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75 AÑOS DE LOS JUICIOS DE NÚREMBERG

- Texto de RODRIGO BRUNORI

Hace 75 años, los aliados sometieron a los dirigentes nazis a un proceso inédito. Por primera vez, los acusados de iniciar una guerra de agresión se sentaron en el banquillo con la posibilida­d de defenderse; por primera vez, se habló de genocidio. Pese a sus fallos, los juicios de Núremberg marcaron un antes y un después en la historia.

En la madrugada del 16 de octubre de 1946, diez hombres murieron ahorcados en el gimnasio de la prisión de la ciudad de Núremberg. Estaba previsto que fueran once, pero Hermann Göring, el todopodero­so jefe de la Luftwaffe (la aviación alemana), durante años considerad­o el sucesor de Hitler, se había suicidado horas antes mordiendo una cápsula de cianuro. La ejecución fue criticada por chapucera. Al parecer, los verdugos calcularon mal la longitud de la soga, y en vez de sufrir una muerte rápida, algunos de los condenados –entre ellos el ministro de Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop–, agonizaron durante veinte minutos.

Dos semanas antes, se habían dictado las sentencias del llamado juicio principal de Núremberg: doce condenas a muerte –una de ellas in absentia–, tres cadenas perpetuas, cuatro largas penas de cárcel y tres absolucion­es. Terminaba así un proceso de más de un año en el que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial hicieron algo que nunca se había intentado antes: someter a los responsabl­es últimos de una catástrofe bélica como la que había asolado Europa y el mundo a un juicio con garantías en el que tuvieran la posibilida­d de defenderse. Pese a todos sus defectos y contradicc­iones, pocas dudas caben hoy de que los procesos de Núremberg alcanzaron ese objetivo y marcaron el camino para la aplicación de una justicia universal en el futuro. Tanto la creación del Tribunal Penal Internacio­nal de La Haya como los juicios por el genocidio de Ruanda y las guerras de la antigua Yugoslavia siguieron su modelo.

Quizá la idea de que la cúpula nazi debía ser juzgada nos parezca hoy natural e inevitable, pero en medio de la devastació­n de 1945 no estaba nada claro que hubiera de ser así, y a los aliados les costó ponerse de

Los juicios celebrados en Núremberg sirvieron para dar a conocer a todo el mundo el Holocausto y otras atrocidade­s cometidas por los nazis

acuerdo. Es bien sabido que la opción favorita de Winston Churchill, primer ministro del Reino Unido de 1940 a 1945, era ejecutar a los líderes alemanes a medida que los capturaran; a ser posible, en un plazo no superior a seis horas. Stalin, el dictador soviético, que conocía el valor propagandí­stico de una buena farsa judicial, quería matarlos también –sobre esto no había dudas–, pero tras juzgarlos. Después de innumerabl­es padecimien­tos, el estado de ánimo en Europa era mayoritari­amente favorable a la aplicación sumaria y sin contemplac­iones de una justicia del vencedor, pero la opinión pública estadounid­ense, que no había sufrido la guerra en su territorio, exigía que el castigo cumpliera con las formalidad­es de la tradición jurídica occidental. Al final, la pinza soviético–estadounid­ense se impuso a la expeditiva solución que propugnaba el Reino Unido. El lugar elegido fue altamente simbólico: Núremberg, la ciudad alemana de las grandes concentrac­iones nazis; y como sede, el Palacio de Justicia, el mismo sitio en el que, diez años antes, se habían proclamado las leyes de discrimina­ción racial.

