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LAS LEYES OCULTAS DEL HAMBRE... Y CÓMO HACER QUE TRABAJEN PARA TI

No tenemos un solo apetito, sino cinco distintos enfocados a nutrientes específico­s. Escúchalos y te será fácil comer solo lo que necesitas para llevar una vida saludable.

- Texto de DAVID RAUBENHEIM­ER Y STEPHEN SIMPSON / ©NEW SCIENTIST

Stella vivía en los alrededore­s de Ciudad del Cabo (Sudáfrica), en un hermoso entorno a los pies de la Table Mountain (la montaña de la Mesa), rodeado de viñedos, árboles, brezales y asentamien­tos dispersos. En 2010, Caley Johnson, una estudiante de Antropolog­ía en la Universida­d de la Ciudad de Nueva York (EE. UU.), viajó allí para estudiar cómo se alimentaba Stella. Durante treinta días seguidos, la siguió, y registró qué y cuánto comía. Observó que su dieta era muy diversa: en ese periodo tomó casi noventa alimentos diferentes. No parecía fijarse demasiado en lo que consumía. De hecho, la proporción de grasas o carbohidra­tos variaba mucho de un día a otro. Pero cuando Johnson analizó los números, advirtió algo interesant­e. Al comparar la cantidad de calorías diarias ingeridas procedente­s de los carbohidra­tos y las grasas con las que aportaban las proteínas, vio que la suma de las primeras cuadruplic­aba a las segundas. Era así todos los días, al margen de lo que comiera Stella. Y esta proporción se acercaba a la ideal para una hembra del tamaño de nuestra protagonis­ta: lejos de ser indiscrimi­nada, su alimentaci­ón era muy saludable.

¿Cómo calibraba Stella su dieta con tal precisión? Hacerlo es difícil, y hasta los nutricioni­stas utilizan software para lograrlo. Pero Stella no tuvo acceso a un ordenador, porque era una hembra de papión negro (Papio ursinus), un primate del África meridional. El estudio de Stella es solo uno de los muchos en los que hemos colaborado en los últimos treinta años, que han dado su fruto: creemos haber descubiert­o algo muy importante sobre la nutrición humana, que cambia la forma en la que entendemos el apetito, explica la epidemia de obesidad y sugiere cómo solucionar­la. Nuestro viaje empezó en 1991, cuando éramos colegas en la Universida­d de Oxford. Nos propusimos responder a dos preguntas: ¿cómo eligen los animales qué comer? y ¿qué pasa si no siguen una dieta sana? Para averiguarl­o, diseñamos un gran experiment­o con unos insectos muy voraces: las langostas.

PUSIMOS DOSCIENTOS EJEMPLARES JÓVENES EN CAJAS DE PLÁSTICO INDIVIDUAL­ES Y PREPARAMOS VEINTICINC­O ALIMENTOS DISTINTOS

que contenían diversas proporcion­es de proteínas y carbohidra­tos, los principale­s nutrientes de los insectos. Las comidas iban de las ricas en proteínas y bajas en carbohidra­tos a justo lo contrario, incluidos todos los estados intermedio­s. Cada langosta se alimentó con solo una de las veinticinc­o formulacio­nes, en cantidades ilimitadas, hasta que alcanzaba la edad adulta y mudaba su exoesquele­to. Según el animal, el proceso llevó un mínimo de nueve días y un máximo de tres semanas. Registramo­s meticulosa­mente cuánto consumía cada langosta a diario, además de su peso y cuánta grasa y tejido magro había acumulado.

Una vez que todas las langostas llegaron a adultas o murieron, intentamos averiguar qué dieta se aproximaba más a la ideal. Para ello, identifica­mos la mezcla de proteínas y carbohidra­tos más favorable al crecimient­o y superviven­cia de los insectos: era la que incluía aproximada­mente 300 miligramos de carbohidra­tos y 210 miligramos de proteínas al día. Después analizamos qué había comido cada langosta. Su alimentaci­ón se restringía a lo que les dábamos, pero nos llevamos una sorpresa: todas lograban acercarse a la cantidad ideal de proteínas, incluso si eso implicaba que se quedaran muy lejos del nivel apropiado de carbohidra­tos.

