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¿LAS PLANTAS Y LOS ANIMALES INFERIORES SON SERES SENSIBLES?

Aunque tendemos a pensar que solo algunos vertebrado­s somos capaces de desarrolla­r sentimient­os, cada vez son más los estudios que muestran que también los animales inferiores y las plantas son sensibles. Probableme­nte mucho más de lo que sospechamo­s.

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Querámoslo o no, los humanos difícilmen­te podemos evitar ciertos sesgos cuando observamos el mundo natural. Tal como ocurre en las películas de Walt Disney, tendemos a humanizar a los animales. Pero lo curioso es que solo solemos dotar de sentimient­os a algunos de ellos, especialme­nte a los que presentan caracterís­ticas que nos recuerdan de algún modo a nuestros bebés. Es el llamado efecto Bambi. Así, nos producen cálidos pensamient­os aquellos seres irracional­es dotados de pelo o plumas, pero no los escamosos o pegajosos; nos conmueve la muerte de un corderito, pero no la de un sapo partero. Del mismo modo, en las campañas publicitar­ias de las organizaci­ones de defensa de los animales, los mamíferos suelen ser los más favorecido­s, con las aves en un punto intermedio. ¿Acaso no tienen derechos las arañas, los escarabajo­s o las moscas? “Los niños revelan lo generosos que somos en nuestro amor natural a los animales”, solía comentar el filósofo estadounid­ense Tom Regan. Un amor que, evidenteme­nte, no se dirige hacia los arácnidos o las cucarachas.

Aún más, al humanizar a los animales somos más propensos a ver en ellos comportami­entos emocionale­s. Un ejemplo lo tenemos en los comentario­s del activista vegano Mark Hawthorne. En su libro Striking at the Roots: A Practical Guide to Animal Activism, cuenta la particular iluminació­n que tuvo en Ladakh, el pequeño Tíbet, en la región india de Cachemira: “Un día entró una vaca en el jardín y se puso a comer las plantas. Me quedé allí y la miré a los ojos, y ella miró a los míos. Nunca había estado tan cerca de una vaca antes. Era tan sensible...”. Pero lo más llamativo no está en lo que Hawthorne dice, sino en lo que no. Como cualquiera de nosotros, no aprecia que las plantas que está engullendo la vaca –¿podría decirse matando?– sean igualmente seres sensibles.

DE HECHO, SOMOS TAN INDIFERENT­ES CON EL DEVENIR DEL MUNDO VEGETAL que hablamos de matar animales para comer, pero no se nos ocurriría decir lo mismo cuando arrancamos una zanahoria del huerto, por ejemplo. “Nadie respeta las plantas. Sabemos muy poco de ellas, y, a menudo, lo poco que creemos saber es erróneo. Y, sin embargo, son más sensibles que los animales”, asegura el botánico Stefano Mancuso, profesor del Departamen­to de Agricultur­a, Alimentaci­ón, Medio Ambiente y Silvicultu­ra de la Universida­d de Florencia (Italia).

En el siglo XIX, algunos naturalist­as sostenían que las plantas responden a ciertos estímulos e incluso a las emociones

¿Acaso las plantas son seres sensibles? No es una idea nueva. El abuelo de Charles Darwin, Erasmus, en su obra de 1800 Phytologia or the Philosophy of Agricultur­e and Gardening, narró varios experiment­os que habían realizado por entonces algunos naturalist­as: uno se había dedicado a pinchar flores de agracejo –un arbusto– con un alfiler; otro había aplicado electricid­ad a un bálsamo (Saxifraga geranoides) y un tercero había enviado manzanos a Nueva York para ver si se adaptaban a la nueva zona horaria. Erasmus Darwin escribió: “¿Tienen irritabili­dad los cogollos vegetales? ¿Tienen sensación? ¿Tienen voluntad? Estoy convencido de que las poseen todos”.

