EL HUMOR Y SU PROBLEMÁTICA CONDICIÓN
EN UNA SOCIEDAD CADA VEZ MÁS PURITANA COMO LA ACTUAL, SE MULTIPLICAN LOS TEMAS DE LOS QUE NO CONVIENE REÍRNOS. Y SIN RISA, SIN ESE MECANISMO PARA DESACRALIZAR LO TRASCENDENTE, PERDEMOS NUESTRO SENTIDO CRÍTICO COLECTIVO.
Se atribuye al escritor irlandés George Bernard Shaw o al comediante danés Victor Borge una inteligente observación: “la risa es la distancia más corta entre dos personas”. Reírse con alguien es fraternizar hasta lo más profundo, compartir todo lo compartible. El humor es el gran dispositivo de seducción. Sin embargo, nuestros tiempos parecen querer indicar lo contrario: se usa como arma de guerra con la que un ideólogo, no un humorista, lapida a su oponente a golpe de chiste. Pasa a ser visto ahora como algo problemático que debe ser controlado, restringido, censurado.
EL HUMOR SIEMPRE HA SIDO UNA MALA LECHE QUE SUELE ACABAR BIEN. Su condición feroz se debe fundamentalmente a su carácter irreverente y crítico, que además se aplica sobre aquello que no tenemos ni resuelto ni normativizado. Es el gran detector de minas: allí donde algo puede estallar, allí pone el pie. Y bendito sea por eso. La muerte, las infidelidades, las particularidades y las minorías que no se ajustan al encuadre social, la violencia, lo absurdo que no se somete a la ley racional… todo aquello sin resolver es su campo de batalla. Así como solo el bufón puede decirle la verdad incómoda al rey, el humor es el único capaz de tocar lo que no se puede tocar: el tabú. Hoy, el problema no es que sea más agresivo, sino que hay muchísimos más tabús, muchísimas más particularidades intocables. La risa es filogenéticamente una señal de amenaza; un retraer los labios para mostrar los colmillos y anticipar el mortal mordisco. Supone amenazar a alguien, formar manada antes de devorar al intruso.
La misma etimología de la palabra chiste, confusa en su origen, parece remitirnos a la onomatopeya del estallido de un látigo cuando azota, al khlyst. Pero también pudiera proceder del chist, de lo que se dice en voz baja, porque se sabe que lo dicho contiene dinamita, que amenaza con volar por los aires lo colectivo.
Sea como fuera, la función del humor resulta primordial en sociedades dialógicas y conflictivas como las democracias, porque es él –su filo, su método y su intención– el que permite poner sobre la mesa lo no resuelto, lo que permite normalizar y regularizar aquello que antes de su intervención estaba fuera de sitio. Acotar o impedir el humor, reírse menos, es cercenar el espíritu crítico colectivo, impedir el desarrollo social.
Pero decíamos que, pese a su incendiaria función, suele acabar bien, y además produce satisfacción entre los receptores. Eso se debe fundamentalmente a que pertenece al ámbito de la fiesta: un tiempo que emerge con la civilización y en el que esta es cuestionada, trascendida, puesta en suspensión. El retorno momentáneo y supervisado a un legendario y pretérito tiempo desnormado, pero sin prescindir ni liquidar la civilización. Por eso está tan cerca de la guerra, y el humor, tan próximo a la ofensa. Este último se contextualiza en la fiesta, como un cuadro de Miró es pintura y no un chorreón porque se contextualiza en el arte. Si yo digo algo fuera del contexto de la fiesta, si no tengo talento para contextualizarlo en ella, no es humor, es insulto, del mismo modo que si mi hijo hace un trazo azul en un folio no es arte, sino el garabato de un niño. El problema ahora es que el tiempo de norma es tan poderoso que está desarticulando el de la fiesta. No lo permite. Hay desmadres pero no lo sagrado de la fiesta.
UNA SOCIEDAD PURITANA ES UNA SOCIEDAD SIN FIESTA Y SIN HUMOR, ADEMÁS DE UNA IMPOSIBLE DEMOCRACIA. La trascendencia, lo incuestionable no permite el humor; quizá por eso el patriarca Juan Crisóstomo sostenía que Cristo nunca sonrió. Pero incluso ahí el humor acecha. En El gran Lebowsky, película de los hermanos Cohen, las cenizas de un amigo van a ser arrojadas al mar. Tras una especie de oración fúnebre pretendidamente profunda pero que de tanto repetirse está ya estandarizada, se abre la lata de patatas fritas que contienen los restos y son arrojados sin tener en cuenta el viento terral. Las cenizas se depositan en la cara imperturbable de Lebowsky: la carcajada del espectador es inevitable. El dolor intratable del pretender alcanzar la trascendencia y que la más evidente mundanidad te lleve de vuelta a lo contingente solo se puede resistir a través del humor. Bergson llamaba ironía a esa confrontación. Esa que nos recuerda que nada sobre lo que uno no se pueda reír merece ser tomado demasiado en serio.
“Ahora el problema es que el tiempo de la norma es tan poderoso que está desarticulando al de la fiesta”