deja claro hasta qué punto las circunstan­cias influyeron en su camino hacia la cumbre. Nacido en otro entorno y en otro momento, aunque solo hubiera sido con escasos años de diferencia, no habría llegado a ser quien fue. Sabemos mucho de él, empezando por su nombre, que ya era poco común en su época y que casi nadie ha llevado desde entonces, pero ¿de dónde salió y cómo pudo acumular antes de cumplir los cuarenta tal cantidad de poder?

Parte de la respuesta está en algunos rasgos de su personalid­ad. Era ambicioso, sin duda, aunque tardó años en perder los límites. También despiadado, si bien no mucho más que otros líderes de la época. Los cientos de miles de franceses muertos a sus órdenes no disminuyer­on la fidelidad ciega de sus tropas. Nunca se le vio más a gusto que en el campo de batalla y sorprende el descaro con que muchos soldados se atrevían a dirigirse a él y las pullas con las que les contestaba, en contraste con su frialdad en los actos oficiales. Tenía una memoria prodigiosa y una capacidad de trabajo sobrehuman­a, acentuada por sus hábitos de sueño –podía dormir apenas una hora y despertar totalmente descansado–, y un trato que podía ser cálido y afectuoso o dispararse en ataques de cólera. Sobre todo, fue un gran oportunist­a, aunque no le faltó a quien salir.

Napoleón nació en 1769 en Córcega, isla que cambió con frecuencia a la fuerza de manos y de dueños. Eso no le preocupaba en exceso al comerciant­e Carlo Bonaparte, su padre y el de otros doce hijos de los que sobrevivir­ían ocho, quien, tras apoyar al líder independen­tista Pasquale Paoli, no dudó en pasarse al bando francés tras la ocupación gala de la isla. De hecho el nuevo gobernador, el conde de Marbeuf, apadrinó al pequeño Napoleón en su bautizo, en julio de 1771. El cambio de casaca proporcion­ó a Carlo, además de influencia y subsidios, una pátina aristocrát­ica suficiente como para apuntarse al fondo de los élèves du roi creado por Luis XVI, con el cual el Estado pagaba la educación de las familias con nobleza pero sin posibles. Napoleón no era el mayor, sino Giuseppe, el futuro Pepe Botella que reinaría en España, pero como le bautizaron antes, fue considerad­o como tal según las costumbres corsas y por ello enviado a la escuela militar de Brienne, mientras que su hermano entraba en el seminario de Autun. Un simple cambio en el orden de los bautizos alteró durante décadas el rumbo de Europa.

Ya en la escuela tuvo que librar sus primeras batallas. Era un desplazado por partida doble: no se le podía considerar ente

ramente francés y hablaba el idioma mal y con un fuerte acento corso; además, estaba socialment­e por debajo de los otros alumnos. Tuvo frecuentes peleas al tiempo que desarrolla­ba una tendencia al aislamient­o y a refugiarse en la lectura. A la hora de elegir cuerpo se decidió por la artillería, uno de los dos –el otro era la marina– donde se podía ascender por méritos propios más que por los privilegio­s familiares. De aquellos años sacó un gusto por los clásicos –nunca viajaba sin su biblioteca de campaña– y un gran talento para todo lo relacionad­o con las matemática­s, que en artilleros era muy útil.

LA REPENTINA MUERTE DE SU PADRE EN 1785, CON SOLO 39 AÑOS, supuso un brusco giro de timón. Tuvo que graduarse antes de tiempo para ayudar a su familia con su paga de oficial y en los años siguientes solicitó repetidos permisos “por enfermedad” para trasladars­e a Córcega e intentar echar una mano en las maltrechas finanzas bonapartia­nas. Pero también dedicó ese tiempo a apoyar a Paoli y a pensar en unirse al ejército corso, hasta que se estableció definitiva­mente en Francia en 1792. Eran tiempos convulsos, en plena revolución y con guerras contra Austria e Inglaterra ya en marcha o inminentes, pero

le vinieron bien. La República tenía tal necesidad de oficiales que estaba dispuesta a conceder ascensos rápidos y pasar por alto lealtades dudosas y prolongada­s ausencias sin justificar. El 10 de julio de 1792 fue ascendido a capitán, con solo veintidós años. En uno de sus escritos posteriore­s recordaría: “Comprendí que el inicio de la Revolución era una buena época para un joven emprendedo­r”. Tenía razón. Una de sus primeras misiones fue el asedio de la ciudad de Toulon, que estaba a punto de rendirse a los ingleses. Su papel al recomponer una unidad desorienta­da y desmoraliz­ada no solo fue relevante para el éxito de la misión, sino que demostró su valía sobre el terreno. Fue recompensa­do con una promoción vertiginos­a y ascendido a general de brigada. Era 1793, Napoleón tenía 24 años y llevaba 99 meses de servicio, 58 de los cuales había estado de permiso. Como enumera su biógrafo Andrew Roberts, “había pasado cinco años y medio como subtenient­e, un año como teniente, dieciséis meses como capitán, solo tres meses como mayor y nada de tiempo como coronel”.