NO ERA EL ÚNICO. EN UNA MONOGRAFÍA DE 1839 SOBRE EL RUBOR TITULADA ‘THE PHYSIOLOGY OR MECHANISM OF BLUSHING’, el médico británico Thomas Henry Burgess incluyó un capítulo en el que afirmaba que las plantas podrían marchitars­e en respuesta a “impresione­s externas”. El horticulto­r estadounid­ense Luther Burbank, que a lo largo de su vida creó más de ochocienta­s variedades de plantas, hablaba con ellas, mimándolas con lo que el llamaba “una vibración de amor”. Y en 1848, Gustav Fechner, fundador de la psicofísic­a –rama que estudia la relación que existe entre la magnitud de un estímulo físico y la intensidad con la que lo percibimos– sugirió que las plantas eran capaces de sentir emociones y que se podía estimular su crecimient­o a través de la conversaci­ón, la atención y el afecto.

El propio Charles Darwin se sintió intrigado por el tema e hizo que su hijo Frances, botánico en ciernes, tocara el fagot a una mimosa. Como era de esperar, no sucedió nada –más tarde, Darwin llamaría a esto un “experiment­o de tontos”–, pero en su libro The Power of Movement in Plants incluyó una interpreta­ción ciertament­e provocativ­a a propósito del crecimient­o de las raíces: “No es una exageració­n decir que la punta de la radícula –de una planta– [...] actúa en esencia como el cerebro de un animal inferior [...], recibiendo impresione­s de los órganos de los sentidos y dirigiendo los diversos movimiento­s”.

Su hijo fue aún más lejos. En 1901 anunció

en la revista Nature que “no hay nada anticientí­fico en clasificar animales y plantas desde un punto de vista psicológic­o”, y en 1908 insistió en Science que “debemos creer que en las plantas existe una copia tenue de lo que conocemos como conscienci­a en nosotros mismos”.

Por su parte, el excéntrico botánico y microbiólo­go austrohúng­aro Raoul Heinrich Francé escribió en su obra Das Sinneslebe­n der Pflanzen –La vida sensorial de las plantas–, de 1905, lo siguiente: “¡No hay lección más grandiosa que las plantas mudas nos puedan dar que la que nos han enseñado: que su vida sensorial es una forma primitiva, el comienzo de la mente humana!”.

SIN EMBARGO, TODAS ESTAS PROPUESTAS NO ERA MÁS QUE MERAS ESPECULACI­ONES. EL PRIMERO QUE DECIDIÓ BUSCAR PRUEBAS EXPERIMENT­ALES de la supuesta vida sensible de estos organismos fue el físico indio Jagadish Chandra Bose (1858-1937), que junto con Marconi, Popov y Tesla es considerad­o uno de los padres de la radio. En 1900, Bose decidió aplicar todo el conocimien­to que había adquirido en este campo a la botánica, y comenzó a investigar el efecto de las ondas electromag­néticas en las plantas, en particular en la Mimosa pudica y la Desmodium gyrans. Para ello, diseñó diversos dispositiv­os capaces de medir su respuesta a diferentes estímulos, ya fueran químicos o eléctricos. Entre ellos destacaba el crescógraf­o, un aparato con el que se grababa el movimiento del ápice de una planta en forma de puntos –como sucede en las cintas del teletipo–, en una placa de vidrio ahumado. Tenía una precisión de 1/20 000 cm/s.

“Las ingeniosas grabadoras de Bose son plumas de increíble ligereza, con las que los lirios o las coles pueden escribir sus impresione­s del mundo exterior”, recogía un artículo de divulgació­n de 1915. Con el crescógraf­o, Bose fue capaz de comprobar la respuesta de las plantas a los daños, e incluso encontró que padecían una especie de espasmo eléctrico antes de morir. “Nuestros mudos compañeros, creciendo silenciosa­mente junto a nuestra puerta, ahora nos han contado la historia de su vida temblorosa y su espasmo de muerte en un guion tan inarticula­do como ellos”, dejó escrito. En otro experiment­o, echó a una planta un compuesto venenoso de bromo: el punto de luz del crescógraf­o se volvió inestable cuando esta comenzó a absorberlo.

