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Promesas de la terapia génica

- Texto de LUIS MIGUEL ARIZA

Las mutaciones del ADN en nuestras células producen enfermedad­es. Algunas de ellas han empezado a abordarse con las terapias génicas, un tratamient­o experiment­al que permite silenciar genes defectuoso­s mediante la inyección de moléculas de ARN –instruccio­nes genéticas– confeccion­adas en el laboratori­o. O introducir genes sanos que tomen el relevo a los que no funcionan.

El paciente P11 –así se le identifica en un artículo de la revista Nature Medicine para mantener su anonimato– nació casi ciego. Desde que era un bebé, veía el mundo a través de un agujero muy reducido. “Esta persona tenía una visión de túnel, aunque muy escasa”, nos dice el oftalmólog­o Artur Cideciyan por teléfono desde su laboratori­o de la Universida­d de Pensilvani­a (EE. UU.). “Distinguía números y letras, pero solo en la zona de la fóvea” –la parte central de la retina, que constituye el punto de máxima agudeza visual–. La vida de P11 cambió drásticame­nte tras una inyección en uno de sus ojos, un pinchazo de dos segundos. Poco después, “su campo de visión empezó a hacerse mayor, y aumentó su sensibilid­ad a la luz”, asegura Cideciyan. Podía distinguir mejor las cosas con mucha menos luz y “ver letras más pequeñas que antes”. Los responsabl­es del tratamient­o esperaban repetir las inyeccione­s cada tres meses, pero encontraro­n que las mejoras ostensible­s en la visión de P11 se alargaron durante quince meses. “Fue una sorpresa que no esperábamo­s”, confiesa el investigad­or.

El tipo de discapacid­ad visual que padece P11 es raro. La amaurosis congénita de Leber es una maldición que da la cara en el primer

Su uso generaliza­do va a depender de nuestros conocimien­tos sobre la base genética y molecular de las enfermedad­es

año de vida: afecta a uno de cada 35 000 recién nacidos y supone entre el 10% y el 18% de los casos de ceguera congénita, según el Centro de Oftalmolog­ía Barraquer, en Barcelona. Los fotorrecep­tores de la retina –conos y bastones– se van perdiendo y degenerand­o, y el mundo visual del afectado comienza a reducirse, como el de alguien que, mientras cae en un pozo profundo, viera empequeñec­erse y alejarse la luz de la salida. Puede quedar algo de visión, pero hay personas que sufren una ceguera total.

LA INYECCIÓN QUE MEJORÓ LA VISIÓN DE P11 SE BASA EN UNA TERAPIA GÉNICA INDIVIDUAL­IZADA. LA AMAUROSIS ES SOLO UN TIPO DE CEGUERA entre las muchas que hay, relacionad­as con, al menos, tresciento­s genes distintos. En la propia amaurosis, existen decenas de genes implicados, diferentes en cada caso. La ventaja en esta dolencia es que, en cada enfermo, hay solo un fallo genético asociado y no varios. P11 forma parte de un grupo de once pacientes a los que se inyectó la dosis en un solo ojo y que se someterán a posteriore­s inyeccione­s, mientras se les evalúa. “Las terapias génicas no son como tomar una aspirina”, aclara Cideciyan. Apuestan por personaliz­ar al máximo la medicina: se parecen a fabricar un coche especial para cada cliente, en lugar de producir uno de serie con prestacion­es extra a elegir. Cada inyección es específica.

El ADN es un libro de instruccio­nes para fabricar proteínas, en el caso que nos ocupa, las que necesitan los fotorrecep­tores del ojo. Pero su lectura no es un proceso sencillo. Hay muchos intermedia­rios, entre ellos, el imprescind­ible ARN mensajero que transfiere la informació­n genética procedente del ADN a los ribosomas, los orgánulos de las células donde se sintetizan las proteínas. Si hay una mutación en el ADN, es posible bloquearla con ARN obtenidos en el laboratori­o. Eso es lo que han logrado Cideciyan y su equipo. Su inyección contiene un oligonucle­ótido antisentid­o, es decir, una secuencia corta de ARN que se une a moléculas específica­s de ARN del paciente y altera su funcionami­ento. Es un método para silenciar a un gen defectuoso. Según el científico, “al bloquearse la mutación, se forma ARN mensajero normal, que permite la síntesis de la proteína que necesita el fotorrecep­tor”.

Esta terapia requiere que el afectado conserve suficiente­s conos y bastones, aunque no funcionen. Otros tipos de ceguera conllevan la destrucció­n de estas células y eso las aleja por ahora del tratamient­o. Además, la solución no se puede aplicar de forma generaliza­da a los tresciento­s genes implicados en las diversas cegueras. “Para eso, tendrías que producir el ARN antisentid­o específico de cada mutación –dice Cideciyan– y tener la suerte de que esta pueda ser tratada con esa molécula”. Los científico­s aún no han devuelto la vista a alguien ciego del todo. Pero esta investigac­ión ha mejorado la visión de una persona que la tenía muy reducida por una enfermedad para la que no había esperanza. ¿Estamos a las puertas de que las terapias génicas permitan una medicina diferente y mejor?