PUEDE CONSIDERAR­SE TOULON COMO EL INICIO DEL MITO DE NAPOLEÓN O, MÁS EXACTAMENT­E, como el momento en que Napoleón empezó a elaborar su propio mito. A su pasión por la lectura se unía otra mayor por la escritura: dejó 33 000 cartas de su puño y letra –escribió muchas más, algunas de las cuales destruyó–, sesenta ensayos, novelas cortas, piezas filosófica­s, tratados y panfletos. Tenía buena pluma. La prosa de sus informes militares los convertía en una lectura fascinante. Napoleón era consciente y se aseguraba de que su número de lectores fuera lo más alto posible. También manipulaba cifras y datos, costumbre que empezó en Toulon y continuó toda su vida a base de reducir las bajas propias y aumentar las del enemigo. Conocedor de la lentitud de las comunicaci­ones en la época, esta estrategia le permitió convertir en triunfo la campaña de Egipto (1798-99). Tras sufrir su primera gran derrota en San Juan de Acre, informó al Directorio de que no había tomado la ciudad porque estaba infestada de peste bubónica –lo que era falso–, calló que había perdido más de una tercera parte de sus tropas y exageró la victoria en la batalla final –y menos importante– de Aboukir. Estas noticias eclipsaron las anteriores y regresó a Francia aclamado por las multitudes.

Años atrás, había masacrado a ese mismo pueblo que ahora le vitoreaba. En 1795 las calles de París se llenaron de protestas contra el modelo de gobierno aprobado por la nueva constituci­ón y Napoleón se encargó de reprimirla­s disparando metralla contra los insurrecto­s –algo que jamás había ocurrido en la historia de Francia–, entre los que causó más de 300 bajas. Por su eficacia fue nombrado general de División y comandante del Ejército del Interior. Comenzó su proyección internacio­nal en batallas que él no había emprendido –eso vendría des

A los 24 años y tras haber cumplido solamente 99 meses de servicio en el ejército, fue ascendido a general de brigada

pués– pero que supo terminar. En Italia arengó a un ejército sin moral ni medios con la promesa de que todo lo que necesitaba­n les esperaba en las tierras por conquistar. También enseñó a aquellos 63 000 hombres a moverse con rapidez, otra de sus grandes bazas de combate. Tomó Milán, cruzó el Tirol y consiguió un triunfo resonante contra Austria en la batalla de Lodi (Baviera). Ya no solo era famoso en Francia sino en Alemania e Inglaterra y ya entonces empezaba a pensar que su futuro estaba mucho más allá de los límites de la carrera militar. Cada vez se independiz­aba más del Directorio y usaba la excusa de la lentitud en los correos para tomar decisiones por su cuenta.

Al regreso a Francia tras la campaña de Egipto se topó con un Gobierno débil e inmerso en otra guerra contra la Segunda Coalición –Rusia, Inglaterra, Austria, el Imperio otomano, Nápoles y Portugal–, y con un pueblo que lo veía cada vez más como el salvador de la República. Un mes después, el 9 de noviembre de 1799, encabezó el golpe de Brumario y sustituyó el Directorio por el Consulado, formado por EmmanuelJo­seph Sieyès, Roger Ducos y Napoleón como primer cónsul.

ERA SIN DUDA EL HOMBRE MÁS PODEROSO DE FRANCIA, PERO ¿CÓMO PASÓ DE AHÍ A INSTITUIR UN IMPERIO? CUESTA CREERLO, pero no fue enterament­e idea suya. Había cada vez más dirigentes partidario­s de restituir la monarquía, pero sin los Borbones. El creciente poder de Bonaparte como primer cónsul y sus nuevas victorias ya le asemejaban a un rey sin corona. La cuestión se planteó por primera vez en una reunión del Consejo de Estado en 1804, pero Napoleón pidió estar ausente de las deliberaci­ones. La figura del emperador salió de allí, pues a diferencia de la corona, como dijo su biógrafo Philip Dwyer, “un imperio no es algo que se hereda, sino que se gana”.

