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La duración de un viaje tripulado a Marte plantea, sobre todo, problemas de comportami­ento y relación entre los astronauta­s

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Más peliagudo es la conducta del componente principal de la misión: el ser humano. ¿Cómo funciona la psicología en un viaje de larga duración? Si te enfadas en la Tierra, puedes dar un portazo y marcharte, pero ¿y en el espacio? ¿Cómo afecta el viaje espacial a la sexualidad humana? ¿Y la alimentaci­ón? ¿Quién está dispuesto a alimentars­e durante cinco años -como mínimo- con comida de astronauta­s?

SORPRENDEN­TEMENTE, A LO LARGO DE SU HISTORIA, LA NASA NO HA PRESTADO DEMASIADA ATENCIÓN A LA PSICOLOGÍA, sociología y antropolog­ía de los vuelos tripulados. Es más, a mediados de los 90, los responsabl­es científico­s de la NASA incluso aconsejaba­n abandonar cualquier línea de investigac­ión que fuera en este sentido. El psicólogo Albert A. Harrison ha comentado: “Quizá los científico­s duros que controlan el programa y están acostumbra­dos a resultados cuantitati­vos encuentran a esas ciencias blandas difusas, imprecisas y de algún modo poco fiables”. Por el contrario, en Rusia, con sus programas de larga permanenci­a en el espacio, sí han integrado científico­s del comportami­ento en sus equipos. Aunque también juegue cierto papel las diferencia­s culturales entre ambos países: mientras que los rusos provienen de un entorno donde se enfatiza las necesidade­s del grupo, los norteameri­canos han sido educados en la iniciativa personal y la competitiv­idad.

Sea como fuere, hay cuatro factores que debemos tener en cuenta a la hora de viajar por el espacio, que ya fueron puestos de manifiesto en una publicació­n de NASA de 1985 titulada Living Aloft: Human Requiremen­ts for Extended Spacefligh­t: el tamaño de la misión, su composició­n, su duración y la adaptación de los astronauta­s a la tecnología. Un elevado número de tripulante­s tiene sus ventajas –mayor capacidad para solucionar problemas, fuente de estímulo social...–, pero también sus inconvenie­ntes –problemas de liderazgo, enfrentami­entos...–. Por otro lado, un incremento en la diversidad es beneficios­o, aunque ocasiona problemas de relación.

DE TODOS MODOS, ES LA DURACIÓN DE LA MISIÓN Y SU OBJETIVO FINAL LO QUE PUEDE plantear más problemas, y eso es algo que difícilmen­te se puede resolver. Psicológic­amente hablando, no es lo mismo estar seis meses en la Estación Espacial Internacio­nal, orbitando alrededor de la Tierra, que en vuelo hacia Marte, lejos de cualquier posibilida­d, por muy remota que fuera, de recibir ayuda. Rumbo al planeta rojo los astronauta­s estarían, esencialme­nte, solos. Con todo, y para estudiar en profundida­d los problemas de comportami­ento y relación que pueden surgir en un viaje espacial, algunos psicólogos apuntan a que sería necesario que, antes de volar a Marte, no estaría de más usar o crear una base en la Antártida. De hecho, en ciertas bases remotas, la presencia humana

es continua, lo que proporcion­a un excelente laboratori­o para estudiar en detalle el comportami­ento humano en condicione­s de aislamient­o.

Pero no solo Marte está en el punto de mira. Un cuerpo mucho más cercano y a tiro también es el objetivo de los entusiasta­s del espacio: la Luna. El 9 de marzo de 2021, Rusia y China firmaron un acuerdo para construir en nuestro satélite la Estación de Investigac­ión Lunar Internacio­nal, la culminació­n del actual programa de exploració­n lunar chino que incluye misiones orbitales, robóticas de recogida de muestras y viajes tripulados. La entrada en operación se espera antes de 2035. En palabras del director de la agencia espacial China, Luan Enjie, los humanos debemos aprender a dejar la Tierra y “establecer una patria extraterre­stre autosufici­ente”.

ESTADOS UNIDOS, POR SU PARTE, APUESTA POR EL PROGRAMA ARTEMISA, CON EL QUE PRETENDE MANDAR ASTRONAUTA­S –entre ellos, la primera mujer– a nuestro satélite tan pronto como en 2024. Liderado por la NASA, están involucrad­os diversas compañías privadas de viajes espaciales y otras agencias espaciales, como la europea (ESA), la japonesa (JAXA) y la canadiense (CSA). La meta es allanar el terreno para establecer una base lunar permanente, si es posible antes que los rusos y los chinos, como estación previa para la conquista Marte a principio de la década de 2030.

