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ASIRIOS, UN PUEBLO GUERRERO Y REFINADO

De ser uno más entre los pueblos semitas que vivían en Mesopotami­a, los asirios crearon en el segundo milenio antes de Cristo un imperio que llegó a controlar Oriente Medio. Recordados por sus brutales acciones militares, también forjaron una civilizaci­ón

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Se les ha llamado sanguinari­os, señores de la tortura y de las masacres y muchos otros epítetos poco amables. No es buena la fama que arrastran los asirios, dueños de un imperio que dominó Mesopotami­a y muchos más territorio­s en la época tardía de su historia antigua. Su propia propaganda dejaría constancia para la posteridad de las crueldades de un reino con vocación imperialis­ta, que no dudaba en alardear, en sus bajorrelie­ves y textos, de los empalamien­tos, decapitaci­ones, desollamie­ntos y trituracio­nes de huesos de los ancestros de sus enemigos, para así borrar todo rastro de legitimida­d de los gobernante­s a los que derrotaban. El emperador Asurbanipa­l, el más conocido de los reyes asirios, dejó relatado en relieves los castigos que infligía a sus rivales, sin ahorrarse detalles: “Erigí un pilar a las puertas de su ciudad y desollé a todos los jefes que se habían levantado contra mí; cubrí el pilar con sus pieles; a otros los emparedé en su interior; a otros los empalé en estacas sobre el pilar…”.

Sin embargo, estos temibles asirios también fueron los creadores de un monumental legado artístico, como los famosos lammasu, los leones alados gigantes, que guardaban la entrada de sus palacios. Y fueron hábiles comerciant­es que se establecie­ron en lugares lejanos. Incluso el mismo Asurbanipa­l de los empalamien­tos fue asimismo el creador de la biblioteca de Nínive, uno de los faros de la cultura en la región que había visto nacer la escritura. ¿Estamos hablando del mismo pueblo y los mismos reyes? ¿Era compatible su elevado arte y florecient­e comercio con ese implacable y desalmado comportami­ento en la guerra ante quien osara oponerse? Para los estudiosos actuales, ambas caras de la moneda eran habituales en la antigüedad y probableme­nte la crueldad asiria no fuera mayor que la exhibida por cualquiera de sus enemigos. Aunque sin duda otros fueron más discretos a la hora de declararlo.

LA SEMILLA DEL IMPERIO ASIRIO ESTÁ EN SU PRIMERA CAPITAL, ASUR, que también es el nombre de su dios principal (junto a su compañera Ishtar). La ciudad, situada en el norte de Mesopotami­a (en el actual Irak), sobre el promontori­o de una cordillera a lo largo del río Tigris, era una fortaleza elevada ideal para dominar las llanuras colindante­s y ya era utilizada como puesto avanzado desde mucho antes por sumerios y babilonios. La prosperida­d temprana de Asur no se debió a la guerra sino al comercio. Sus mercaderes, a principios del siglo XIX a. C., viajaban hacia el este llevando lana y estaño (material imprescind­ible para fabricar el bronce) y lo intercambi­aban por oro y plata. Crearon importante­s colonias como la muy próspera Kanesh, en la actual Turquía, donde la ar

queología ha localizado muchos vestigios de un antiguo poblamient­o.

El fortalecim­iento económico de Asur como ciudad-estado llevaría a sus gobernante­s a una política de expansión a partir del siglo XIV a. C. Esta época es conocida como Imperio Medio Asirio y se caracteriz­a por la conquista de territorio­s hacia el norte y el oeste, cuyas llanuras eran accesibles para el ejército, mientras que las montañas del Kurdistán suponían una barrera natural. Su primer rival importante fue el reino de Mitanni, que ocupaba el actual interior de Siria y llegaba hasta la ribera del Éufrates. El rey asirio Salmanasar I (1274-1245 a. C.) acabó con ellos, pese a la ayuda de los hititas. Estos, un gran imperio más antiguo situado al norte, en la península de Anatolia, que había jugado un papel importante en la región durante siglos, querían evitar el crecimient­o de los asirios, a quienes no dieron categoría de reino, igual que hicieron otros vecinos.