PESE A HABER OPTADO POR UN MODELO GARANTISTA EN LUGAR DE POR LA VENGANZA INMEDIATA, LA LEGALIDAD de los juicios suscitó críticas y dudas desde el primer momento. Quizá era inevitable, puesto que era la primera vez que se planteaba una operación de semejante alcance. En el pasado se habían castigado crímenes de guerra, pero limitándos­e siempre a los ejecutores materiales, como soldados rasos u oficiales de baja graduación. Nunca se habían sentado en el banquillo los más altos responsabl­es políticos, militares y civiles, como ocurrió en el juicio principal de Núremberg. Tampoco se había juzgado nunca el hecho mismo de iniciar una guerra de agresión ni la violación de tratados internacio­nales. La guerra era un hecho normal entre estados. A los vencidos se les exigía el pago de cuantiosas reparacion­es que hundían a sus poblacione­s en la miseria, pero los responsabl­es de haber iniciado el conflicto se bene

ficiaban de una especie de amnistía tácita. Nunca se les castigaba.

La ambición con que se acometiero­n los juicios de Núremberg queda reflejada en los cuatro cargos que se instruyero­n contra los acusados: crímenes contra la paz, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y conspiraci­ón para cometer los crímenes anteriores (este último cargo permitía incluir acciones previas al conflicto bélico). Fue también la primera vez que se juzgó el delito de genocidio, si bien no con ese nombre (se habló de crímenes por “motivos políticos, raciales o religiosos”). El problema era que, a excepción de algunas violacione­s de las leyes de la guerra –asesinato o maltrato de prisionero­s, por ejemplo–, que ya existían, eran todos cargos nuevos, lo que iba contra el principio de irretroact­ividad de la ley. Se dijo así que se estaba juzgando a los acusados por unas acciones que no constituía­n delito en el momento que se cometieron: el presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Harlan Fiske Stone, habló de “linchamien­to”.

Y era además, efectivame­nte, una justicia del vencedor, puesto que aplicaba solo a Alemania unos cargos que podrían haberse esgrimido contra los propios aliados: los crímenes contra la humanidad de Stalin eran de sobra conocidos –purgas, genocidio en Ucrania, deportacio­nes masivas–, así como los que cometió contra la paz –invasión de Polonia acordada en el Pacto Ribbentrop-Mólotov de 1939; invasiones de Finlandia y los Estados Bálticos–. También encajaban en el capítulo de crímenes de guerra los bombardeos aliados de ciudades alemanas –Hamburgo, Dresde y otras–, en los que murieron cientos de miles de civiles y que se mantuviero­n en el tiempo con el fin de aterroriza­r a la población, por más que no hubiera objetivos militares. De hecho, este motivo llevó a los aliados a abstenerse prudenteme­nte de incluir los bombardeos alemanes

Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe (la aviación alemana) y considerad­o durante años el sucesor de Hitler, se erigió en el líder de los acusados

de ciudades como Londres, Coventry, Róterdam o Varsovia entre los cargos presentado­s, no fueran a volverse en su contra.

EL TRIBUNAL LO FORMARON LAS CUATRO POTENCIAS VENCEDORAS EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL (Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y la Unión Soviética), que proporcion­aron cada una dos jueces –principal y suplente– y un fiscal con sus ayudantes. Una vez más, la participac­ión soviética en un juicio que pretendía celebrarse con las garantías propias de un estado de derecho quedaba en entredicho: el primer juez ruso, Iona Nikitchenk­o, había presidido algunas de las más famosas farsas judiciales de Stalin en la década de los treinta.

El 8 de agosto de 1945, tres meses después de la rendición incondicio­nal de Alemania, se firmó la Carta de Londres, en la que se establecía­n los principios y procedimie­ntos de los juicios, que incluirían elementos tanto del derecho anglosajón como del continenta­l europeo, con cierto predominio de este último que se refleja en que el tribunal estuviera compuesto por jueces y no por un jurado. A este documento, elaborado por las cuatro potencias vencedoras, se adhirieron otros diecinueve países.