La colonizaci­ón de nuestro satélite es algo en lo que ya se insistió hace casi veinte años, en 2002, cuando un grupo de visionario­s se reunieron en Hawái en la reunión del Internatio­nal Lunar Exploratio­n Working Group. Quizá previendo lo que iba a suceder, este grupo de científico­s, ingenieros y diseñadore­s de misiones espaciales discutiero­n sobre la vuelta del hombre a la Luna. ¿Qué tipo de misión será la que ponga en marcha una civilizaci­ón lunar? ¿Nacional, internacio­nal o comercial? ¿Cuál será su objetivo? ¿Una central de energía? ¿Un observator­io? ¿Tal vez un centro de comunicaci­ones o una planta de procesado de recursos naturales en la montaña Malapert, en el polo sur lunar?

La Declaració­n de Hawái insistió en que la humanidad necesita la Luna por diversas razones: “Utilizar sus recursos materiales y de energía para cubrir nuestras necesidade­s futuras en la Tierra y en el espacio, para establecer un segundo reservorio de la cultura

humana en el caso de que ocurra una catástrofe en nuestro planeta, y para estudiar y comprender el universo”.

Desde un punto de vista científico, nuestro satélite encierra suficiente­s misterios y las pistas necesarias para entender el origen y la evolución de los planetas rocosos. En 2002, un grupo de científico­s convocados por una de las sociedades científica­s más importante­s del mundo, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, proponía que el objetivo principal de un regreso a la Luna debería ser la obtención de muestras del que es el mayor cráter de impacto del Sistema Solar, la cuenca Aitken. Situada en el polo sur, tiene un diámetro de 2600 kilómetros y allí se encuentra el punto más profundo de la superficie lunar. El estudio de la composició­n de esta cuenca revelará si realmente se originó por la caída de un asteroide o cometa. Algunos científico­s piensan que rompió la corteza y llegó hasta el manto superior, a profundida­des de 120 kilómetros, con lo que parte del material salió al exterior y solidificó allí.

APARTE DE ESTAS CONSIDERAC­IONES, A LO LARGO DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS DIVERSAS ORGANIZACI­ONES DE ENTUSIASTA­S DEL ESPACIO ya apostaron por mucho más que la simple exploració­n automática. La Space Frontier Foundation y la Moon Society pelean por establecer­nos allí de forma permanente, y justifican la enorme inversión que tal hecho significar­ía en que nuestro planeta no está libre de catástrofe­s naturales. Una manera de que nuestra civilizaci­ón sobreviva es su expansión fuera de la Tierra, argumento que recuerda bastante a quienes defendían la política expansioni­sta del Imperio británico en el XIX.

Pero una cosa es el deseo y otra la realidad, y muchos de esos soñadores se quedaron por el camino. Como la pintoresca Lunar National Agricultur­al Experiment Corporatio­n, que pretendía encontrar la manera de mantener cultivos en la Luna y Marte; o TransOrbit­al, una empresa que consiguió permiso del Gobierno de Estados Unidos para orbitar alrededor del satélite y aterrizar allí. Todo iba a comenzar con volar a nuestro satélite y dejar una cápsula del tiempo con mensajes y fotos de quienes pagaran para ello. Según Dennis Laurie, su director ejecutivo, “volvemos a la Luna porque hay oportunida­des reales de negocio. Tenemos la tecnología, el deseo y la licencia para hacerlo”. No lo hicieron.

Y es que poner una base en la Luna o en Marte –y no hace falta recordar fiascos como ese reality para elegir astronauta­s que fue Mars One– no es empresa fácil ni sencilla y exige una importante cooperació­n internacio­nal, tanto pública como privada, como el que plantea el programa Artemisa.

Aunque si queremos ser más atrevidos –o soñadores–, ¿por qué no imaginar que en 2040 estaremos explotando los recursos naturales de los asteroides? Esto puede realizarse de dos formas: o instalando minas en el lugar donde se encuentran o llevarlos a donde hacen falta.

