75 AÑOS DE LOS JUICIOS DE NÚREMBERG
Hace 75 años, los aliados sometieron a los dirigentes nazis a un proceso inédito. Por primera vez, los acusados de iniciar una guerra de agresión se sentaron en el banquillo con la posibilidad de defenderse; por primera vez, se habló de genocidio. Pese a sus fallos, los juicios de Núremberg marcaron un antes y un después en la historia.
En la madrugada del 16 de octubre de 1946, diez hombres murieron ahorcados en el gimnasio de la prisión de la ciudad de Núremberg. Estaba previsto que fueran once, pero Hermann Göring, el todopoderoso jefe de la Luftwaffe (la aviación alemana), durante años considerado el sucesor de Hitler, se había suicidado horas antes mordiendo una cápsula de cianuro. La ejecución fue criticada por chapucera. Al parecer, los verdugos calcularon mal la longitud de la soga, y en vez de sufrir una muerte rápida, algunos de los condenados –entre ellos el ministro de Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop–, agonizaron durante veinte minutos.
Dos semanas antes, se habían dictado las sentencias del llamado juicio principal de Núremberg: doce condenas a muerte –una de ellas in absentia–, tres cadenas perpetuas, cuatro largas penas de cárcel y tres absoluciones. Terminaba así un proceso de más de un año en el que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial hicieron algo que nunca se había intentado antes: someter a los responsables últimos de una catástrofe bélica como la que había asolado Europa y el mundo a un juicio con garantías en el que tuvieran la posibilidad de defenderse. Pese a todos sus defectos y contradicciones, pocas dudas caben hoy de que los procesos de Núremberg alcanzaron ese objetivo y marcaron el camino para la aplicación de una justicia universal en el futuro. Tanto la creación del Tribunal Penal Internacional de La Haya como los juicios por el genocidio de Ruanda y las guerras de la antigua Yugoslavia siguieron su modelo.
Quizá la idea de que la cúpula nazi debía ser juzgada nos parezca hoy natural e inevitable, pero en medio de la devastación de 1945 no estaba nada claro que hubiera de ser así, y a los aliados les costó ponerse de
Los juicios celebrados en Núremberg sirvieron para dar a conocer a todo el mundo el Holocausto y otras atrocidades cometidas por los nazis
acuerdo. Es bien sabido que la opción favorita de Winston Churchill, primer ministro del Reino Unido de 1940 a 1945, era ejecutar a los líderes alemanes a medida que los capturaran; a ser posible, en un plazo no superior a seis horas. Stalin, el dictador soviético, que conocía el valor propagandístico de una buena farsa judicial, quería matarlos también –sobre esto no había dudas–, pero tras juzgarlos. Después de innumerables padecimientos, el estado de ánimo en Europa era mayoritariamente favorable a la aplicación sumaria y sin contemplaciones de una justicia del vencedor, pero la opinión pública estadounidense, que no había sufrido la guerra en su territorio, exigía que el castigo cumpliera con las formalidades de la tradición jurídica occidental. Al final, la pinza soviético–estadounidense se impuso a la expeditiva solución que propugnaba el Reino Unido. El lugar elegido fue altamente simbólico: Núremberg, la ciudad alemana de las grandes concentraciones nazis; y como sede, el Palacio de Justicia, el mismo sitio en el que, diez años antes, se habían proclamado las leyes de discriminación racial.
PESE A HABER OPTADO POR UN MODELO GARANTISTA EN LUGAR DE POR LA VENGANZA INMEDIATA, LA LEGALIDAD de los juicios suscitó críticas y dudas desde el primer momento. Quizá era inevitable, puesto que era la primera vez que se planteaba una operación de semejante alcance. En el pasado se habían castigado crímenes de guerra, pero limitándose siempre a los ejecutores materiales, como soldados rasos u oficiales de baja graduación. Nunca se habían sentado en el banquillo los más altos responsables políticos, militares y civiles, como ocurrió en el juicio principal de Núremberg. Tampoco se había juzgado nunca el hecho mismo de iniciar una guerra de agresión ni la violación de tratados internacionales. La guerra era un hecho normal entre estados. A los vencidos se les exigía el pago de cuantiosas reparaciones que hundían a sus poblaciones en la miseria, pero los responsables de haber iniciado el conflicto se bene
ficiaban de una especie de amnistía tácita. Nunca se les castigaba.