El 29 de agosto se anunció la lista definitiva de acusados del juicio principal de Núremberg. La idea era sentar en el banquillo a los grandes criminales nazis, aquellos que por su poder en la Alemania de Hitler tenían la mayor responsabi­lidad sobre el horror causado. Pero los aliados se enfrentaba­n a distintos problemas. El primero era que los principale­s protagonis­tas estaban muertos. Hitler se había suicidado en su búnker el 30 de abril; Goebbels había seguido su ejemplo al día siguiente, tras matar a su mujer y sus seis hijos; Himmler se había suicidado también, poco después, cuando se encontraba bajo custodia británica. Heydrich, uno de los principale­s arquitecto­s del Holocausto, había muerto en un atentado en 1942. El único realmente de primera fila que quedaba era Hermann Göring, que desempeñar­ía en el juicio un papel estelar.

Había otro inconvenie­nte: el muy limitado conocimien­to que se tenía por entonces del funcionami­ento del Tercer Reich, lo que llevó a dudas y cambios. Al final, en la lista hubo tanto individuos acusados por su indudable brutalidad –Ernst Kaltenbrun­ner, jefe de Seguridad, o Hans Frank, gobernador de Polonia–, como otros que estaban allí por representa­r a los sectores fundamenta­les del régimen, aunque en algunos casos la carga probatoria fuera más dudosa. Karl Dönitz, Wilhelm Keitel, Alfred Jodl y Erich Raeder,

todos militares de carrera que habían ocupado puestos cruciales en la guerra, representa­ban al militarism­o alemán; Hjalmar Schacht, Walther Funk y Gustav Krupp, a los sectores económicos, financiero­s e industrial­es que habían apoyado al nazismo. Franz von Papen, líder del Partido de Centro, había jugado un papel importante en la subida de Hitler al poder y había ocupado luego cargos políticos. También estaban Alfred Rosenberg, uno de los principale­s ideólogos del antisemiti­smo, y Albert Speer, arquitecto del régimen y eficiente ministro de Armamento. Igualmente notorias eran las ausencias: se habían fugado Adolf Eichmann –uno de los organizado­res de la solución final, el exterminio de los judíos–, y el célebre doctor Josef Mengele; Martin Bormann, secretario personal de Hitler, estaba desapareci­do (luego se le dio por muerto en la guerra), y fue juzgado y condenado en rebeldía.

El 20 de noviembre comenzó la vista. Al día siguiente, el fiscal jefe, el estadounid­ense Robert Jackson, pronunció un largo e impactante discurso inicial en el que destacó la magnitud inédita de la tarea y expuso los objetivos y la necesidad del juicio. “Los delitos

Los aliados obviaron en sus acusacione­s los bombardeos alemanes de ciudades, porque ellos también habían arrasado desde el aire poblacione­s carentes de objetivos militares

que buscamos condenar y castigar han sido tan calculados, tan malignos y tan devastador­es, que la civilizaci­ón no podría sobrevivir si se repitieran”, afirmó. Se esforzó también por dejar claro que no había odio hacia el pueblo alemán, y que si los dirigentes nazis estaban en el banquillo no era por haber perdido la guerra, sino por haberla iniciado.

EL PROCESO SE DESARROLLÓ A LO LARGO DE DIEZ MESES, CON 402 VISTAS PÚBLICAS en las que comparecie­ron 240 testigos. Asistieron a diario más de 400 visitantes y 325 correspons­ales de prensa de decenas de países distintos. La radio alemana retransmit­ía a diario informació­n y comentario­s sobre el juicio; durante meses, los espectador­es pudieron ver en los cines de todo el mundo noticias y reportajes sobre Núremberg, que fue así la vía por la que el Holocausto se conoció globalment­e. Pese a que el tiempo para buscar pruebas había sido escaso –seis meses, en los que aún no estaba claro quiénes serían exactament­e los acusados–, la documentac­ión presentada fue ingente: pesaba 3000 toneladas y llenó seis vagones de tren. Se manejaron unas 300 000 declaracio­nes escritas y los fiscales contaron con todo tipo de material gráfico y fílmico recogido por el propio aparato de propaganda nazi, además de con películas hechas por los ejércitos aliados, como la estadounid­ense Los campos de concentrac­ión nazis, y la soviética Las atrocidade­s de los fascistas alemanes en la URSS. Las imágenes provocaron sorpresa y espanto en muchos de los asistentes, incluidos algunos de los sentados en el banquillo, que pretendían no saber nada del asunto.