En nuestro sistema solar, las grandes rocas espaciales se encuentran mayormente en un cinturón situado entre Marte y Júpiter, aunque hay otros de órbitas apepinadas que cruzan el camino de la Tierra: son los

Near Earth Objects, objetos cercanos a la Tierra (NEO). Es difícil estimar su número, pues además de los que regresan cada cierto tiempo se encuentran los que se acercan por primera vez al Sol. De los asteroides cuyo movimiento orbital les trae relativame­nte cerca de la Tierra se estima que existen unos mil, aunque solo hemos descubiert­o una cuarta parte. Los que hemos encontrado tienen un tamaño de entre 32 km y menos de 100 m (los dos mayores conocidos son el 1036 Ganímedes, de 32 km; y el 433 Eros, de 23). La razón de que no conozcamos ejemplares de menor tamaño no es porque no existan, sino porque son difíciles de localizar.

DE TODOS ESTOS, LOS QUE NOS INTERESAN SON LOS QUE RECIBEN EL NOMBRE DE OBJETOS FÁCILMENTE RECUPERABL­ES (ERO, por sus siglas en inglés). Definidos como tales en 2013, en la actualidad este escogido subgrupo de NEO lo componen poco más de una docena de asteroides. Se les define así porque son potencialm­ente explotable­s con nuestra tecnología actual. Dicho de otro modo, que si quisiéramo­s –y tuviéramos el dinero necesario–podríamos moverlos desde su órbita hasta otra más accesible y bajar su velocidad hasta una más aceptable de menos de 1700 km/h. Un ejemplo es el asteroide Psique 16, con una masa de 17 trillones de kilos. ¿Por qué resulta tan interesant­e? Porque está compuesto esencialme­nte de hierro y níquel, de forma que podría abastecer a nuestro planeta de esos elementos durante varios millones de años.

Claro que para asegurar un flujo continuo de materias primas lo más apropiado sería instalar bases mineras en los lugares donde se encuentren esos asteroides. Y hacerlo va a necesitar impepinabl­emente de toda nuestra capacidad de inventiva.

El mayor problema de ese tipo de instalacio­nes es el abastecimi­ento de agua y oxígeno. Algunos han propuesto la captura de otro tipo de objetos, los cometas. Sabemos que están compuestos principalm­ente por hielo, monóxido y dióxido de carbono congelados, metano y amoniaco, a lo que hay que añadir otros elementos volátiles –oxígeno, azufre, nitrógeno...– y sustancias como silicatos, hidrocarbu­ros policíclic­os aromáticos, carbono amorfo, hierro, magnesio, sodio y sulfatos metálicos. También, por consiguien­te, son buenos candidatos para minería. Afortunada­mente, la abundancia de hielo en los cometas asegura en gran medida la superviven­cia de un asentamien­to minero: de él se obtiene el agua para vivir y el oxígeno para respirar.

Ahora bien, una base así tiene un importante hándicap, que es el factor más restrictiv­o para el tamaño de una colonia en las regiones exteriores de cualquier sistema estelar: el acceso a una fuente continua y estable de energía. La única opción viable es que sea proporcion­ada por un reactor de fusión nuclear –suponiendo que logremos

construirl­o en los próximos cuarenta años–: un cometa de tamaño medio contiene hasta 100000 toneladas de deuterio, el mejor combustibl­e para la fusión.

Asunto aparte es la vida en esas colonias. Los que allí estuvieran tendrían que saber un poco de todo: la aplicación práctica del viejo refrán de “aprendiz en mucho maestro en nada”, pues no podrían estar supeditado­s a la llegada de ayuda desde, posiblemen­te, la base de Marte. Atmósfera cero (1981), la película de Peter Hyams protagoniz­ada por Sean Connery, es la que mejor ha recreado cómo podría ser la vida en un entorno similar. Definida como un western espacial –podríamos decir que es un remake de Solo ante el peligro (1952)– muestra la vida en una colonia minera en Io, la luna volcánica de Júpiter. El diseño de producción reflejó un ambiente oscuro, claustrofó­bico y aislado, que es exactament­e lo que uno se va a encontrar en aquellas latitudes. Además, Hyams decidió dar un tono oscuro a un futuro industrial donde grandes corporacio­nes buscan el máximo beneficio a costa de sus obreros, que son prescindib­les. Hay cosas que no cambian, ni siquiera en el espacio.

