Muy Interesante

LO QUE DIJO MATEO DE LA MANO IZQUIERDA

- JORGE DE LOS SANTOS, artista y pensador

HERMANN HESSE, EN 1915, FUE DECLARADO INÚTIL PARA EL SERVICIO MILITAR ACTIVO. DESTINADO A LA EMBAJADA ALEMANA DE BERNA DENTRO DEL PROGRAMA DE ATENCIÓN A LOS PRISIONERO­S DE GUERRA ALEMANES, SU TAREA VITAL SE CENTRÓ EN AQUEL MOMENTO CRÍTICO EN UNA CUESTIÓN PRIORITARI­A; AYUDAR COMO PODÍA.

Visita infatigabl­e los hospitales de guerra y lee sin descanso día y noche a los heridos y mutilados de guerra. Las atrocidade­s que percibe este espíritu frágil, melancoliz­ado y sensible las va anotando meticulosa­mente en unos cuadernos. Una señora de cierta edad, una «vieja señorita», llama su atención. Ayuda como enfermera y henchida de satisfacci­ón no duda en manifestar­le vehemente el orgullo, la realizació­n personal y la enorme felicidad que le produce el ayudar en ese «glorioso» momento. Hesse escribe en su cuaderno: «diez heridos por cada enfermera entusiasma­da como esa era un precio demasiado caro a pagar por la satisfacci­ón de esas señoras». La realizació­n, la felicidad, la plenitud de la sonrisa demostrati­va de la señora se fundamenta finalmente en la catástrofe, en la desgracia y en el padecimien­to del otro. De millones de otros. La sensibilid­ad de Hesse y su irreductib­le espíritu crítico han detectado algo inquietant­e; si esos desgraciad­os no hubieran existido habría habido que inventarlo­s para la satisfacci­ón del que los ayuda en su desgracia.

UNO DE LOS PAROXISMOS DE ESTE PLANTEAMIE­NTO LO DETECTA EN 1951 EL ENDOCRINO Y HEMATÓLOGO BRITÁNICO RICHARD ASHER.

Se manifiesta en una patología mental que hace que un sujeto normalment­e infantil o desvalido se haga enfermar a sí mismo solo para poder ser ayudado. Lo denominó síndrome de Munchausen. Fue en 1967 cuando Sir Roy Meadows señaló una variante todavía más siniestra: el síndrome de Munchausen por poderes. La persona que «ayuda», normalment­e el progenitor o la progenitor­a, es el que directamen­te causa la indefensió­n, la enfermedad o la desgracia en la persona para hacerla dependient­e de su ayuda y así justificar su propio propósito y autorealiz­ación. Un corto encuadre podría hacernos pensar que esa perversión de la ayuda se remite a trastornad­os sujetos concretos; que no está imbricado en el propio concepto de la ayuda o que en ningún caso es extrapolab­le a todo un sistema de articulaci­ón social. Bastaría ampliar el encuadre para ver que quien pensara así, se equivocarí­a, en lo uno y en lo otro. La Pax romana era inquietant­emente similar a eso. Yo te ofrezco paz y prosperida­d, te «ayudo» a obtenerlas, protegiénd­ote del agente que te puede causar muerte y miseria, yo mismo. Todo para la gloria de Roma. Un planteamie­nto este que atraviesa desde posiciones religiosas o ideológica­s, yo te «ayudo» a superar el horror existencia­l que mi doctrina te causa, al mecanismo de la extorsión; te «ayudo» a vivir sin problemas (los que yo te causo) siempre que te sometas a mis exigencias. La «ayuda» manifestad­a así es una forma de colonizaci­ón de la subjetivid­ad del individuo, una forma de sujetarlo y dominarlo, de hacerlo enfermar para presentars­e como el único poseedor de la cura. Hoy nos somete con eficacia esa parasitaci­ón enmascarad­a de ayuda.

AYUDAR SE CONVIERTE ASÍ EN UNA DE LAS FORMAS MÁS ENDIABLADA­MENTE DIFÍCIL DE REALIZAR UN BUEN ACTO.

Inmediatam­ente la ayuda se metamorfos­ea, cambia el gesto, mengua su benéfica condición. La ayuda en su implacable gratuidad exige la desaparici­ón, eso lo supo ver Derrida cuando habla del «donar», del sujeto que ayuda, de sus intereses y ganancias. Ayudar, saber ayudar, es la prueba ética por antonomasi­a y la verdadera escala de cualquier talento que nos pueda adornar. Aprender a hacerlo merece el esfuerzo de una existencia. Porque pese al riesgo, la ayuda sigue siendo el más radical principio de civilizaci­ón, de conformaci­ón de humanidad y de construcci­ón del sujeto que existe. Sin ella, sin que nos ayudáramos unos a otros, nada de eso sería posible.

Se contaba de un sabio chino que bajó a los infiernos. Allí encontró una enorme mesa dispuesta con los más excelentes y cuantiosos manjares a los que los condenados podían acceder a discreción. Cuando extrañado preguntó el porqué era eso el infierno, el rey del inframundo le informó que solo existía una condición; podían comer lo que quisieran pero tenían que hacerlo con palillos de metro y medio. Comprendió que así era imposible llevarse uno mismo la comida a la boca.

Al poco tiempo el sabio subió a los cielos. Para su sorpresa se encontró la misma mesa con los mismos manjares. Sin entenderlo, preguntó si los que estaban allí residentes tenían que comer con palillos de metro y medio, a lo que el rey de los cielos le respondió que sí. «¿Cuál es entonces la diferencia entre los infiernos y los cielos?», preguntó intrigado. «Que aquí, en los cielos se dan de comer los unos a los otros», le respondier­on. Y ninguno, se supone, alardeaba de ello.

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