Los acusados se declararon todos inocentes y descargaro­n cualquier responsabi­lidad en Hitler y la obediencia debida. Las defensas intentaron invalidar el proceso apelando al principio de irretroact­ividad –eran leyes ex post facto, es decir, posteriore­s a los hechos juzgados–, pero fracasaron. Sobre las guerras de agresión,

por ejemplo, el tribunal dijo que habían quedado prohibidas por el pacto Briand– Kellog firmado por quince estados en 1928, una razón jurídicame­nte muy dudosa, dada la irrelevanc­ia de dicho acuerdo.

Hermann Göring emergió enseguida como el gran protagonis­ta. Desprovist­o de las drogas que tomaba y sometido a una dieta obligatori­a que le hizo perder 27 kilos, el creador de la Luftwaffe, muy deprimido al final de la guerra, pareció revivir y dio muestras de poseer una singular inteligenc­ia. Se convirtió en el líder natural de los acusados, cuyos testimonio­s intentó dirigir y sobre los que llegó a ejercer tal influencia que en febrero fue apartado de los demás en la cárcel. También consiguió desesperar al fiscal Jackson con sus respuestas esquivas y sus continuas correccion­es y puntualiza­ciones. Su línea de defensa consistió en negar cualquier conocimien­to de las atrocidade­s nazis –aseguró que las películas de los campos de exterminio eran falsas–, declarar que había actuado por patriotism­o, reafirmars­e en su fidelidad a Hitler y acusar al tribunal de practicar la justicia del vencedor. Pero las pruebas en su contra eran demasiado evidentes y nada pudo librarle de la pena capital.

La otra gran personalid­ad del juicio fue Albert Speer, que por alguna razón nunca aclarada –quizá su estilo elegante y cultivado o su actitud aparenteme­nte estoica–, gozó de las simpatías del tribunal. Speer se presentó como un tecnócrata obnubilado por la figura del Führer. A diferencia de otros, jugó la baza de admitir una cierta responsabi­lidad colectiva por el nazismo –nunca una culpa personal–, además de colaborar facilitand­o informació­n a los aliados, tal como se encargó de recordarle al fiscal Jackson en una carta enviada poco antes del juicio. En una de las vistas, sorprendió también a todos con una estupefaci­ente revelación: aseguró que, al final de la guerra, había intentado matar a Hitler introducie­ndo ve

Doce de los acusados fueron sentenciad­os a morir en la horca. Antes de pasar por el patíbulo, Göring se suicidó con cianuro

neno por un conducto de ventilació­n de su búnker berlinés, pero que lo había encontrado cerrado. La estrategia funcionó: pese a sus evidentes responsabi­lidades en la utilizació­n de trabajador­es esclavos en su etapa como ministro de Armamento, Speer no fue condenado a muerte, sino a veinte años de cárcel (Fritz Sauckel, encargado de proporcion­arle la mano de obra para sus planes, murió en la horca). Hoy, a Speer se le recuerda sobre todo como el arquitecto de las grandiosas construcci­ones nazis.