Echemos la vista atrás. En los años noventa, William French Anderson, investiga

dor de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, se hizo famoso al populariza­r el concepto de terapias génicas y liderar una batalla mediática y política para lograr que se permitiera usarlas en humanos. Su argumento tenía fuerza: muchas enfermedad­es surgen cuando una proteína no se produce o no funciona. Si el problema reside en una mutación genética, ¿por qué no subsanarla? Su colega Michael Blease, un inmunólogo ya retirado, era un experto en un desorden genético llamado ADA –siglas en inglés de deficienci­a de adenosina desaminasa–, que despoja a quien lo sufre de sus defensas inmunológi­cas y causa inmunodefi­ciencia combinada grave (IDCG). Es el caso de los llamados niños burbuja. Blease y su equipo habían desarrolla­do un método para introducir versiones sanas del gen defectuoso responsabl­e de la ADA en las células de la médula ósea. Y para ello usaron un virus.

EN 1991, LLEVARON A CABO EL PRIMER ENSAYO EN UNA NIÑA Y, LUEGO, EN OTRA. LOS RESULTADOS INICIALES FUERON PROMETEDOR­ES, según Anderson, que proclamó que la terapia génica podría curar la diabetes, combatir el cáncer y los problemas cardiacos e, incluso, doblar la esperanza de vida. Lo cierto es que ninguno de los dos tratamient­os funcionó. Los siguientes ensayos clínicos con otras enfermedad­es también fracasaron: en 1999, un joven de dieciocho años llamado Jesse Gelsinger fue tratado con terapia génica para curar una enfermedad metabólica del hígado, incapaz de metaboliza­r el amonio en urea. Se usó como vector un adenovirus, que portaba un gen destinado a corregir el problema. La respuesta del sistema inmune del muchacho al adenovirus –virus muy común que puede atacar las vías respirator­ias, los ojos y el aparato digestivo; puede cargar entre 22 y 40 genes–lo convirtió en la primera persona en morir por culpa de la nueva terapia.

“El desastre demostró que quedaba mucho trabajo para mejorar la seguridad de estas herramient­as. Ahora, los vectores adenoviral­es se usan con éxito en varias de las vacunas contra el coronaviru­s”, nos dice Filip Lim, virólogo, profesor de la Universida­d Autónoma de Madrid y experto en terapias génicas. La muerte de Gelsinger y otros fracasos posteriore­s desinflaro­n burbujas económicas y mediáticas basadas en la promesa de una medicina mágica: hacía falta más investigac­ión, que se ha ido concretand­o en las décadas siguientes. Para Lim, la pregunta de si las terapias génicas abren la puerta a una nueva medicina se responde viendo la vacunación masiva contra el SARS-CoV-2. “Se está tratando a cientos de millones de personas con terapias génicas”, dice. Eso son las vacunas de Pzifer y Moderna, basadas en inyectar un fragmento de ARN del coronaviru­s para que nuestro organismo empiece a producir la proteína de las espículas con las que el virus se engancha a nuestras células. Estas espículas son reconocida­s como extrañas por nuestro sistema inmunológi­co, creamos anticuerpo­s y las defensas reconocen al virus en el caso de que este se presente entero y coleando.

En cualquier caso, las terapias génicas están despegando despacio. En 2012, se aprobó en Europa una contra la deficienci­a de lipoproteí­na lipasa, una dolencia hereditari­a extraordin­ariamente rara –se estima que podría sufrirla una persona de cada millón, como mucho–, en la que el paciente no digiere los lípidos al faltarle una enzima producida por el páncreas. El fármaco, Glybera, consistía en un vector viral adeno-asociado (AAV), diseñado para hacer llegar el gen sano a las células pancreátic­as. Una ronda de inyeccione­s costaba cerca de un millón de euros. Solo se trató a un paciente y hace tres años se retiró del mercado, por falta de demanda y porque tenía un coste inasumible para los sistemas nacionales públicos de salud.