Los años del Consulado habían traído al país lo más cercano a la

Militar por encima de todo, Napoleón asoció su permanenci­a en el poder con el logro de nuevos éxitos bélicos

tranquilid­ad que había vivido en tiempos y el Imperio fue refrendado por un plebiscito en el cual el ministro del Interior, Lucien, hermano de Napoleón, manipuló los votos. Apenas se tomaron represalia­s –si bien se reprimió con dureza a los rebeldes realistas que quedaban y ejecutaron a más de dos mil– y una nueva guerra contra la coalición Inglaterra-Austria se saldó con la victoria francesa.

PARÍS SE CONVIRTIÓ EN LA CAPITAL DE MODA Y RECIBÍA VIAJEROS DE TODA EUROPA QUE QUERÍAN CONOCER LAS ÚLTIMAS TENDENCIAS y visitar el Museo del Louvre, alimentado con las obras de arte que las tropas napoleónic­as habían ido rapiñando durante años. “Bonaparte se convirtió al mismo tiempo en el general victorioso, el líder providenci­al, el salvador de la Revolución y el hombre de paz”, cuenta Dwyer. Casó a todos sus hermanos con las casas reinantes de Europa en busca de alianzas que fortalecie­ran su dinastía. Solo una mancha emborronab­a este esplendor: militar antes que ninguna otra cosa, asoció su permanenci­a en el poder con la obtención de nuevos éxitos bélicos. Napoleón fue proclamado emperador en una ceremonia fas

tuosa celebrada en Notre Dame el 28 de mayo de 1804 y su Corte se convirtió en la mayor de Europa: ocupaba 39 palacios, con 2700 oficiales y más de cien chambelane­s. Las guerras volvieron. Obtuvo uno de sus mayores triunfos en Austerlitz (Austria), pese a que poco antes la marina francesa, junto con la española, había sufrido una derrota aplastante ante los ingleses en Trafalgar. España, país que conquistó sin violencia gracias a un pacto con Godoy mientras en teoría iba camino de Lisboa, se convertirí­a según confesión propia en una úlcera en los años siguientes, con la resistenci­a despiadada de las guerrillas. También comenzaron los enfrentami­entos abiertos con Rusia. En 1806 sufrió su primera gran derrota en la batalla de Eylau, y su Gobierno, exhausto, le instó a firmar la paz.

EUROPA QUEDÓ DIVIDIDA ENTRE FRANCIA Y RUSIA, ENTRE NAPOLEÓN Y EL ZAR ALEJANDRO. Por otra parte, sus relaciones con los Estados Pontificio­s empeoraban, hasta el punto de que Pío VII, el mismo papa que había estado presente en su coronación como emperador, le excomulgó en 1808. La respuesta de Napoleón fue arrestarlo y confinarlo en Savona. Nunca había sido religioso y no se dio cuenta de que la excomunión lo convirtió en enemigo mortal de los países católicos.

Poco a poco, perdía los apoyos que hubieran podido sostenerle ante un eventual revés, y este llegó con la monumental segunda campaña contra Rusia. Las cosas habían cambiado mucho en los últimos años. La buena sintonía con el zar Alejandro se había esfumado hasta el punto de que este, en una carta a su hermana Catalina, llamaba a Napoleón “criatura infernal, maldición de la raza humana”. También cambió el tamaño de los ejércitos: Napoleón reunió a 600000 hombres, “la fuerza invasora más extensa en la historia de la humanidad hasta ese momento”, pero eso mermaba su velocidad de desplazami­ento. Con todo, su máximo error fue proseguir hasta Moscú espoleado por las victorias iniciales, en lugar de atrinchera­rse

En 1814 abdicó y se retiró a la isla de Elba, pero a los once meses volvió a Francia, donde muchos le siguieron hasta su derrota final

en Smolensk hasta la primavera. Cuando entró en la ciudad el 15 de septiembre de 1812, descubrió que los rusos la habían abandonado y se habían llevado o destruido todo lo que podía ser aprovechad­o. Prendieron fuego a su propia ciudad, con graves daños. Los franceses tuvieron que irse a los pocos días y en la retirada hasta Smolensk, la Grande Armee fue diezmada por el hambre y temperatur­as de 30 grados bajo cero. La campaña de Rusia costó a Napoleón 524000 hombres y le dejó más vulnerable que nunca. Pronto se formó la Sexta Coalición contra él, integrada por Rusia, Prusia y Austria. Sus esfuerzos por reconstrui­r su ejército gravaron más la ya maltrecha economía de Francia. El 19 de octubre de 1813 fue derrotado en Leipzig, donde lucharon medio millón de soldados. El 31 de marzo de 1814, París era invadida.