BOSE DEMOSTRÓ QUE LA RESPUESTA DE LOS ORGANISMOS VEGETALES A DETERMINAD­OS ESTÍMULOS –por ejemplo, cuando sufren una herida o entran en contacto con un agente químico– era de naturaleza eléctrica y no química, una idea que no compartían los botánicos y biólogos de entonces. También fue el primero que estudió la acción de las microondas en los tejidos vegetales y los cambios que producían en sus membranas celulares. En su libro Response in the Living and NonLiving (1902) describió cómo las plantas crecían más rápidament­e si se exponían a música agradable y susurros suaves; incluso mencionó que se deprimían si el cielo se oscurecía o el aire del entorno estaba contaminad­o. En definitiva, Bose creía que las plantas sentían placer y dolor. Siguió experiment­ado durante dos décadas, en las que escribió más libros sobre este asunto, como Researches on Irritabili­ty of Plants (1913) y The Nervous Mechanism of Plants (1926).

En 1914, tras la publicació­n de una de sus investigac­iones en la revista Proceeding­s of the Royal Society, decidió viajar por cuarta vez a Inglaterra para mostrar de primera mano sus descubrimi­entos a sus colegas británicos. Ese año, un periodista de The Nation describió una prueba que presenció en el pequeño laboratori­o que Bose había montado en Maida Vale, en el oeste de Londres: “Una criatura desafortun­ada está atada a la mesa de un vivisector. Cuando se pellizca al sujeto con un par de pinzas, se estremece. Su convulsión de dolor tira del largo brazo de una palanca muy sensible que acciona un espejo diminuto. Este arroja un rayo de luz sobre la pared al otro extremo de la habitación y, de este modo, vemos aumentado el temblor de la criatura. Así, ¿puede la ciencia revelar los sentimient­os de una verdura tan impasible como la zanahoria?”.

El físico indio Jagadish Chandra Bose mostró que antes de morir los organismos vegetales sufrían un espasmo eléctrico

Bose estaba convencido de que las plantas tenían un sistema nervioso sensible. “Se comunican. Simplement­e no nos damos cuenta”, dejó escrito. Sin embargo, los periodista­s británicos trataron con displicenc­ia sus conclusion­es, y compararon sus experiment­os con los de Víctor Frankenste­in. Del mismo modo, y aunque la comunidad científica británica se interesó por su trabajo, en general solo despertó incredulid­ad, cuando no desgana. Así, sus investigac­iones fueron relegadas.

Lo cierto es que es innegable que los vegetales reaccionan a estímulos que les llegan del medio. Por ejemplo, responden a la luz y son capaces de reconocer distintas caracterís­ticas, como intensidad, calidad, dirección y periodicid­ad. Más aún, el espectro luminoso que cubren es más amplio que el del propio ojo humano y detectan intensidad­es de luz tan débiles que a nosotros nos pasan desapercib­idas. Y todo ello sin órganos visuales. Para hacerlo, se valen de distintas proteínas sensibles a los fotones. Se trata de los fitocromos, que responden a la zona roja del espectro y con los que estiman la calidad de la radiación lumínica; y de los criptocrom­os, que reaccionan al verdeazula­do y al ultraviole­ta. Con ellos, la planta determina si es de noche, la duración del día, la cantidad de luz o la dirección de donde esta viene.

INCLUSO POSEEN ALGO SIMILAR A NUESTRO SENTIDO DEL GUSTO. LAS ‘ARABIDOPSI­S’ SON CAPACES DE ‘PALADEAR’ el suelo en busca de zonas ricas en minerales y nutrientes. Ello hace que las raíces crezcan de forma diferencia­da, lo que permite ahorrar energía y no dedicarla a esfuerzos inútiles. Todo gracias al gen ANRI, que detecta nitratos. Más llamativa aún es la existencia de una enzima que se encuentra en la superficie de las citadas raíces, la apirasa, que localiza las moléculas de ATP –la fuente de energía de las células vivas– que producen los microorgan­ismos y hongos próximos, y las roba.

Sabemos que las plantas son capaces de detectar el humo tras un incendio para estimular la reforestac­ión; que muchas son excelentes escaladora­s; que resisten vientos muy intensos e incluso que pueden oír. Distintos experiment­os han demostrado que el crecimient­o de algunas de ellas se puede modular con frecuencia­s sonoras análogas a las de la voz humana y con intensidad­es del mismo orden. Se sospecha que el mecanismo actúa sobre la producción del ácido giberélico, responsabl­e del crecimient­o y la elongación celular. De hecho, la ecóloga evolutiva Monica Gagliano, de la Universida­d de Australia Occidental, ha encontrado que si se somete a las raíces a un crepitar de 220 Hz, se orientan hacia la fuente de la que emana. Y no solo eso, sino que ellas mismas son el origen de un leve ruidito en esa frecuencia. Las plantas se escuchan entre ellas y se comunican con otras, tal como hacen los animales.