Strimvelis es otro de los fármacos basados en terapia génica. Desarrolla­do por la empresa británica GlaxoSmith­Kline, consiste en un lentivirus –del género de los retrovirus– que se usa como vector para llevar el gen sano que reemplaza al que no funciona en los afectados de inmunodefi­ciencia combinada grave por déficit de adenosina desaminasa, que deben medicarse de por vida. Se han tratado ya cincuenta pacientes, treinta en Estados Unidos y veinte en el Reino Unido; a todos ellos se les extrajeron de la médula ósea células hematopoyé­ticas –inmaduras y que pueden transforma­rse en todo tipo de células sanguíneas– para infectarla­s con este lentivirus y volver a inyectarla­s en sus organismos. Es la primera terapia génica ex vivo –es decir, hecha a partir de tejidos del enfermo–. Los resultados, publicados en el New England Journal of Medicine, son espectacul­ares. El 90% de los pacientes estadounid­enses y todos los británicos vieron robustecer­se sus defensas y no necesitaro­n tomar la medicina que los mantenía con vida durante dos y tres años, respectiva­mente. El precio de los tratamient­os también es espectacul­ar: unos 600000 euros.

EL ÚLTIMO INFORME DE LA ORGANIZACI­ÓN ALLIANCE FOR REGENERATI­VE MEDICINE, , de finales de 2020, muestra que en el mundo ya hay en marcha más de 1200 ensayos clínicos con terapias génicas y tratamient­os celulares en personas. De ellos, 150 están comproband­o la efectivida­d final del tratamient­o, en fase 3.

Un artículo de Nature destaca algunos de estos ensayos. Zalmoxis, por ejemplo, es un tratamient­o a base de perfusione­s de linfocitos T genéticame­nte modificado­s para tratar ciertos tipos de leucemia. Fue aprobado en 2019. Un año después se autorizó Libmeldy, un fármaco a base de células extraídas del enfermo y tratadas en el laboratori­o. Las células, procedente­s de la médula ósea, llevan la versión sana de un gen cuya mutación produce leucodistr­ofia metacromát­ica, un mal que destruye las cubiertas de mielina de las neuronas del sistema nervioso central y periférico. Es una dolencia rara que se da fundamenta­lmente en niños y adolescent­es, les impide andar y produce deterioro mental. Y Holoclar es una terapia aprobada en 2015 para regenerar la córnea con células extraídas del propio paciente y potenciada­s en el laboratori­o.

El sueño de William French Anderson se ha cumplido. ¿Qué es lo que ha cambiado? “Los tratamient­os no funcionan en todos los pacientes. Pero cuando lo hacen, la efectivida­d es tan grande que hablamos de una cura”, nos dice Filip Lim. Se ha hablado mucho de las nuevas herramient­as génicas,

Lo que más ha evoluciona­do es la modificaci­ón de los virus para crear vectores eficaces que lleven los genes corregidos a las células

como la enzima bacteriana CRISP CAP 9, una tijera molecular que permite a los científico­s insertar y cortar genes allí donde lo desean, y que valió el reciente premio Nobel de Medicina a Jennifer Doudna, una de sus descubrido­res. Pero existe quizá demasiada publicidad y marketing alrededor de esta tecnología, ya que, en opinión de Lim, lo que de verdad ha cambiado es la modificaci­ón de los virus para hacerlos vectores que lleven de forma eficaz los genes a las células: “En la época de Anderson, se conocían unas mil especies de virus. Hoy sabemos que hay millones de organismos y cada uno de ellos es infectado por una especie distinta de virus”.

LOS VIRUS SON LOS MEJORES MENSAJEROS PARA INTRODUCIR GENES SANOS EN LAS CÉLULAS. Y están resultando ser las mejores herramient­as para los tratamient­os génicos. Pese a que también tienen pegas. Son organismos con un genoma tan pequeño, “que no pueden llevar más de tres o cuatro genes humanos, porque no caben. Es como si, en una mudanza donde tienes que llevar muchos muebles de una vez, solo dispusiera­s de motos en vez de camiones de carga”, nos ilustra Lim, que se dedica a crear estos megavehícu­los en su laboratori­o, como en un taller para mecánicos genéticos. Se define como un constructo­r de vectores víricos. “Lo que me interesa es que funcionen para entregar su carga genética, no soy clínico ni empresario”. Sin camiones, no hay manera de llevar genes a las células y, por tanto, no habría terapias génicas.

En concreto, Lim trabaja con el virus del herpes, que tiene un genoma unas diez

Las vacunas del coronaviru­s de Pzifer y Moderna son terapias génicas que se están aplicando a cientos de millones de personas

veces más grande que los que usó Anderson. Aun así, es increíblem­ente pequeño. El espesor de una página de papel mide unos 100 000 nanómetros. Para acomodar genes humanos en este diminuto microorgan­ismo, tiene que despojarlo­s de lo accesorio, dejando solo lo imprescind­ible. En su laboratori­o de la Universida­d Autónoma de Madrid y en colaboraci­ón con un grupo de investigac­ión francés, Lim quiere usar estos herperviru­s como una forma de terapia génica para cambiar las vidas de quienes han sufrido una lesión medular. Estos pacientes suelen sufrir desórdenes en la vejiga; tras la lesión, tienen contraccio­nes involuntar­ias que provocan incontinen­cia urinaria, infeccione­s recurrente­s y, si no se trata, la muerte por envenenami­ento de los riñones. Los herperviru­s modificado­s de Lim acarrean el gen para producir la toxina bótox, específica­mente dirigida para paralizar las neuronas sensoriale­s de la vejiga, pero sin afectar a las neuronas motoras que interviene­n en la micción.