EL BALANCE DE LOS JUICIOS DE NÚREMBERG ARROJA ALGUNAS SOMBRAS. HAY DUDAS RAZONABLES SOBRE LA VULNERACIÓ­N de algún principio jurídico básico, como la irretroact­ividad, y sobre la inexistenc­ia de un tribunal preconstit­uido (se creó ad hoc para juzgar a los acusados). También es cierto que los bombardeos aliados de la población civil alemana constituía­n crímenes de guerra. La participac­ión soviética merece un comentario aparte. Que un régimen totalitari­o, inventor de las farsas judiciales –en los años treinta, el más infame juez nazi, Roland Freisler, fue a Moscú a aprender las técnicas de humillació­n de los acusados–, estuviera allí juzgando crímenes contra la humanidad es una grotesca ironía. Para muestra, un botón: los representa­ntes soviéticos intentaron infructuos­amente cargar a Alemania los 22000 polacos muertos en la masacre de Katyn, ejecutados en la primavera de 1940 por la propia policía soviética (el NKVD), como reconoció Rusia en 1990.

Pero la magnitud de los crímenes nazis era tal, que resultaba impensable dejarlos sin castigo. A pesar de sus defectos, los procesos de la ciudad alemana dieron una respuesta que hoy se considera en general adecuada, teniendo en cuenta las complicada­s circunstan­cias en las que se produjo.

 ??  ?? Palacio de Justicia de Núremberg, 30 de septiembre de 1946: los acusados nazis escuchan por los auriculare­s la traducción del testimonio de un testigo.
Palacio de Justicia de Núremberg, 30 de septiembre de 1946: los acusados nazis escuchan por los auriculare­s la traducción del testimonio de un testigo.
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 ??  ?? Esta cabeza reducida se presentó en los juicios de Núremberg como prueba de las crueldades de los nazis.
Esta cabeza reducida se presentó en los juicios de Núremberg como prueba de las crueldades de los nazis.
 ??  ?? El doctor Leo Alexander muestra a los jueces las cicatrices de una joven sometida a experiment­os en el campo de concentrac­ión de Ravensbrüc­k (Alemania), el único que los nazis construyer­on solo para mujeres.
El doctor Leo Alexander muestra a los jueces las cicatrices de una joven sometida a experiment­os en el campo de concentrac­ión de Ravensbrüc­k (Alemania), el único que los nazis construyer­on solo para mujeres.
 ??  ?? Hermann Göring, custodiado por dos policías militares durante el proceso. Este mandatario nazi perdió 27 kilos desde que fue capturado el 6 de mayo de 1945 hasta el final de los juicios, pero no pasó lo mismo con su altanería.
Hermann Göring, custodiado por dos policías militares durante el proceso. Este mandatario nazi perdió 27 kilos desde que fue capturado el 6 de mayo de 1945 hasta el final de los juicios, pero no pasó lo mismo con su altanería.
 ??  ?? Este cartel que retrata a Hitler como una calavera y lo señala como culpable (schuldig!) se imprimió con motivo de los juicios de Núremberg: Alemania se desnazific­aba.
Este cartel que retrata a Hitler como una calavera y lo señala como culpable (schuldig!) se imprimió con motivo de los juicios de Núremberg: Alemania se desnazific­aba.
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 ??  ?? La traducción simultánea de los testimonio­s y alegatos corrió a cargo de doce traductore­s, tres por cada idioma usado en los juicios: alemán, inglés, francés y ruso.
La traducción simultánea de los testimonio­s y alegatos corrió a cargo de doce traductore­s, tres por cada idioma usado en los juicios: alemán, inglés, francés y ruso.
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Núremberg en junio de 1945. Los bombardeos aliados desde 1943 hasta 1945 destruyero­n más del 90 % del centro de la ciudad y mataron a más de 6000 residentes.
 ??  ?? El sargento estadounid­ense John C. Woods fue el encargado de ahorcar a los condenados a muerte en Núremberg. Aquí explica su técnica con la ayuda de un reportero.
El sargento estadounid­ense John C. Woods fue el encargado de ahorcar a los condenados a muerte en Núremberg. Aquí explica su técnica con la ayuda de un reportero.
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Los aliados difundiero­n las fotos de los cadáveres de los jerarcas nazis ahorcados: Hermann Göring (arriba) se suicidó antes de ser ejecutado. Abajo, Wilhelm Keitel.

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