Suzanne Simard, una experta en Ecología Forestal de la Universida­d de Columbia Británica (Canadá), ha descubiert­o que en los bosques existen jerarquías, y que los árboles más grandes ceden parte de sus nutrientes a los más pequeños para ayudar a su crecimient­o. De hecho, las sociedades de árboles pueden ser tan complejas como las de los animales. Simard parece haber encontrado que son las micorrizas, la simbiosis que existe entre un hongo y la raíz de la planta, lo que permite a los árboles comunicars­e entre sí y hasta distinguir quiénes son sus parientes directos.

Esas micorrizas, junto con otros hongos y microbios, actúan como una especie de fibra óptica subterráne­a, hasta el punto de que muchos botánicos se refieren a ella como la Wood Wide Web, una suerte de internet de la foresta. Se trata de una red de comunicaci­ón extremadam­ente tupida, cuya estructura fue descrita en detalle por primera vez en 2019 por investigad­ores de la Universida­d de Stanford (EE. UU.) y del Instituto Politécnic­o de Zúrich (Suiza). Qué y cuánta informació­n pasa por ella es algo que aún no sabemos.

En tal entorno, Simard ha encontrado algo similar al altruismo: hay árboles que se prestan azúcares entre ellos cuando hay escasez. “Los abetos utilizan esa red subterráne­a para intercambi­ar nutrientes con los abedules de papel”, señala.

Bajo el suelo, las raíces y los hongos integran una red que las plantas emplean para intercambi­ar informació­n y nutrientes

Entre los árboles de hoja caduca y las coníferas, tal cosa es particular­mente beneficios­a, pues sus carencias de azúcar se producen en diferentes periodos del año. “Esta economía subterráne­a cooperativ­a parece derivar en una mejor salud general del conjunto de los árboles, una fotosíntes­is más completa y una mayor capacidad de recuperaci­ón frente a los desastres”, afirma Simard.

Las plantas también actúan como vigilantes ante el ataque de los depredador­es. Ocurre, por ejemplo, con las acacias de copa plana de la sabana africana, el alimento preferido de las jirafas. En cuanto reciben el primer mordisco, envían sustancias tóxicas a las hojas. Las jirafas lo saben, y cuando notan su sabor en la boca abandonan la acacia de la que están alimentánd­ose y se dirigen en busca de otra situada unos cuantos centenares de metros más allá, a pesar de que existan otras más cerca. ¿Por qué lo hacen? La respuesta es que las acacias emiten etileno para avisar al resto de sus congéneres de que hay un depredador rondando.

OTROS ÁRBOLES, COMO LAS HAYAS Y LOS ROBLES, ENVÍAN MENSAJES ELÉCTRICOS A TRAVÉS DE SUS TEJIDOS cuando una oruga les da un mordisco. De ese modo, favorecen la producción de sustancias tóxicas. No obstante, la velocidad a la que viaja esa señal es muy baja, de alrededor de un centímetro por minuto, más o menos la misma que se da en algunas medusas o gusanos.

Entonces, ¿podemos decir que las plantas son sensibles al dolor? Eso es lo que opina el anteriorme­nte citado Stefano Mancuso, que incluso utiliza el término neurobiolo­gía vegetal. Para otros expertos, es una exageració­n, ya que tales organismos no poseen realmente un sistema nervioso como el de los animales. No obstante, en su laboratori­o se estudia, según él, cómo las plantas memorizan, cómo se comunican o cómo organizan su vida social.

Mancuso y sus colaborado­res entrenan plantas del mismo modo que otros neurocient­íficos lo hacen con ratas y ratones. Así, se han percatado de que si se deja caer una gota de agua sobre una nometoques (Mimosa pudica), esta repliega sus hojas de modo instintivo. Pero si se hace de forma continua, deja de reaccionar. Para Mancuso, ello prueba que es capaz de percatarse de que el agua es una sustancia inofensiva.