ERA EL FINAL, O LO PARECÍA. EL 5 DE ABRIL NAPOLEÓN FIRMÓ SU ABDICACIÓN A CAMBIO DE la soberanía vitalicia sobre la isla de Elba, situada en el Mediterrán­eo, entre Córcega y las costas de Toscana. Muchos de sus afiliados le habían traicionad­o, Maria Luisa, su segunda mujer le abandonó y no volvería a verla, ni a ella ni a su hijo. La paz llegaría definitiva­mente con la firma del Tratado de Fontainebl­eau el 11 de abril de 1814. Mientras los Borbones regresaban al trono en la figura de Luis XVIII, Napoleón se dedicó a gobernar Elba y a recibir a dignatario­s de varios países, incluida Inglaterra. Se le veía contento y relajado. Algunos pensaron que se había resignado a su retiro, pero otros no se fiaban e hicieron bien.

A LOS ONCE MESES REGRESÓ A FRANCIA CON FACILIDAD PASMOSA, O QUIZÁ NO TANTO. La mayor parte del ejército aún le era fiel y estaba furioso por la reducción de pagas impuesta por el nuevo rey, quien había firmado acuerdos de paz que le suponían perder los países conquistad­os en los últimos años, y la economía seguía cayendo. El 26 de febrero de 1815, Napoleón abandonó Elba con 1142 hombres y dos cañones ligeros. Llegó a París tras haber difundido dos proclamas, una para el pueblo y otra para el ejército. En su camino, las tropas se unían a él y los pueblos le abrían las puertas. Como colofón a un reinado breve e inmerecido, Luis XVIII huyó a Bélgica. El 20 de marzo de 1815 Napoleón entraba en las Tullerías. Un día después reconstruy­ó su gobierno y se dedicó a reforzar el ejército a toda prisa, ya que sabía que las demás potencias reunidas en el Congreso de Viena no consentirí­an su regreso. En efecto, el 25 de marzo se constituyó la Séptima Coalición.

Y el 18 de junio llegó Waterloo, batalla que supuso la derrota definitiva. Fue el último intento de un Napoleón gordo y cansado que cometió errores. Los historiado­res han señalado la división y la falta de coordinaci­ón de sus tropas, que ignoró los informes de los servicios de inteligenc­ia y que libró la lucha en el terreno elegido por el enemigo. Pero incluso una victoria solo habría retrasado lo que ya era inevitable. Porque no se enfrentaba tanto a una coalición de enemigos como a la concepción de la Europa moderna que se estaba pergeñando en Viena y en la que su figura no tenía cabida.

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Napoleón muestra el momento en que el emperador francés corona a su mujer, Josefina, ante el papa Pío VII en la catedral de Notre Dame de París.
El cuadro de Jacques-Louis David La consagraci­ón de Napoleón muestra el momento en que el emperador francés corona a su mujer, Josefina, ante el papa Pío VII en la catedral de Notre Dame de París.
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La batalla de Austerlitz, también conocida como la batalla de los Tres Emperadore­s, enfrentó el 2 de diciembre de 1805 al ejército francés contra las tropas de la coalición ruso-austriaca. Fue una de las mayores victorias de Napoleón.
 ??  ?? Un Napoleón de 33 años en su época de primer cónsul, retratado por Antoine-Jean Gros en 1802. El 2 de agosto de ese año fue nombrado cónsul vitalicio.
Un Napoleón de 33 años en su época de primer cónsul, retratado por Antoine-Jean Gros en 1802. El 2 de agosto de ese año fue nombrado cónsul vitalicio.
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 ??  ?? Napoleón se retira de Moscú con sus tropas en 1812. La campaña de Rusia fue un desastre para el emperador francés, que no pudo con el General Invierno.
ALAMY
Napoleón se retira de Moscú con sus tropas en 1812. La campaña de Rusia fue un desastre para el emperador francés, que no pudo con el General Invierno. ALAMY
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 ??  ?? En los últimos tiempos, la napoleonma­nía ha crecido como la espuma y todo lo relacionad­o con el emperador adquiere valor icónico. A la derecha, uno de sus célebres gorros bicornios subastado en Christie’s de Londres en 2005 por más de un millón de euros. Abajo, recreación de la batalla de Wavre de 1815, dos siglos después, en 2015.
En los últimos tiempos, la napoleonma­nía ha crecido como la espuma y todo lo relacionad­o con el emperador adquiere valor icónico. A la derecha, uno de sus célebres gorros bicornios subastado en Christie’s de Londres en 2005 por más de un millón de euros. Abajo, recreación de la batalla de Wavre de 1815, dos siglos después, en 2015.
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