La ambición con que se acometieron los juicios de Núremberg queda reflejada en los cuatro cargos que se instruyeron contra los acusados: crímenes contra la paz, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y conspiración para cometer los crímenes anteriores (este último cargo permitía incluir acciones previas al conflicto bélico). Fue también la primera vez que se juzgó el delito de genocidio, si bien no con ese nombre (se habló de crímenes por “motivos políticos, raciales o religiosos”). El problema era que, a excepción de algunas violaciones de las leyes de la guerra –asesinato o maltrato de prisioneros, por ejemplo–, que ya existían, eran todos cargos nuevos, lo que iba contra el principio de irretroactividad de la ley. Se dijo así que se estaba juzgando a los acusados por unas acciones que no constituían delito en el momento que se cometieron: el presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Harlan Fiske Stone, habló de “linchamiento”.
Y era además, efectivamente, una justicia del vencedor, puesto que aplicaba solo a Alemania unos cargos que podrían haberse esgrimido contra los propios aliados: los crímenes contra la humanidad de Stalin eran de sobra conocidos –purgas, genocidio en Ucrania, deportaciones masivas–, así como los que cometió contra la paz –invasión de Polonia acordada en el Pacto Ribbentrop-Mólotov de 1939; invasiones de Finlandia y los Estados Bálticos–. También encajaban en el capítulo de crímenes de guerra los bombardeos aliados de ciudades alemanas –Hamburgo, Dresde y otras–, en los que murieron cientos de miles de civiles y que se mantuvieron en el tiempo con el fin de aterrorizar a la población, por más que no hubiera objetivos militares. De hecho, este motivo llevó a los aliados a abstenerse prudentemente de incluir los bombardeos alemanes
Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe (la aviación alemana) y considerado durante años el sucesor de Hitler, se erigió en el líder de los acusados
de ciudades como Londres, Coventry, Róterdam o Varsovia entre los cargos presentados, no fueran a volverse en su contra.
EL TRIBUNAL LO FORMARON LAS CUATRO POTENCIAS VENCEDORAS EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL (Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y la Unión Soviética), que proporcionaron cada una dos jueces –principal y suplente– y un fiscal con sus ayudantes. Una vez más, la participación soviética en un juicio que pretendía celebrarse con las garantías propias de un estado de derecho quedaba en entredicho: el primer juez ruso, Iona Nikitchenko, había presidido algunas de las más famosas farsas judiciales de Stalin en la década de los treinta.
El 8 de agosto de 1945, tres meses después de la rendición incondicional de Alemania, se firmó la Carta de Londres, en la que se establecían los principios y procedimientos de los juicios, que incluirían elementos tanto del derecho anglosajón como del continental europeo, con cierto predominio de este último que se refleja en que el tribunal estuviera compuesto por jueces y no por un jurado. A este documento, elaborado por las cuatro potencias vencedoras, se adhirieron otros diecinueve países.
El 29 de agosto se anunció la lista definitiva de acusados del juicio principal de Núremberg. La idea era sentar en el banquillo a los grandes criminales nazis, aquellos que por su poder en la Alemania de Hitler tenían la mayor responsabilidad sobre el horror causado. Pero los aliados se enfrentaban a distintos problemas. El primero era que los principales protagonistas estaban muertos. Hitler se había suicidado en su búnker el 30 de abril; Goebbels había seguido su ejemplo al día siguiente, tras matar a su mujer y sus seis hijos; Himmler se había suicidado también, poco después, cuando se encontraba bajo custodia británica. Heydrich, uno de los principales arquitectos del Holocausto, había muerto en un atentado en 1942. El único realmente de primera fila que quedaba era Hermann Göring, que desempeñaría en el juicio un papel estelar.