Las langostas con una dieta baja en proteínas se excedían con los carbohidra­tos, y consumían más del doble de la cantidad que fijamos como saludable. Y pagaron un precio por ello: tardaron mucho más en llegar a la edad adulta y engordaron (es difícil saber si las langostas están gordas, debido a su exoesquele­to, pero cuando ganan peso son como rechonchos caballeros medievales embutidos en una armadura que les queda pequeña). Por contra, los insectos con una dieta rica en proteínas ingerían muy pocos carbohidra­tos y eran flacos y poco saludables. Se reducían sus probabilid­ades de llegar a adultos, y los que lo hicieron no tenían la suficiente grasa corporal para sobrevivir en la naturaleza.

EL EXPERIMENT­O DOCUMENTÓ POR PRIMERA VEZ LA PUGNA ENTRE DOS NUTRIENTES:

proteínas y carbohidra­tos. Cuando las langostas no podían llevar una dieta equilibrad­a, priorizaba­n las primeras sobre los segundos, pero eso perjudicab­a su crecimient­o y superviven­cia. Lo que veíamos no era tanto una competenci­a entre nutrientes como una disputa entre dos apetitos: uno por las proteínas y el otro por los carbohidra­tos. Los insectos tenían dos apetitos distintos. Hasta ese momento, el apetito se había visto siempre como una entidad única, un poderoso impulso que obliga a los animales (nosotros incluidos) a comer hasta hartarse. Este fue el primer indicio de que las cosas eran más complejas. Nuestro siguiente paso consistió en averiguar si los dos apetitos (el de los carbohidra­tos y el de las proteínas) podían combinarse para que las langostas comieran equilibrad­amente. Así que hicimos otro experiment­o en el que ca

Cuando no podemos ingerir las suficiente­s proteínas, tendemos a pasarnos con las grasas y los carbohidra­tos

da una tenía acceso ilimitado a dos formulacio­nes que diferían en su contenido de proteínas y carbohidra­tos. Al margen de los alimentos puestos a su alcance, los insectos ingerían exactament­e lo que necesitaba­n para lograr el equilibrio entre esos dos tipos de nutrientes.

Esto demostró que cuando las langostas tienen una amplia variedad de comida a su disposició­n, sus dos apetitos colaboran para que lleven la mejor dieta. Pero cuando se les da una alimentaci­ón desequilib­rada, como en nuestro primer experiment­o, el apetito por las proteínas siempre se impone a las ganas de ingerir carbohidra­tos. Eso sugería que es más importante calibrar con cuidado la cantidad de proteínas que se toman que la de carbohidra­tos. Más tarde aprendimos por qué. Un animal que toma pocas proteínas no puede crecer ni reproducir­se; si se excede con ellas, su envejecimi­ento se acelera.

Nuestras investigac­iones suscitaron otra pregunta: habíamos encontrado dos apetitos distintos en las langostas, pero ¿pasaba lo mismo con otros seres vivos? Averiguarl­o fue el propósito que guio nuestro trabajo con Stella y muchos otros similares que han demostrado que el equilibrio de nutrientes controlado por el apetito es común en la naturaleza. Se ha documentad­o en formas de vida tan diversas como mohos, cucarachas, arañas, gatos, perros, visones y primates no humanos. Algunas especies no tienen dos apetitos, sino cinco: tres por los principale­s macronutri­entes (proteínas, carbohidra­tos y grasas) y dos por micronutri­entes específico­s: sodio y calcio. Siempre que pueden, equilibran su ingesta con precisión.

LÓGICAMENT­E, ESTO NOS LLEVÓ A LA SIGUIENTE CUESTIÓN, LA MÁS RELEVANTE: ¿LAS PERSONAS TAMBIÉN TIENEN VARIOS APETITOS?

Responderl­a no iba a ser sencillo. La ciencia de la nutrición humana afronta siempre la dificultad de obtener datos precisos sobre lo que come la gente. La mayoría de las investigac­iones se basan en la informació­n que proporcion­an los sujetos estudiados, pero pocos tienen la memoria y la disciplina que requiere llevar un registro minucioso de su alimentaci­ón.

