LAS LEYES OCULTAS DEL HAMBRE... Y CÓMO HACER QUE TRABAJEN PARA TI
No tenemos un solo apetito, sino cinco distintos enfocados a nutrientes específicos. Escúchalos y te será fácil comer solo lo que necesitas para llevar una vida saludable.
Stella vivía en los alrededores de Ciudad del Cabo (Sudáfrica), en un hermoso entorno a los pies de la Table Mountain (la montaña de la Mesa), rodeado de viñedos, árboles, brezales y asentamientos dispersos. En 2010, Caley Johnson, una estudiante de Antropología en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (EE. UU.), viajó allí para estudiar cómo se alimentaba Stella. Durante treinta días seguidos, la siguió, y registró qué y cuánto comía. Observó que su dieta era muy diversa: en ese periodo tomó casi noventa alimentos diferentes. No parecía fijarse demasiado en lo que consumía. De hecho, la proporción de grasas o carbohidratos variaba mucho de un día a otro. Pero cuando Johnson analizó los números, advirtió algo interesante. Al comparar la cantidad de calorías diarias ingeridas procedentes de los carbohidratos y las grasas con las que aportaban las proteínas, vio que la suma de las primeras cuadruplicaba a las segundas. Era así todos los días, al margen de lo que comiera Stella. Y esta proporción se acercaba a la ideal para una hembra del tamaño de nuestra protagonista: lejos de ser indiscriminada, su alimentación era muy saludable.
¿Cómo calibraba Stella su dieta con tal precisión? Hacerlo es difícil, y hasta los nutricionistas utilizan software para lograrlo. Pero Stella no tuvo acceso a un ordenador, porque era una hembra de papión negro (Papio ursinus), un primate del África meridional. El estudio de Stella es solo uno de los muchos en los que hemos colaborado en los últimos treinta años, que han dado su fruto: creemos haber descubierto algo muy importante sobre la nutrición humana, que cambia la forma en la que entendemos el apetito, explica la epidemia de obesidad y sugiere cómo solucionarla. Nuestro viaje empezó en 1991, cuando éramos colegas en la Universidad de Oxford. Nos propusimos responder a dos preguntas: ¿cómo eligen los animales qué comer? y ¿qué pasa si no siguen una dieta sana? Para averiguarlo, diseñamos un gran experimento con unos insectos muy voraces: las langostas.
PUSIMOS DOSCIENTOS EJEMPLARES JÓVENES EN CAJAS DE PLÁSTICO INDIVIDUALES Y PREPARAMOS VEINTICINCO ALIMENTOS DISTINTOS
que contenían diversas proporciones de proteínas y carbohidratos, los principales nutrientes de los insectos. Las comidas iban de las ricas en proteínas y bajas en carbohidratos a justo lo contrario, incluidos todos los estados intermedios. Cada langosta se alimentó con solo una de las veinticinco formulaciones, en cantidades ilimitadas, hasta que alcanzaba la edad adulta y mudaba su exoesqueleto. Según el animal, el proceso llevó un mínimo de nueve días y un máximo de tres semanas. Registramos meticulosamente cuánto consumía cada langosta a diario, además de su peso y cuánta grasa y tejido magro había acumulado.
Una vez que todas las langostas llegaron a adultas o murieron, intentamos averiguar qué dieta se aproximaba más a la ideal. Para ello, identificamos la mezcla de proteínas y carbohidratos más favorable al crecimiento y supervivencia de los insectos: era la que incluía aproximadamente 300 miligramos de carbohidratos y 210 miligramos de proteínas al día. Después analizamos qué había comido cada langosta. Su alimentación se restringía a lo que les dábamos, pero nos llevamos una sorpresa: todas lograban acercarse a la cantidad ideal de proteínas, incluso si eso implicaba que se quedaran muy lejos del nivel apropiado de carbohidratos.
Las langostas con una dieta baja en proteínas se excedían con los carbohidratos, y consumían más del doble de la cantidad que fijamos como saludable. Y pagaron un precio por ello: tardaron mucho más en llegar a la edad adulta y engordaron (es difícil saber si las langostas están gordas, debido a su exoesqueleto, pero cuando ganan peso son como rechonchos caballeros medievales embutidos en una armadura que les queda pequeña). Por contra, los insectos con una dieta rica en proteínas ingerían muy pocos carbohidratos y eran flacos y poco saludables. Se reducían sus probabilidades de llegar a adultos, y los que lo hicieron no tenían la suficiente grasa corporal para sobrevivir en la naturaleza.