Había otro inconveniente: el muy limitado conocimiento que se tenía por entonces del funcionamiento del Tercer Reich, lo que llevó a dudas y cambios. Al final, en la lista hubo tanto individuos acusados por su indudable brutalidad –Ernst Kaltenbrunner, jefe de Seguridad, o Hans Frank, gobernador de Polonia–, como otros que estaban allí por representar a los sectores fundamentales del régimen, aunque en algunos casos la carga probatoria fuera más dudosa. Karl Dönitz, Wilhelm Keitel, Alfred Jodl y Erich Raeder,
todos militares de carrera que habían ocupado puestos cruciales en la guerra, representaban al militarismo alemán; Hjalmar Schacht, Walther Funk y Gustav Krupp, a los sectores económicos, financieros e industriales que habían apoyado al nazismo. Franz von Papen, líder del Partido de Centro, había jugado un papel importante en la subida de Hitler al poder y había ocupado luego cargos políticos. También estaban Alfred Rosenberg, uno de los principales ideólogos del antisemitismo, y Albert Speer, arquitecto del régimen y eficiente ministro de Armamento. Igualmente notorias eran las ausencias: se habían fugado Adolf Eichmann –uno de los organizadores de la solución final, el exterminio de los judíos–, y el célebre doctor Josef Mengele; Martin Bormann, secretario personal de Hitler, estaba desaparecido (luego se le dio por muerto en la guerra), y fue juzgado y condenado en rebeldía.
El 20 de noviembre comenzó la vista. Al día siguiente, el fiscal jefe, el estadounidense Robert Jackson, pronunció un largo e impactante discurso inicial en el que destacó la magnitud inédita de la tarea y expuso los objetivos y la necesidad del juicio. “Los delitos
Los aliados obviaron en sus acusaciones los bombardeos alemanes de ciudades, porque ellos también habían arrasado desde el aire poblaciones carentes de objetivos militares
que buscamos condenar y castigar han sido tan calculados, tan malignos y tan devastadores, que la civilización no podría sobrevivir si se repitieran”, afirmó. Se esforzó también por dejar claro que no había odio hacia el pueblo alemán, y que si los dirigentes nazis estaban en el banquillo no era por haber perdido la guerra, sino por haberla iniciado.
EL PROCESO SE DESARROLLÓ A LO LARGO DE DIEZ MESES, CON 402 VISTAS PÚBLICAS en las que comparecieron 240 testigos. Asistieron a diario más de 400 visitantes y 325 corresponsales de prensa de decenas de países distintos. La radio alemana retransmitía a diario información y comentarios sobre el juicio; durante meses, los espectadores pudieron ver en los cines de todo el mundo noticias y reportajes sobre Núremberg, que fue así la vía por la que el Holocausto se conoció globalmente. Pese a que el tiempo para buscar pruebas había sido escaso –seis meses, en los que aún no estaba claro quiénes serían exactamente los acusados–, la documentación presentada fue ingente: pesaba 3000 toneladas y llenó seis vagones de tren. Se manejaron unas 300 000 declaraciones escritas y los fiscales contaron con todo tipo de material gráfico y fílmico recogido por el propio aparato de propaganda nazi, además de con películas hechas por los ejércitos aliados, como la estadounidense Los campos de concentración nazis, y la soviética Las atrocidades de los fascistas alemanes en la URSS. Las imágenes provocaron sorpresa y espanto en muchos de los asistentes, incluidos algunos de los sentados en el banquillo, que pretendían no saber nada del asunto.