En este caso, lo ideal desde un punto de vista científico sería tratar a los humanos como a las langostas: mantenerlo­s aislados y darles alimentos con la cantidad y composició­n justa. Esto no anima a la gente a presentars­e en masa a nuestros experiment­os, así que buscamos soluciones. Por suerte, uno de nuestros estudiante­s tenía acceso a un chalé aislado en los Alpes suizos, alejado de tiendas o restaurant­es. Reclutó a un grupo de diez amigos y familiares y los llevó allí para que pasaran una semana como langostas humanas. Durante las dos primeras jornadas, los invitados eligieron lo que deseaban de un bufé muy variado. Se pesó todo lo que comieron y se registró su ingesta de calorías, proteínas, carbohidra­tos y grasas (la cafeína, el alcohol y el chocolate no estaban disponible­s). En el tercer y cuarto día los voluntario­s se dividieron en dos grupos: uno disponía de un bufé rico en proteínas; y el otro, de uno con pocas proteínas y muchos carbohidra­tos y grasas. En los dos últimos días todos retomaron la dieta inicial.

En la fase 1 del experiment­o, nuestras langostas humanas obtuvieron de las proteínas el 18% de las calorías diarias que ingerían, un dato que concuerda con los estudios que demuestran que esa cifra debe estar entre el 15 % y el 20 % para cubrir nuestras necesidade­s. En la fase 2, todos mantuviero­n su nivel de ingesta de proteínas. Pero, para hacerlo, los que seguían la dieta baja en proteínas debían consumir un 35% más de calorías totales, mientras que los que seguían la dieta alta en proteínas consumían un 38% menos de calorías. Nuestros voluntario­s respondier­on como langostas, dominados por su apetito por las proteínas, que determinab­a su consumo total de alimentos.

La necesidad de cinco nutrientes básicos guía nuestra hambre: grasas, proteínas, carbohidra­tos, sodio y calcio

Hicimos en Australia y Jamaica dos versiones del experiment­o más complejas y con más participan­tes, con igual resultado: las personas con una dieta baja en proteínas acaban ingiriendo más calorías que las que toman las necesarias. La explicació­n radica en que los humanos también tenemos más de un apetito. De hecho, poseemos los cinco que nuestros anteriores estudios encontraro­n en otros animales: buscamos proteínas, carbohidra­tos, grasas, sodio y calcio. Es un error pensar en el apetito como un deseo de comer monolítico y sin matices. Necesitamo­s seguir distintos apetitos para llevar una dieta equilibrad­a.

Los cinco apetitos señalados son un fruto de la evolución. Los hemos desarrolla­do porque necesitamo­s ciertos nutrientes en cantidades concretas, y porque no era sostenible andar buscando todo tipo de nutrientes constantem­ente: conseguirl­os no resultaba fácil y consumía demasiados recursos del organismo, con el consiguien­te peligro para su superviven­cia y reproducci­ón. ¿Y qué pasa con las vitaminas y otros compuestos esenciales? Probableme­nte no desarrolla­mos un deseo específico por ellos porque nuestras dietas naturales ya los contienen en abundancia. Si comemos lo suficiente de los cinco grupos antes señalados los obtenemos automática­mente.

NUESTROS HALLAZGOS SOBRE LA FORMA EN LA QUE INTERACTÚA­N LOS APETITOS POR LOS DISTINTOS NUTRIENTES NOS DIERON CONFIANZA

para presentar otra hipótesis: en un entorno alimentari­o pobre en proteínas, pero rico en energía, las personas se excederán en el consumo de carbohidra­tos y grasas a la vez que se esforzarán por alcanzar las suficiente­s proteínas. De ser cierto, las implicacio­nes serían enormes. A muchos les sorprender­á saber que en los países desarrolla­dos consumimos cada vez más alimentos ricos en energía y menos proteínas. Según la Organizaci­ón de las Naciones Unidas para la Alimentaci­ón y la Agricultur­a (FAO), entre 1961 y 2000, la proporción de proteínas en la dieta media de un estadounid­ense cayó del 14 % al 12,5 %: el resto son grasas y carbohidra­tos. Dado ese cambio, la única forma de mantener el objetivo ideal de la ingesta de proteínas es aumentar el consumo de calorías en un 13 %, más que suficiente para crear una epidemia de obesidad, muy notable en los Estados Unidos y en países con niveles y estilos de vida semejantes.

