LO QUE DIJO MATEO DE LA MANO IZQUIERDA
HERMANN HESSE, EN 1915, FUE DECLARADO INÚTIL PARA EL SERVICIO MILITAR ACTIVO. DESTINADO A LA EMBAJADA ALEMANA DE BERNA DENTRO DEL PROGRAMA DE ATENCIÓN A LOS PRISIONEROS DE GUERRA ALEMANES, SU TAREA VITAL SE CENTRÓ EN AQUEL MOMENTO CRÍTICO EN UNA CUESTIÓN PRIORITARIA; AYUDAR COMO PODÍA.
Visita infatigable los hospitales de guerra y lee sin descanso día y noche a los heridos y mutilados de guerra. Las atrocidades que percibe este espíritu frágil, melancolizado y sensible las va anotando meticulosamente en unos cuadernos. Una señora de cierta edad, una «vieja señorita», llama su atención. Ayuda como enfermera y henchida de satisfacción no duda en manifestarle vehemente el orgullo, la realización personal y la enorme felicidad que le produce el ayudar en ese «glorioso» momento. Hesse escribe en su cuaderno: «diez heridos por cada enfermera entusiasmada como esa era un precio demasiado caro a pagar por la satisfacción de esas señoras». La realización, la felicidad, la plenitud de la sonrisa demostrativa de la señora se fundamenta finalmente en la catástrofe, en la desgracia y en el padecimiento del otro. De millones de otros. La sensibilidad de Hesse y su irreductible espíritu crítico han detectado algo inquietante; si esos desgraciados no hubieran existido habría habido que inventarlos para la satisfacción del que los ayuda en su desgracia.
UNO DE LOS PAROXISMOS DE ESTE PLANTEAMIENTO LO DETECTA EN 1951 EL ENDOCRINO Y HEMATÓLOGO BRITÁNICO RICHARD ASHER.
Se manifiesta en una patología mental que hace que un sujeto normalmente infantil o desvalido se haga enfermar a sí mismo solo para poder ser ayudado. Lo denominó síndrome de Munchausen. Fue en 1967 cuando Sir Roy Meadows señaló una variante todavía más siniestra: el síndrome de Munchausen por poderes. La persona que «ayuda», normalmente el progenitor o la progenitora, es el que directamente causa la indefensión, la enfermedad o la desgracia en la persona para hacerla dependiente de su ayuda y así justificar su propio propósito y autorealización. Un corto encuadre podría hacernos pensar que esa perversión de la ayuda se remite a trastornados sujetos concretos; que no está imbricado en el propio concepto de la ayuda o que en ningún caso es extrapolable a todo un sistema de articulación social. Bastaría ampliar el encuadre para ver que quien pensara así, se equivocaría, en lo uno y en lo otro. La Pax romana era inquietantemente similar a eso. Yo te ofrezco paz y prosperidad, te «ayudo» a obtenerlas, protegiéndote del agente que te puede causar muerte y miseria, yo mismo. Todo para la gloria de Roma. Un planteamiento este que atraviesa desde posiciones religiosas o ideológicas, yo te «ayudo» a superar el horror existencial que mi doctrina te causa, al mecanismo de la extorsión; te «ayudo» a vivir sin problemas (los que yo te causo) siempre que te sometas a mis exigencias. La «ayuda» manifestada así es una forma de colonización de la subjetividad del individuo, una forma de sujetarlo y dominarlo, de hacerlo enfermar para presentarse como el único poseedor de la cura. Hoy nos somete con eficacia esa parasitación enmascarada de ayuda.
AYUDAR SE CONVIERTE ASÍ EN UNA DE LAS FORMAS MÁS ENDIABLADAMENTE DIFÍCIL DE REALIZAR UN BUEN ACTO.
Inmediatamente la ayuda se metamorfosea, cambia el gesto, mengua su benéfica condición. La ayuda en su implacable gratuidad exige la desaparición, eso lo supo ver Derrida cuando habla del «donar», del sujeto que ayuda, de sus intereses y ganancias. Ayudar, saber ayudar, es la prueba ética por antonomasia y la verdadera escala de cualquier talento que nos pueda adornar. Aprender a hacerlo merece el esfuerzo de una existencia. Porque pese al riesgo, la ayuda sigue siendo el más radical principio de civilización, de conformación de humanidad y de construcción del sujeto que existe. Sin ella, sin que nos ayudáramos unos a otros, nada de eso sería posible.
Se contaba de un sabio chino que bajó a los infiernos. Allí encontró una enorme mesa dispuesta con los más excelentes y cuantiosos manjares a los que los condenados podían acceder a discreción. Cuando extrañado preguntó el porqué era eso el infierno, el rey del inframundo le informó que solo existía una condición; podían comer lo que quisieran pero tenían que hacerlo con palillos de metro y medio. Comprendió que así era imposible llevarse uno mismo la comida a la boca.
Al poco tiempo el sabio subió a los cielos. Para su sorpresa se encontró la misma mesa con los mismos manjares. Sin entenderlo, preguntó si los que estaban allí residentes tenían que comer con palillos de metro y medio, a lo que el rey de los cielos le respondió que sí. «¿Cuál es entonces la diferencia entre los infiernos y los cielos?», preguntó intrigado. «Que aquí, en los cielos se dan de comer los unos a los otros», le respondieron. Y ninguno, se supone, alardeaba de ello.