Los acusados se declararon todos inocentes y descargaron cualquier responsabilidad en Hitler y la obediencia debida. Las defensas intentaron invalidar el proceso apelando al principio de irretroactividad –eran leyes ex post facto, es decir, posteriores a los hechos juzgados–, pero fracasaron. Sobre las guerras de agresión,
por ejemplo, el tribunal dijo que habían quedado prohibidas por el pacto Briand– Kellog firmado por quince estados en 1928, una razón jurídicamente muy dudosa, dada la irrelevancia de dicho acuerdo.
Hermann Göring emergió enseguida como el gran protagonista. Desprovisto de las drogas que tomaba y sometido a una dieta obligatoria que le hizo perder 27 kilos, el creador de la Luftwaffe, muy deprimido al final de la guerra, pareció revivir y dio muestras de poseer una singular inteligencia. Se convirtió en el líder natural de los acusados, cuyos testimonios intentó dirigir y sobre los que llegó a ejercer tal influencia que en febrero fue apartado de los demás en la cárcel. También consiguió desesperar al fiscal Jackson con sus respuestas esquivas y sus continuas correcciones y puntualizaciones. Su línea de defensa consistió en negar cualquier conocimiento de las atrocidades nazis –aseguró que las películas de los campos de exterminio eran falsas–, declarar que había actuado por patriotismo, reafirmarse en su fidelidad a Hitler y acusar al tribunal de practicar la justicia del vencedor. Pero las pruebas en su contra eran demasiado evidentes y nada pudo librarle de la pena capital.
La otra gran personalidad del juicio fue Albert Speer, que por alguna razón nunca aclarada –quizá su estilo elegante y cultivado o su actitud aparentemente estoica–, gozó de las simpatías del tribunal. Speer se presentó como un tecnócrata obnubilado por la figura del Führer. A diferencia de otros, jugó la baza de admitir una cierta responsabilidad colectiva por el nazismo –nunca una culpa personal–, además de colaborar facilitando información a los aliados, tal como se encargó de recordarle al fiscal Jackson en una carta enviada poco antes del juicio. En una de las vistas, sorprendió también a todos con una estupefaciente revelación: aseguró que, al final de la guerra, había intentado matar a Hitler introduciendo ve
Doce de los acusados fueron sentenciados a morir en la horca. Antes de pasar por el patíbulo, Göring se suicidó con cianuro
neno por un conducto de ventilación de su búnker berlinés, pero que lo había encontrado cerrado. La estrategia funcionó: pese a sus evidentes responsabilidades en la utilización de trabajadores esclavos en su etapa como ministro de Armamento, Speer no fue condenado a muerte, sino a veinte años de cárcel (Fritz Sauckel, encargado de proporcionarle la mano de obra para sus planes, murió en la horca). Hoy, a Speer se le recuerda sobre todo como el arquitecto de las grandiosas construcciones nazis.
EL BALANCE DE LOS JUICIOS DE NÚREMBERG ARROJA ALGUNAS SOMBRAS. HAY DUDAS RAZONABLES SOBRE LA VULNERACIÓN de algún principio jurídico básico, como la irretroactividad, y sobre la inexistencia de un tribunal preconstituido (se creó ad hoc para juzgar a los acusados). También es cierto que los bombardeos aliados de la población civil alemana constituían crímenes de guerra. La participación soviética merece un comentario aparte. Que un régimen totalitario, inventor de las farsas judiciales –en los años treinta, el más infame juez nazi, Roland Freisler, fue a Moscú a aprender las técnicas de humillación de los acusados–, estuviera allí juzgando crímenes contra la humanidad es una grotesca ironía. Para muestra, un botón: los representantes soviéticos intentaron infructuosamente cargar a Alemania los 22000 polacos muertos en la masacre de Katyn, ejecutados en la primavera de 1940 por la propia policía soviética (el NKVD), como reconoció Rusia en 1990.
Pero la magnitud de los crímenes nazis era tal, que resultaba impensable dejarlos sin castigo. A pesar de sus defectos, los procesos de la ciudad alemana dieron una respuesta que hoy se considera en general adecuada, teniendo en cuenta las complicadas circunstancias en las que se produjo.