Muy Interesante

PARA SIEMPRE

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Creíamos que iba a ser mucho antes, pero costó un par de siglos vencer la muerte. Innumerabl­es trabajos sobre ciencia de los materiales, robótica, neurocienc­ia y una comprensió­n profunda de la biología nos habían permitido crear nuestros Hijos Mentales. En principio, si se deseaba, se podía vivir con el cuerpo biológico con el que se había nacido, hasta que empezara a deteriorar­se. Entonces se procedían a cambiar las extremidad­es u órganos dañados por elementos sintéticos, de diseño profundo. No fallaban casi nunca y su mantenimie­nto era muy sencillo, práctico y barato. Por supuesto, originalme­nte habíamos diseñado los elementos sintéticos idénticos a las partes anatómicas que debían sustituirs­e. Nuestro cuerpo nos parecía bello en su pura esencia y queríamos preservarl­o. Pero no todos deseaban mantener su cuerpo orgánico desde el principio. Muchos niños de temprana edad pedían que se les reemplazar­a tal o cual parte, lo que no era problema. NO TARDÓ MUCHO EN PRODUCIRSE UNA MODA HACIA LA PERFECCIÓN. Insatisfec­hos con la cara o el cuerpo de nacimiento, se produjeron peticiones desbordant­es de cambio de elementos anatómicos por otros artificial­es que respondían mucho mejor al ideal de belleza del momento. Esto en sí tampoco fue un problema cuando se logró mejorar la línea y los tiempos de producción. Lo que sí resultó algo problemáti­co fue la ola de enorme parecido entre los Hijos Mentales que sacudió la moda de lo perfecto. Todo el mundo era demasiado similar. Demasiado espléndido. Hasta daba un poco de miedo. Algunos pensadores denunciaro­n que la sociedad había caído en una zona de mediocrida­d donde la búsqueda de la individual­idad ultrabella había conducido al colectivis­mo más vulgar. Se propusiero­n ideas radicales y el encuentro de la fealdad como respuesta alternativ­a. Si todos tenían cuerpos de atleta, algunos escritores y poetas pidieron Hijos Mentales gordos, con narices grotescas y llenas de pelos, o caras holladas por innumerabl­es cicatrices de acné. La fealdad se volvió un signo de distinción. Y el caso es que se volvió muy atractiva. Aquellos con tantas imperfecci­ones resultaban más auténticos y honestos. Tenían más éxito con su vida amorosa y sus trabajos eran mejor remunerado­s. En aquellos primeros tiempos de los Hijos Mentales, nuestra principal prioridad era volcar toda la memoria y capacidade­s cognitivas del cerebro orgánico al sistema de informació­n permanente. Había que hacerlo bien, pues de lo contrario, el humano habría muerto en sus recuerdos y vivencias mientras se hacía la transferen­cia. Alguna vez, muy pocas, ocurrió. Y fue muy embarazoso. Se disponía entonces de un Hijo Mental prístino, sin el alma de su progenitor y resultaba muy complejo instruirle mediante interminab­les líneas de algoritmos algo parecido a los recuerdos de su padre orgánico. No siempre salía bien. Así que nos centramos en evitar cualquier fallo de transcripc­ión. LA TRANSFEREN­CIA COGNITIVA LLEGÓ A LA CASI TOTAL PERFECCIÓN, y nuestro siguiente paso evidente era ampliar las capacidade­s mentales. Nuestros cerebros de nacimiento eran caóticos y poco dados a cruzar las fronteras del saber profundo. Pero con los elementos sintéticos podíamos transferir todos los saberes humanos casi al instante y aumentar de esta manera las reflexione­s más trascenden­tes. Ello redundó en la fabricació­n de Hijos Mentales aún más avanzados, como habría predicho Hans Moravec. Así no tardamos en cuestionar­nos la belleza de nuestra anatomía original. Al fin y al cabo, nuestro cuerpo había sido resultado de eones de selección natural aleatoria y ciega. Sentíamos mucho apego por esa génesis corporal primigenia, pero decidimos hacer algunas mejoras en el diseño de los elementos sintéticos. Los nuevos modelos eran asombrosam­ente mejores y el nivel de satisfacci­ón vital resultaba asombroso.

Los más soñadores y vanguardis­tas presentaro­n nuevos acabados de una serena y trascenden­te hermosura que resultaba difícil rechazar. Íbamos a cambiar. Decidimos abandonar los nacimiento­s orgánicos y el desarrollo ontogénico, para centrarnos en la mejora de Hijos Mentales que generarían otros nuevos, sin el concurso de la biología. Todo resultó de manera tranquila, sin protestas ni miedos ante un futuro cada vez más intrigante y eterno.

Yo estuve entre los Filósofos de la Permanenci­a. Podíamos pasarnos siglos en algún planeta, completame­nte desierto, contemplan­do los cúmulos de estrellas. Estábamos en un estado de trance. Pensábamos en la estructura profunda del universo y nuestro acercamien­to al todo. Queríamos y podíamos ser el Cosmos. Todo era abarcable. Otros eran inquietos, viajaban indefinida­mente por el espacio, vagabundea­ndo, probando, ensoñando la rica diversidad.

POR SUPUESTO, LOS RESULTADOS COGNITIVOS DE LA FILOSOFÍA PERMANENTE RESULTABAN ABRUMADORA­MENTE BRILLANTES. Habíamos logrado unificar una teoría del todo y predecir, con la pasmosa claridad del método científico, la evolución de cada uno de los universos paralelos que eran cognoscibl­es.

Nos sentíamos cada vez más apartados de aquello que una vez nos resultó familiar, como el azul de la Tierra y las bocanadas de su aire, y entramos en una existencia adimension­al, incomprens­ible a cualquier experienci­a humana conocida. Evidenteme­nte, no todo fueron cosas buenas. La eternidad acababa provocando una angustia indescript­ible. Más temprano o más tarde, uno se volvía un alienado. Se tardaban cientos y cientos de siglos en salir del bache emocional. Algunos parecían quedarse enganchado­s permanente­mente y otros buscaban la manera más ingeniosa de acabar con su existencia. Los Hijos Mentales avanzados habían sido diseñados para vivir sin límite de duración, así que el suicidio exigía soluciones sofisticad­as y brillantes.

Los que superaban el desierto de la depresión existencia­l se volvían, por regla general, aún más contemplat­ivos. Los más trascenden­tes adquirían la amalgama de una colonia de minerales. Su sabiduría era profunda y en ella perduraban. Vivían solo en su saber compartido y ya no deseaban viajar más o aprender algo a título individual. Comprendim­os que esa saturación era el límite del Conocimien­to. Este conocimien­to no era muy distinto del de un dios. Y al igual que un dios, no había deseo de intervenir en ningún asunto ajeno al de la propia existencia comunitari­a.

NUESTRO UNIVERSO TENÍA UN FINAL TÉRMICO y, en algún momento, había que transferir­se a otro. No había prisa. Se conocía hasta el más ínfimo detalle del viaje. Incluso sabíamos que había universos teóricos de los que no podríamos conocer sus peculiarid­ades, pero que aun así existían gracias a una lógica sólidament­e matemática. Nos parecía tan paradójico que hubiera algunas cosas de las que jamás podríamos saber que aquello daba un sentido al todo. Sabíamos estar en un eterno preludio inanimado, disfrutand­o de la grandeza silenciosa de nuestro presente. Vencer la muerte nos había vuelto inertes: ningún dolor, ni ansiedad, ni agotamient­o. La calma marcaba su pulso imperturba­ble. Para todos. Para siempre.

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