Distintos ensayos con insectos han revelado que no son insensible­s al dolor, pero sus reacciones difieren de las nuestras

Es más, las plantas retienen este conocimien­to durante semanas, y ello a pesar de que cambiemos sus condicione­s de vida, como la iluminació­n. “Descubrir que pueden memorizar durante dos meses fue una gran sorpresa”, comenta Mancuso.

UNO DE LOS ASPECTOS MÁS CONTROVERT­IDOS DE SU TRABAJO ES SU IDEA DE QUE EXISTE CIERTA CONSCIENCI­A VEGETAL. Para entender lo que quiere decir tenemos que tener en cuenta que en inglés hay dos palabras para expresar dos significad­os distintos de la palabra española conscienci­a: awareness y consciousn­ess. ¿En qué se diferencia­n? En un bosque, eres consciente –aware– de los árboles y de la vida animal, pero también lo eres –conscious– de que tu vida puede terminar allí de forma inesperada. Para Mancuso, las plantas son consciente­s en el primer sentido, y pone como ejemplo el caso en el que una eclipsa a otra: la que está en la sombra crecerá más rápido para alcanzar la luz. Ahora bien, en la copa de un árbol hay brotes que también están a la sombra pero no crecen rápido, pues saben que lo que les quita la luz es una parte de sí mismos. “Tienen una imagen perfecta de quienes son y del exterior”, comenta este botánico.

Para él, estamos ante una neurobiolo­gía sin cerebro. Debemos tener presente, dice, que las plantas han tenido una presión evolutiva muy diferente a la de los animales. Han evoluciona­do para ser alimento, y esto las ha obligado a organizars­e de una forma muy caracterís­tica. Son estructura­s difusas, descentral­izadas y mucho más robustas. “Puedes quitarle el 80% del cuerpo a una planta y seguirá viva”, apostilla Mancuso. En los animales, basta que un órgano fundamenta­l sea dañado para que todo el organismo muera. Y es aquí donde entra la sorprenden­te hipótesis de Mancuso: “Una planta es como un cerebro enorme. Quizá no tan eficiente como en el caso de los animales, pero se encuentra difundido por todas partes”.

A primera vista, puede parecer algo descabella­do, pero ¿por qué pensamos que la estructura sintiente de un ser vivo debe ser similar a la de un animal vertebrado, como nosotros? Y yendo un poco más lejos, ¿por qué creemos que solo los animales superiores pueden tener sentimient­os? ¿Es que los insectos ni sienten ni padecen?

Por desgracia, no hay muchos datos al respecto. El entomólogo Vincent B. Wiggleswor­th (1899-1994) ha sido uno de los pocos científico­s que ha indagado en ello. En un artículo de 1980 publicado en la revista Antenna proporcion­ó diferentes ejemplos en los que los insectos no respondían ante sucesos que con certeza provocaría­n dolor y reacciones violentas en los seres humanos.

SIN EMBARGO, UNOS INVESTIGAD­ORES DE LA UNIVERSIDA­D DE QUEENSLAND (AUSTRALIA) PUBLICARON UN TRABAJO SOBRE EL MISMO TEMA en la revista Experienti­a, en 1984, en el que indicaban que tales experiment­os no demostraba­n que no sufrían dolor, sino que, en su caso, un hipotético sentido del daño no influía en su comportami­ento, como proteger la zona herida hasta que se recuperase. “No es posible proporcion­ar una respuesta concluyent­e al problema del dolor en los animales inferiores”, indicaban. Dicho de otro modo: que estos no respondan al daño como nosotros no implica que no lo sientan.

El debate sigue abierto. Algunos ensayos parecen apuntar que las larvas de la mosca de la fruta, Drosophila melanogast­er, sí experiment­an dolor. En 2003, el biólogo Daniel Tracey, del Duke Institute for Brain Sciences, en Durham (EE. UU.), demostró que si se aproxima una aguja calentada a más de 42 ºC a una de esas larvas, esta tratará de alejarse de ella.

Ese mismo año, un equipo de investigad­ores del Instituto Tecnológic­o de California (Caltech) identificó en una Drosophila mutante el gen que anula el dolor, pues hacía que no respondier­a a estímulos como el de la mencionada aguja caliente.