EL EXPERIMENTO DOCUMENTÓ POR PRIMERA VEZ LA PUGNA ENTRE DOS NUTRIENTES:
proteínas y carbohidratos. Cuando las langostas no podían llevar una dieta equilibrada, priorizaban las primeras sobre los segundos, pero eso perjudicaba su crecimiento y supervivencia. Lo que veíamos no era tanto una competencia entre nutrientes como una disputa entre dos apetitos: uno por las proteínas y el otro por los carbohidratos. Los insectos tenían dos apetitos distintos. Hasta ese momento, el apetito se había visto siempre como una entidad única, un poderoso impulso que obliga a los animales (nosotros incluidos) a comer hasta hartarse. Este fue el primer indicio de que las cosas eran más complejas. Nuestro siguiente paso consistió en averiguar si los dos apetitos (el de los carbohidratos y el de las proteínas) podían combinarse para que las langostas comieran equilibradamente. Así que hicimos otro experimento en el que ca
Cuando no podemos ingerir las suficientes proteínas, tendemos a pasarnos con las grasas y los carbohidratos
da una tenía acceso ilimitado a dos formulaciones que diferían en su contenido de proteínas y carbohidratos. Al margen de los alimentos puestos a su alcance, los insectos ingerían exactamente lo que necesitaban para lograr el equilibrio entre esos dos tipos de nutrientes.
Esto demostró que cuando las langostas tienen una amplia variedad de comida a su disposición, sus dos apetitos colaboran para que lleven la mejor dieta. Pero cuando se les da una alimentación desequilibrada, como en nuestro primer experimento, el apetito por las proteínas siempre se impone a las ganas de ingerir carbohidratos. Eso sugería que es más importante calibrar con cuidado la cantidad de proteínas que se toman que la de carbohidratos. Más tarde aprendimos por qué. Un animal que toma pocas proteínas no puede crecer ni reproducirse; si se excede con ellas, su envejecimiento se acelera.
Nuestras investigaciones suscitaron otra pregunta: habíamos encontrado dos apetitos distintos en las langostas, pero ¿pasaba lo mismo con otros seres vivos? Averiguarlo fue el propósito que guio nuestro trabajo con Stella y muchos otros similares que han demostrado que el equilibrio de nutrientes controlado por el apetito es común en la naturaleza. Se ha documentado en formas de vida tan diversas como mohos, cucarachas, arañas, gatos, perros, visones y primates no humanos. Algunas especies no tienen dos apetitos, sino cinco: tres por los principales macronutrientes (proteínas, carbohidratos y grasas) y dos por micronutrientes específicos: sodio y calcio. Siempre que pueden, equilibran su ingesta con precisión.
LÓGICAMENTE, ESTO NOS LLEVÓ A LA SIGUIENTE CUESTIÓN, LA MÁS RELEVANTE: ¿LAS PERSONAS TAMBIÉN TIENEN VARIOS APETITOS?
Responderla no iba a ser sencillo. La ciencia de la nutrición humana afronta siempre la dificultad de obtener datos precisos sobre lo que come la gente. La mayoría de las investigaciones se basan en la información que proporcionan los sujetos estudiados, pero pocos tienen la memoria y la disciplina que requiere llevar un registro minucioso de su alimentación.
En este caso, lo ideal desde un punto de vista científico sería tratar a los humanos como a las langostas: mantenerlos aislados y darles alimentos con la cantidad y composición justa. Esto no anima a la gente a presentarse en masa a nuestros experimentos, así que buscamos soluciones. Por suerte, uno de nuestros estudiantes tenía acceso a un chalé aislado en los Alpes suizos, alejado de tiendas o restaurantes. Reclutó a un grupo de diez amigos y familiares y los llevó allí para que pasaran una semana como langostas humanas. Durante las dos primeras jornadas, los invitados eligieron lo que deseaban de un bufé muy variado. Se pesó todo lo que comieron y se registró su ingesta de calorías, proteínas, carbohidratos y grasas (la cafeína, el alcohol y el chocolate no estaban disponibles). En el tercer y cuarto día los voluntarios se dividieron en dos grupos: uno disponía de un bufé rico en proteínas; y el otro, de uno con pocas proteínas y muchos carbohidratos y grasas. En los dos últimos días todos retomaron la dieta inicial.
En la fase 1 del experimento, nuestras langostas humanas obtuvieron de las proteínas el 18% de las calorías diarias que ingerían, un dato que concuerda con los estudios que demuestran que esa cifra debe estar entre el 15 % y el 20 % para cubrir nuestras necesidades. En la fase 2, todos mantuvieron su nivel de ingesta de proteínas. Pero, para hacerlo, los que seguían la dieta baja en proteínas debían consumir un 35% más de calorías totales, mientras que los que seguían la dieta alta en proteínas consumían un 38% menos de calorías. Nuestros voluntarios respondieron como langostas, dominados por su apetito por las proteínas, que determinaba su consumo total de alimentos.
