Terapias con fagos tras el telón de acero
En 1917, el científico franco-canadiense Félix d’Hérelle observó la destrucción de colonias bacterianas de laboratorio y la atribuyó a unas partículas a las que llamó bacteriófagos (comedores de bacterias). Empezó a usarlos en sus experimentos como herramienta antibacteriana, pero su trabajo se olvidó con la llegada de los antibióticos tras la Segunda Guerra Mundial. No fue así al otro lado del telón de acero. “Los antibióticos suponían el beneficio a corto plazo, y Europa Occidental abandonó la terapia con fagos”, dice la bióloga Meritxell García Quintanilla. La escasez de antibióticos en la antigua Unión Soviética –sobre todo de penicilina– sustentó el uso médico de los virus, de una forma empírica, sin grandes estudios clínicos.
La ciencia se politizó en la Guerra Fría, y Occidente despreció las terapias fágicas, pese a su eficacia probada: el microbiólogo georgiano George Eliava había conocido a D’Hérelle en París; en 1923, inspirado por su colega, fundó en Tibilisi (capital de la República Soviética de Georgia) un centro de estudio de los fagos. Eliava, acusado de espionaje durante las purgas de Stalin, fue ejecutado en 1937. Pese a ello, el Ejército rojo usó la fagoterapia con sus soldados cuando invadió Finlandia en 1939. En 1974, la figura del investigador fue rehabilitada: hoy, el Instituto George Eliava de Bacteriófagos, Microbiología y Virología sigue activo.