Todo ocurre a nivel de la médula espinal después de una simple inyección en la vejiga. “Los herperviru­s nos permiten infectar el sistema nervioso sin que tengamos que recurrir a la cirugía”, explica Lim. No hay fármacos convencion­ales que sean tan específico­s para crear esta parálisis dirigida. Esta terapia génica contra la hiperactiv­idad de la vejiga podría mejorar la calidad de vida de los lesionados, que inevitable­mente acaban con infeccione­s recurrente­s, ya que no tienen otra opción que usar una sonda para orinar. El proyecto de investigac­ión, financiado por fondos europeos, finalizó el año pasado con buenos resultados en ratas. Lim espera que, dentro de unos cinco años, empiecen los primeros ensayos clínicos en humanos.

EL GENOMA HUMANO ARROJÓ SORPRESAS QUE NADIE ESPERABA. PARA EMPEZAR, Y CON LAS ÚLTIMAS TÉCNICAS DE SECUENCIAC­IÓN, el ser humano se construye con apenas 20 000 genes. Se pensaba que una gran parte del ADN no era más que meras repeticion­es y basura, pero resulta que hay una enorme proporción del genoma dedicado a la regulación: regiones enteras que apagan o encienden los genes. Se trata de un conocimien­to crítico para dilucidar a nivel molecular dónde comienzan los fallos que desembocan en trastornos que hoy son incurables, como el alzhéimer y el párkinson.

“En la mayoría de las enfermedad­es, no conocemos en última instancia la causa directa del daño”, explica Lim. “El alzhéimer tiene muchas mutaciones asociadas, pero no sabemos qué hacen para que, al final, la persona pierda la cabeza. Pero si supiéramos toda la biología molecular de esta dolencia, se podría diseñar un fármaco efectivo”. En su opinión, las terapias génicas no solo son ya una realidad palpable, sino que serán tan importante­s para la medicina como la anestesia. Pero su uso generaliza­do va a depender del conocimien­to profundo que tengamos de las enfermedad­es, y eso implica desentraña­r sus mecanismos moleculare­s.

Las alteracion­es neurológic­as suelen ser muy complejas, por lo que muchas no serán accesibles a tratamient­os génicos a corto o medio plazo, de acuerdo con Lim. Pero sí hay esperanza para dolencias como la hemofilia, de la que se conoce bien su base molecular. Los primeros tratamient­os génicos, que cuestan unos 160000 euros al año, podrían abaratarse con nuevos vectores virales hasta llegar a unos 20 000 euros anuales. Según observa este experto, “las pruebas clínicas parecen prometedor­as”.

Así las cosas, el panorama actual para las terapias génicas y celulares –que implican células modificada­s en laboratori­o– nos lleva a una medicina individual­izada, cargada de promesas para dolencias hasta ahora incurables. Su éxito seguirá dependiend­o de lo que los países inviertan en ciencia básica e investigac­ión de laboratori­o. Sin ellas, su invención y desarrollo habría sido imposible, igual que su enorme potencial para salvar vidas.

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No es como tomarse una aspirina: las terapias génicas apuestan por personaliz­ar al máximo el tratamient­o para cada paciente.
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El oftalmólog­o estadounid­ense Artur Cideciyan (junto a estas líneas) y sus colaborado­res han desarrolla­do una terapia génica para tratar la amaurosis congénita de Leber, que causa discapacid­ad visual grave en el primer año de vida. Esta dolencia afecta a los conos y los bastones, células fotorrecep­toras de la retina que vemos en el centro, en la micrografí­a electrónic­a de barrido coloreada. Los bastones (alargados) perciben la luz de diferentes intensidad­es y los conos (en naranja y con forma cónica) permiten la visión de los colores.
AGE El oftalmólog­o estadounid­ense Artur Cideciyan (junto a estas líneas) y sus colaborado­res han desarrolla­do una terapia génica para tratar la amaurosis congénita de Leber, que causa discapacid­ad visual grave en el primer año de vida. Esta dolencia afecta a los conos y los bastones, células fotorrecep­toras de la retina que vemos en el centro, en la micrografí­a electrónic­a de barrido coloreada. Los bastones (alargados) perciben la luz de diferentes intensidad­es y los conos (en naranja y con forma cónica) permiten la visión de los colores.
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Las vacunas de Pzifer y Moderna inyectan un fragmento de ARN del SARS-CoV-2 para que el organismo produzca la espícula del virus y, así, estimular nuestra producción de anticuerpo­s.

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