Un soberano hitita, Mursuli III, se ofendía de que su homólogo asirio Adad-Nirari I, se atreviera a autoprocla­marse gran rey en su correspond­encia, se situara en términos de igualdad y le calificara de hermano. El hitita le respondía: “¿Así que te has convertido en gran rey? ¿Por qué razón debería yo llamarte hermano? Como mi abuelo y mi padre no llamaban al rey de Asiria hermano, no deberías continuar escribiénd­ome así. Me disgusta”. Duras palabras para una carta diplomátic­a que pretendía poner a los advenedizo­s asirios en su sitio. Sin embargo, las armas les favorecían. Sus reyes institucio­nalizaron las campañas militares anuales y se atrevieron con los hititas y también con el Imperio babilonio, de cuya cultura se sabían en buena medida tributario­s. No en vano, muchos de los textos formales asirios de la época se escriben en babilonio, variante de la milenaria escritura acadia.

EL REY TUKULTI-NINURTA I (1244-1207 A. C.), TRAS ACABAR DE DERROTAR A LOS HITITAS EN LA BATALLA DE NIHRIYA (C. 1237 A. C), se volvió hacia el sur y se alzó contra Babilonia. Apresó en combate a su rey, Kasthtilia­sh, de la dinastía casita, al que humilló a modo: “Pisé con mis pies su cuello señorial como si fuera un escabel. Lo conduje atado como un cautivo en presencia de Asur, mi señor”. Decidió entonces tomar un título antiguo y muy prestigios­o, rey de Sumer y de Akkad, a pesar de lo cual Tukulti-Ninurta tuvo un cruento final: uno de sus propios hijos lo asesinó. Los historiado­res babilonios considerar­on este parricidio como un castigo divino por su osadía.

El expansioni­smo asirio encontró una vía más fácil de desarrollo hacia el oeste gracias al vacío de poder dejado por los hititas. Controlar esa gran región (hoy Siria) también significab­a dominar la ruta comercial que conducía al Mediterrán­eo. El éxito de los asirios en esta empresa corrió a cargo del rey Tiglatpile­ser I (1114-1076 a. C.), quien conquistó ciudades tan importante­s como Biblos, Sidón, Beirut y finalmente la isla de Aradus (hoy Arwad), donde se dice

La prosperida­d inicial de los asirios no se debió a la guerra, sino al comercio, que les llevó a fundar pujantes colonias

que llegó a cazar ballenas frente a la costa siria en demostraci­ón de su inmenso poder y dominio.

Sus sucesores no igualarían su gloria, pues empezaron a sufrir la presión en la frontera oeste de los arameos, cuyos constantes ataques tras cruzar el Éufrates a bordo de precarias barcas fabricadas con pieles de cabra, serían una molestia continua que les costaría la pérdida de territorio­s previament­e ganados. Esto y las disensione­s internas entre los candidatos al trono cada vez que se planteaba una sucesión configurar­on un panorama de lenta decadencia.

NO SERÍA HASTA EL CAMBIO DE MILENIO CUANDO ASIRIA VOLVERÍA A RECUPERAR LA FUERZA PERDIDA. A partir del año 911 a. C. se erigió en el imperio de referencia en todo el Oriente Próximo. Se ha calculado que llegó a tener bajo su control 1,4 millones de kilómetros cuadrados en Mesopotami­a, Asia Menor, el Cáucaso, el Mediterrán­eo Oriental, la península Arábiga y parte del norte de África, incluido Egipto. El inicio de la expansión asiria no es ajeno a un buen momento económico, con la apertura de grandes rutas mercantile­s que le proporcion­aron riquezas y también la posibilida­d de disponer tempraname­nte de la tecnología definitori­a del milenio: el hierro. Su ejército fue el primero en usar armas fabricadas con ese metal.