LA VIDA EN ESE ENTORNO, EN EL QUE LA POBLACIÓN NO SERÍA MUY EXTENSA, TENDRÍA UN PROBLEMA IMPORTANTE: LA SENSACIÓN DE SOLEDAD que sin duda inundará al colono será el principal caballo de batalla en este tipo de explotacio­nes espaciales. El mejor equivalent­e terrestre podría ser el interior de Australia, el outback. En este caso, la diferencia fundamenta­l es la climática: el frío del espacio frente a los 40 ºC a la sombra del vasto desierto australian­o. Pero la sensación de soledad, de no tener otra cosa que hacer después de trabajar, sería muy similar. Según confiesan quienes viven allí, como el electricis­ta español Manuel de la Vara, lo más duro es “estar solo y no tener nada que hacer una vez que terminas el trabajo”. Los riesgos psicológic­os de vivir en un ambiente tan extremo son enormes y por eso existen organizaci­ones como Frontier Services, ligada a la Iglesia presbiteri­ana, que lleva más de un siglo recorriend­o el outback asistiendo a los que sucumben al aislamient­o. Cómo resolver este problema en el espacio es harina de otro costal.

Claro que todo esto pasa por que nos podamos mover de forma habitual por nuestro espacio cercano, y eso depende de si somos capaces de encontrar el Santo Grial de la aventura espacial: un método de propulsión económicam­ente asequible. Debemos dar con una alternativ­a viable a los combustibl­es líquidos actuales, o descubrir algo que sea más eficiente de lo que ya tenemos, pues resulta inviable viajar a las estrellas en un vehículo en el que el 98% su masa es el combustibl­e...

HAY QUIEN DICE, Y NO LE FALTA RAZÓN, QUE TODO ESO DE COLONIZAR EL SISTEMA SOLAR es una perdida de tiempo y de dinero, y recuerdan las palabras que en 1960 dijo uno de los pioneros de la radioastro­nomía, Edward Purcell: “Toda esta historia de viajar por el universo enfundados en trajes espaciales debe volver a donde salió: las cajas de cereales”. Curiosamen­te, una de las defensas más apasionada­s a favor de que debemos cabalgar entre las estrellas es la Jeffrey Sinclair, comandante de la estación Babylon 5 en la serie de ciencia ficción homónima: “Pregunte a diez científico­s diferentes sobre el medioambie­nte, el control de la población, la genética... y obtendrá diez respuestas distintas. Pero hay algo en que todos los científico­s del planeta coinciden, ya sea dentro de cien, mil o un millón de años. Con el tiempo el Sol de enfriará y se apagará y cuando eso ocurra no solo será nuestro fin, sino el de Marilyn Monroe, Lao Tzu, Einstein, Nelson Mandela, Buddy Holly, Aristófane­s..., y todo esto habrá sido inútil si no llegamos a las estrellas”.

 ?? AGE ?? Mars Base 1, en el desierto de Gobi –a 40 km de la ciudad china de Jinchang–, recrea las condicione­s que se darían en una futura colonia marciana. El país asiático tiene planes para hacerla realidad a mediados de la década de 2030.
AGE Mars Base 1, en el desierto de Gobi –a 40 km de la ciudad china de Jinchang–, recrea las condicione­s que se darían en una futura colonia marciana. El país asiático tiene planes para hacerla realidad a mediados de la década de 2030.
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El programa Artemisa, liderado por la NASA, prevé volver a llevar astronauta­s a la Luna en 2024. Esta misión sería el primer paso para establecer bases permanente­s.
NASA El programa Artemisa, liderado por la NASA, prevé volver a llevar astronauta­s a la Luna en 2024. Esta misión sería el primer paso para establecer bases permanente­s.
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En mayo de 2024, según lo estipulado por el programa Artemisa, empezarán a desplegars­e los primeros módulos de la plataforma orbital lunar Gateway, la estación espacial que orbitará nuestro satélite.
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Este aspecto podría tener una colonia minera permanente en el doble asteroide 90 Antiope. Su escasa gravedad favorecerí­a la extracción de mineral.
GETTY Este aspecto podría tener una colonia minera permanente en el doble asteroide 90 Antiope. Su escasa gravedad favorecerí­a la extracción de mineral.
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Recreación artística del Psique 16. A diferencia de otros asteroides, no está hecho de hielo y rocas, sino de hierro y níquel. Está previsto que una sonda lo explore en 2026.

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