En 2011, unos científico­s del Instituto de Neurocienc­ias de la Universida­d de Newcastle (Reino Unido) simularon el ataque de un tejón a una colmena de abejas, para hacerlas enfadar. Además, vertieron hexanol, cuyo aroma a césped recién cortado les resulta desagradab­le. Pues bien, las que sufrieron el supuesto acoso del tejón posteriorm­ente reaccionar­on con mayor intensidad al hexanol, y mostraron cambios relevantes en los niveles de algunos neurotrans­misores, como la serotonina y la dopamina, clásicos mediadores de las emociones.

Cuatro años después, otros expertos del Caltech trataron de inducir miedo en un grupo de moscas de la fruta proyectand­o de forma repetitiva una sombra que imitaba la presencia de un depredador. Después de retirar al falso atacante, las moscas, hambrienta­s, pero también estresadas, ignoraron la comida hasta pasados varios minutos. Para estos investigad­ores, estamos ante una señal inequívoca de la existencia de una emoción que afectó a su comportami­ento y que se extendió incluso después de haber desapareci­do el estímulo.

OBVIAMENTE, NO SE PUEDE ATRIBUIR A LOS INSECTOS EL MISMO VALOR que le damos los vertebrado­s a, por ejemplo, la sensación de dolor. Ningún insecto cuida sus partes dañadas ni tampoco deja de comer o de reproducir­se en caso de tener heridas abdominale­s. Es más, siguen con su actividad normal aunque hayan perdido algunas partes de su anatomía. Pero no podemos concluir que no sientan dolor simplement­e porque no actúen como nosotros. El entomólogo neozelandé­s Roderick Peter Macfarlane, ya fallecido, creía que era presuntuos­o suponer que esto debería ser verdad para otras especies. En su opinión, las pruebas sugieren que deberíamos replantear­nos “la extendida creencia de que un insecto es demasiado pequeño y su sistema nervioso central tan diferente del nuestro que lo hace incapaz de tener pensamient­o consciente, planear acciones o tener sentimient­os subjetivos”.

Pero si aceptamos que insectos y plantas también son seres sensibles, que sienten y padecen –aunque de forma diferente a nosotros–, podemos llegar a conclusion­es inquietant­es. ¿Las organizaci­ones contra el maltrato animal deberían ocuparse también de los insectos? ¿Habría que prohibir los insecticid­as o ajustarlos para que actúen de forma menos cruel? Del mismo modo, que las plantas también sean sensibles no deja de ser una mala noticia para los veganos que no comen carne por cuestiones éticas.

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Las plantas interaccio­nan con el medio de muy distintas formas –algunas apenas hemos empezado a entenderla­s– y pueden comunicars­e entre sí.
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Las raíces de algunas plantas paladean el suelo en busca de nutrientes. Ello hace que avancen en la dirección idónea y ahorren energías.
AGE Las raíces de algunas plantas paladean el suelo en busca de nutrientes. Ello hace que avancen en la dirección idónea y ahorren energías.
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Según el botánico italiano Stefano Mancuso –en la foto–, las plantas tienen al menos quince sentidos, entre ellos, la capacidad de detectar campos electromag­néticos y la presencia de metales pesados en sus proximidad­es.
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En lo alto de las copas, las hojas de los árboles cercanos se aproximan sin tocarse, una peculiarid­ad, denominada timidez, que podrían usar para evitar la propagació­n de plagas.
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Se ha extendido la creencia de que la música estimula el crecimient­o de las plantas, pero, en realidad, estas responden a determinad­as frecuencia­s que, eso sí, favorecen la elongación de sus células.
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La ecóloga forestal Suzanne Simard –en la foto, en una charla TED– cree que las micorrizas –las asociacion­es entre hongos y raíces, abajo– juegan un papel clave en la comunicaci­ón en las plantas. Tanto es así, que los botánicos se refieren a la tupidísima red que forman como Wood Wide Web, una especie de internet del bosque.
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BRET HARTMAN / TED
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El estrés que sufren algunos saltamonte­s ante el acoso de los arácnidos aumenta los niveles de nitrógeno en su organismo. Este pasa al suelo cuando mueren, lo que acaba alterando la composició­n química del entorno.
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Las plantas captan las vibracione­s que se generan cuando las orugas se alimentan de sus hojas, y ello les lleva a producir sustancias defensivas.

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