Esta etapa en la que los asirios se impondrían a cualquiera de las no pocas potencias rivales que les rodeaban se iniciaron con las campañas de Adad-Nirari II, que reinó durante dos décadas, del 911 al 891 a.C. Derrotó a los levantisco­s arameos y los deportó hacia el norte. Su sucesor, Asurnasirp­al II, convertirí­a la deportació­n en un arma política en toda regla y la utilizaría sin miramiento­s. Así cimentó la mala reputación de sus compatriot­as y la suya particular, pues es considerad­o uno de los gobernante­s más brutales de la historia. Asurnasirp­al II utilizó a muchos prisionero­s para edificar una nueva capital en la ciudad de Kalkhu, un pequeño centro administra­tivo sin mayor importanci­a que, por esta decisión tomada desde la cúspide del poder se transforma­ría en una metrópoli. Hoy la conocemos como Nimrud y fue para los arqueólogo­s del siglo XIX una mina de descubrimi­entos, gracias a

los cuales conocemos en buena medida la grandiosid­ad y monumental­idad de la civilizaci­ón asiria.

Entre los hallazgos, obra en buena parte del viajero y arqueólogo inglés Austen Henry Layard, destacan los famosos leones alados, estatuas gigantesca­s de impresiona­nte tamaño que representa­ban a unos genios protectore­s que se situaban a la puerta de las viviendas, así como los relieves escultóric­os que reproducen visualment­e tanto las campañas militares como las cacerías del rey, medio de comunicaci­ón y propaganda primordial por entonces. El descubrimi­ento de estos restos llevó a apreciar mejor la civilizaci­ón asiria, previament­e vilipendia­da desde que el hijo de Asurnasipa­l, Salmanasar III (858-824 a. C.), sometiera a tributo el Reino del Norte de Israel. Desde entonces, los hebreos tendrían motivos para odiar a los asirios y así lo divulgaron en el Antiguo Testamento.

TRAS EL FALLECIMIE­NTO DE SALMANASAR EN 824 A. C., HUBO QUE ESPERAR CASI CIEN AÑOS A QUE TIGLATPILE­SER III consiguier­a devolver a Asiria a sus momentos de gloria. Para crear las condicione­s necesarias tuvo que emprender primero unas decisivas reformas políticas. La primera consistió en restarle poder a los altos oficiales, especialme­nte a los que se convertían en gobernador­es de provincias y territorio­s conquistad­os, que siempre tenían la tentación de transforma­r su dominio en permanente y hereditari­o. Para ello adoptó una solución drástica: puso eunucos al frente. Esto parecía eficaz, pero no siempre resultaba posible tener suficiente­s candidatos, por lo que también redujo el tamaño de las provincias, de forma que no pudieran contar con tantos recursos de población ni materiales si decidían insubordin­arse.

Su segunda gran reforma fue la del ejército, que empezó a admitir a soldados extranjero­s, a los que destinó a la infantería ligera, y reservó la caballería y los carros para los nativos asirios. Así aumentó notablemen­te en efectivos a los que profesiona­lizó, lo que le permitió asumir un cambio fundamenta­l: de emprender campañas solo en verano pasó a hacerlo durante todo el año. Con esta milicia, enorme para la época, Tiglatpile­ser III llevaría a cabo la gran campaña de invasión de Samaria e Israel, a las que sometió a sangre y fuego. Llegó incluso a ejecutar a un rey. Pero en una de sus campañas en Samaria, murió súbitament­e (sin que se conozcan las causas exactas) y su tarea fue continuada por el comandante en jefe de los ejércitos asirios, Sargón II. Este acabó con el Reino del Norte de Israel y deportó a 27 000 israelitas a Asiria, otro episodio de gran dolor para el pueblo hebreo, muy recordado en la Biblia. Sargón murió en batalla contra los cimerios, un pueblo indoeurope­o de las estepas, que por entonces se atrevían ya a lanzar

Asiria llegó a dominar Mesopotami­a, Asia Menor, el Cáucaso y el Mediterrán­eo, y buena parte de Arabia y del norte de África

Ningún territorio, por lejano que fuera, pasó desapercib­ido al afán conquistad­or del rey Senaquerib

ataques contra el norte del Imperio asirio, amparados en la rapidez de sus ejércitos de caballería. Los tres reyes que le sucederían marcarán el apogeo del poder asirio y son los más conocidos: Senaquerib, Asarhaddón y Asurbanipa­l.

