LA VERDADERA HISTORIA
Hace años trasteando en unas cajas que contenían libros y objetos de mi abuela, que alguien había guardado y olvidado, descubrí un viejo cuaderno de cuentas de la tienda: por las cantidades y lo ajado de las hojas debía tener muchos años. Las anotaciones llegaban hasta la mitad y cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que unas hojas más adelante empezaba una narración. Mi abuela había escrito su autobiografía en unas seis de aquellas cuartillas. Contaba su infancia, cuando murió su padre dejando a la familia desarbolada y cómo tuvo que asumir su puesto; cuando su hermano, el único varón, murió de tuberculosis a punto de empezar Medicina; los desvelos y múltiples trabajos que tuvo que arrostrar para mantenerlos, como el de cajera en el cine Liceo; cómo pospuso su futuro — encontrar marido y casarse— hasta que no arregló el de sus hermanas; cuando conoció a mi abuelo; el nacimiento de sus hijos. Terminaba expresando lo feliz que se sentía tras las calamidades sufridas. Eso era todo: seis páginas para contar una vida. Hoy todavía sonrío cuando actualizo mi currículo y veo lo que ocupa. ¡Qué importancia damos a lo que hacemos en lugar de a lo que somos! Pero lo que me hace reflexionar es que ese minúsculo pedazo de historia, de mi historia, se hubiera perdido de no ser por el azar.
Y ENTONCES ME DOY CUENTA DE QUE LA HISTORIA ES UN GRAN AGUJERO NEGRO. En Bachillerato la aborrecía por lo que era: una colección de fechas, reyes, batallas y politiqueo. Lo entiendo: eso es lo que queda y a lo que prestan atención los historiadores, que parecen disfrutar contando la vida de los imperios y no la de sus gentes. De hecho, hasta finales del a los historiadores y arqueólogos solo les XIX interesaban los grandes acontecimientos, las piezas espectaculares, y desdeñaban lo común. Quien cambió todo eso fue un topógrafo británico, William Ma hew Flinders Petrie, que llegó a Egipto dispuesto a medir las pirámides de Guiza, por cuyos pasadizos se paseaba desnudo o en calzoncillos para escándalo de los turistas decimonónicos. Hoy la vida cotidiana en cualquier periodo histórico es objeto de estudio (los libros de Jean Verdon sobre el medioevo son fascinantes), pero no puedo dejar de pensar que se persigue una quimera. La verdadera vida está irremediablemente perdida. Cuando los historiadores futuros escriban sobre estos últimos años hablarán de la pandemia de 2020, de la invasión de Ucrania, de Putin y Zelensky. Convertirán en relevante lo que hacía el 1 % de la población y lo sucedido con el 99 % restante se reducirá a un par de palabras. Los estudiantes del futuro no conocerán la verdadera historia, la que se forja todos los días en cada casa, la que ocupa seis míseras cuartillas... Esa estará irremediablemente perdida.