La necesidad de cinco nutrientes básicos guía nuestra hambre: grasas, proteínas, carbohidratos, sodio y calcio
Hicimos en Australia y Jamaica dos versiones del experimento más complejas y con más participantes, con igual resultado: las personas con una dieta baja en proteínas acaban ingiriendo más calorías que las que toman las necesarias. La explicación radica en que los humanos también tenemos más de un apetito. De hecho, poseemos los cinco que nuestros anteriores estudios encontraron en otros animales: buscamos proteínas, carbohidratos, grasas, sodio y calcio. Es un error pensar en el apetito como un deseo de comer monolítico y sin matices. Necesitamos seguir distintos apetitos para llevar una dieta equilibrada.
Los cinco apetitos señalados son un fruto de la evolución. Los hemos desarrollado porque necesitamos ciertos nutrientes en cantidades concretas, y porque no era sostenible andar buscando todo tipo de nutrientes constantemente: conseguirlos no resultaba fácil y consumía demasiados recursos del organismo, con el consiguiente peligro para su supervivencia y reproducción. ¿Y qué pasa con las vitaminas y otros compuestos esenciales? Probablemente no desarrollamos un deseo específico por ellos porque nuestras dietas naturales ya los contienen en abundancia. Si comemos lo suficiente de los cinco grupos antes señalados los obtenemos automáticamente.
NUESTROS HALLAZGOS SOBRE LA FORMA EN LA QUE INTERACTÚAN LOS APETITOS POR LOS DISTINTOS NUTRIENTES NOS DIERON CONFIANZA
para presentar otra hipótesis: en un entorno alimentario pobre en proteínas, pero rico en energía, las personas se excederán en el consumo de carbohidratos y grasas a la vez que se esforzarán por alcanzar las suficientes proteínas. De ser cierto, las implicaciones serían enormes. A muchos les sorprenderá saber que en los países desarrollados consumimos cada vez más alimentos ricos en energía y menos proteínas. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), entre 1961 y 2000, la proporción de proteínas en la dieta media de un estadounidense cayó del 14 % al 12,5 %: el resto son grasas y carbohidratos. Dado ese cambio, la única forma de mantener el objetivo ideal de la ingesta de proteínas es aumentar el consumo de calorías en un 13 %, más que suficiente para crear una epidemia de obesidad, muy notable en los Estados Unidos y en países con niveles y estilos de vida semejantes.
En nuestros experimentos con personas observamos que la mayoría de las calorías de más consumidas por quienes siguen una dieta baja en proteínas provenían de snacks, especialmente de aquellos con gusto a umami (uno de los sabores básicos junto al dulce, el salado, el ácido y el amargo), característico de las proteínas. Los sujetos privados de estas ansiaban su sabor, aunque les llegara a través de alimentos que no las contuvieran. Nuestro entorno alimentario rebosa de grasas y carbohidratos con sabor a umami, que son como un cebo de falsas proteínas: patatas fritas, fideos instantáneos, galletas saladas… Son los ultraprocesados, la principal causa de obesidad. Nuestro trabajo indica que esta afirmación es correcta, pero cambia el enfoque: el problema tiene que ver sobre todo con la carencia de proteínas, que fomenta el consumo de grasas y carbohidratos. Nuestra ansia por las proteínas es tan fuerte, que si no la satisfacemos derriba los mecanismos fisiológicos que regulan la alimentación y nos impulsa a atiborrarnos de productos que nos engordan y dañan nuestra salud.
Los alimentos ultraprocesados son creaciones industriales diseñadas para ser irresistibles: pizzas congeladas, cereales para el desayuno, bollería, salsas de bote, helados… En Estados Unidos y el Reino Unido componen más de la mitad de la dieta media, y un número creciente de personas los consumen con exclusión de casi todo lo demás (según el Instituto de Salud Global de Barcelona, en Europa y los países de renta media y alta suman entre el 25% y el 50% de la ingesta energética total). Lo que pasa con los ultraprocesados es que tienden a ser pobres en proteínas (caras) y ricos en carbohidratos y grasas (baratos). En buena medida son los responsables del empobrecimiento proteínico sufrido por las dietas occidentales desde la década de 1960. Y cuantos más consume un individuo, más calorías necesita para cubrir las que deberían provenir de las proteínas, con desastrosas consecuencias. Además, contienen muy poca fibra, que es saciante. Y a menudo se aromatizan con umami, un señuelo para los cazaproteínas, lo que empeora las cosas. Resultado: comemos mucho más de lo que deberíamos.
Satisfacer el apetito por las proteínas elimina el de grasas y carbohidratos. Las encontramos en la carne, el pescado, los huevos, los lácteos, las legumbres, las nueces y las semillas, y saber cuántas contienen estos productos es cada vez más fácil gracias a la abundancia de información y el etiquetado. Para completar una buena dieta solo nos quedaría incluir frutas, vegetales y alimentos integrales ricos en fibra, y alejarnos de los dañinos ultraprocesados. Todo lo que tenemos que hacer es escuchar a nuestros apetitos: nos guiarán hacia una alimentación saludable y satisfactoria, porque evolucionaron para eso.