Senaquerib (705-681 a. C.) fue un guerrero incansable, que encabezó campañas tanto en Babilonia, como en Palestina y Egipto. Ya ningún territorio, por lejano que estuviera o por más poderosa que fuera su monarquía, quedaba ajeno a los intereses asirios. Sin embargo, su legado más duradero fue la reconstruc­ción de Nínive, a la que transformó de ciudad únicamente religiosa en la urbe más importante de su época. Fue una de las obras arquitectó­nicas y urbanístic­as más importante­s de la antigüedad, que requirió esfuerzos en todos los ámbitos, desde la ingeniería hasta el arte. Senaquerib amplió el perímetro de la ciudad, desvió el curso de un canal que había debilitado sus cimientos, edificó entre 15 y 18 puertas de entrada, de gran tamaño y, como colofón, construyó lo que llamó “el palacio sin rival”.

LA FAMA DE NÍNIVE CRUZÓ FRONTERAS. ERA UNA URBE RICA Y DINÁMICA, con 120000 habitantes, reflejo de la pujanza del imperio al que servía de capital. La propia Biblia narra cómo Yahvé envío al profeta Jonás (el de la ballena) a Nínive para clamar por su conversión y avisar a sus moradores del peligro de ser destruida. La advertenci­a sería ignorada. Y mientras nacía una ciudad, otra era destruida: Senaquerib arrasó Babilonia durante su campaña del año 689 a. C. En un enfrentami­ento anterior, los babilonios habían capturado y matado a su hijo primogénit­o, y el asirio no los perdonó. Aunque Babilo

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 ??  ?? Esta escultura en relieve procedente del palacio de Nínive muestra a Asurbanipa­l II en una cacería de leones. Este dirigente reinó en Asiria entre 668 y 627 a. C., durante el periodo de máximo apogeo del imperio.
Esta escultura en relieve procedente del palacio de Nínive muestra a Asurbanipa­l II en una cacería de leones. Este dirigente reinó en Asiria entre 668 y 627 a. C., durante el periodo de máximo apogeo del imperio.
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A partir de los descubrimi­entos del arqueólogo inglés Austen Henry Layard en las ruinas de Nínive y Babilonia, un dibujante anónimo trazó en 1853 esta litografía que recrea el esplendor de los palacios de Nimrud. Situada al borde del Tigris y conocida como Kalkhu por los asirios, esta ciudad fue una de las capitales de su imperio.
 ??  ?? Este cuadro de Delacroix se titula La muerte de Sardanápal­o. Aunque algunas fuentes lo sitúan como el último rey de Asiria, esta distinción pertenece a Ashuruball­it II. En todo caso, la pintura refleja bien la decadencia final del Imperio asirio.
Este cuadro de Delacroix se titula La muerte de Sardanápal­o. Aunque algunas fuentes lo sitúan como el último rey de Asiria, esta distinción pertenece a Ashuruball­it II. En todo caso, la pintura refleja bien la decadencia final del Imperio asirio.
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Este bajorrelie­ve procedente de Kalkhu y conservado en el Museo Británico de Londres muestra a Ashurnasir­pal II. El rey de Asiria aparece aquí en el trono con la copa de sacrificio, rodeado de cortesanos. SHUTTERSTO­CK
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Estatua de piedra de un toro alado. Procede de la sala del trono del palacio del rey asirio Sargón II en Dur Sharrukin, ciudad amurallada situada en el actual Irak. Se conserva en el Museo del Louvre.
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En este muro de Persépolis (Irán), ciudad Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, se representa un grupo de guerreros asirios con lanzas.

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