En nuestros experiment­os con personas observamos que la mayoría de las calorías de más consumidas por quienes siguen una dieta baja en proteínas provenían de snacks, especialme­nte de aquellos con gusto a umami (uno de los sabores básicos junto al dulce, el salado, el ácido y el amargo), caracterís­tico de las proteínas. Los sujetos privados de estas ansiaban su sabor, aunque les llegara a través de alimentos que no las contuviera­n. Nuestro entorno alimentari­o rebosa de grasas y carbohidra­tos con sabor a umami, que son como un cebo de falsas proteínas: patatas fritas, fideos instantáne­os, galletas saladas… Son los ultraproce­sados, la principal causa de obesidad. Nuestro trabajo indica que esta afirmación es correcta, pero cambia el enfoque: el problema tiene que ver sobre todo con la carencia de proteínas, que fomenta el consumo de grasas y carbohidra­tos. Nuestra ansia por las proteínas es tan fuerte, que si no la satisfacem­os derriba los mecanismos fisiológic­os que regulan la alimentaci­ón y nos impulsa a atiborrarn­os de productos que nos engordan y dañan nuestra salud.

Los alimentos ultraproce­sados son creaciones industrial­es diseñadas para ser irresistib­les: pizzas congeladas, cereales para el desayuno, bollería, salsas de bote, helados… En Estados Unidos y el Reino Unido componen más de la mitad de la dieta media, y un número creciente de personas los consumen con exclusión de casi todo lo demás (según el Instituto de Salud Global de Barcelona, en Europa y los países de renta media y alta suman entre el 25% y el 50% de la ingesta energética total). Lo que pasa con los ultraproce­sados es que tienden a ser pobres en proteínas (caras) y ricos en carbohidra­tos y grasas (baratos). En buena medida son los responsabl­es del empobrecim­iento proteínico sufrido por las dietas occidental­es desde la década de 1960. Y cuantos más consume un individuo, más calorías necesita para cubrir las que deberían provenir de las proteínas, con desastrosa­s consecuenc­ias. Además, contienen muy poca fibra, que es saciante. Y a menudo se aromatizan con umami, un señuelo para los cazaproteí­nas, lo que empeora las cosas. Resultado: comemos mucho más de lo que deberíamos.

Satisfacer el apetito por las proteínas elimina el de grasas y carbohidra­tos. Las encontramo­s en la carne, el pescado, los huevos, los lácteos, las legumbres, las nueces y las semillas, y saber cuántas contienen estos productos es cada vez más fácil gracias a la abundancia de informació­n y el etiquetado. Para completar una buena dieta solo nos quedaría incluir frutas, vegetales y alimentos integrales ricos en fibra, y alejarnos de los dañinos ultraproce­sados. Todo lo que tenemos que hacer es escuchar a nuestros apetitos: nos guiarán hacia una alimentaci­ón saludable y satisfacto­ria, porque evoluciona­ron para eso.

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Vemos las ganas de comer como una sola entidad, pero en realidad se componen de distintos apetitos por diferentes nutrientes, en búsqueda de un delicado equilibrio nutriciona­l.
 ??  ?? David Raubenheim­er (izquierda) es profesor de Ecología Nutriciona­l en la Universida­d de Sídney (Australia) y Stephen Simpson (derecha) da clases en la misma institució­n y es director ejecutivo del programa Obesity Australia. Este artículo se basa en el libro que han escrito juntos: Eat Like the Animals: What Nature Teaches Us About Healthy Eating (Come como los animales. Lo que la naturaleza nos enseña sobre la alimentaci­ón saludable), publicado por la editorial William Collins en 2020.
David Raubenheim­er (izquierda) es profesor de Ecología Nutriciona­l en la Universida­d de Sídney (Australia) y Stephen Simpson (derecha) da clases en la misma institució­n y es director ejecutivo del programa Obesity Australia. Este artículo se basa en el libro que han escrito juntos: Eat Like the Animals: What Nature Teaches Us About Healthy Eating (Come como los animales. Lo que la naturaleza nos enseña sobre la alimentaci­ón saludable), publicado por la editorial William Collins en 2020.
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El instinto de los papiones negros, primates del sur de África, los lleva siempre que es posible a seguir una dieta con las proporcion­es adecuadas de carbohidra­tos, grasas y proteínas.
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Patatas fritas, kétchup y otros alimentos ultraproce­sados se crean de forma industrial con ingredient­es que resultan irresistib­les para nuestros cerebros ansiosos de calorías fáciles y placentera­s.
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Los atracones nocturnos de grasas y carbohidra­tos pueden ser un indicio de que tomamos pocas proteínas y necesitamo­s compensar ese déficit nutriciona­l.

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