MITOS DE CETRO Y ARMIÑO
UNA CIUDAD DE LA LENGUA FRANCESA QUE ENSALZA AL IDIOMA COMO SÍMBOLO DE UNIDAD Y DE LIBERTAD. LOABLE, SÍ, PERO QUIZÁS NO HAGA FALTA TANTO BOATO.
Francia inauguró el pasado mes de noviembre la Ciudad Internacional de la Lengua Francesa, ubicada en el Palacio de Villers-Cotterêts, en la localidad homónima que vio nacer a Alejandro Dumas. Emmanuel Macron ideó esta iniciativa cultural en torno a la lengua del país, inscrita en el plan del Centro de Monumentos Nacionales. Más que un museo es un recorrido presentado como un viaje, donde más de sesenta dispositivos digitales, interactivos y consultivos conducen a las diversas facetas del francés. La exposición permanente está estructurada sobre tres ejes: «Una lengua-mundo» —la situación actual, su difusión a lo largo de la historia en diferentes territorios y su relevancia en el ámbito creativo—; «El francés, una invención continua» —el idioma visto en correspondencia con su evolución, mediante diversos juegos participativos y unos aparatos sonoros que permiten simular el modo de hablar de personajes históricos francófonos— y, finalmente «El francés, un asunto de Estado» —su dimensión política, su lugar en la sociedad y las condiciones de uso, cuando es la única lengua oficial de Francia, pero convive con otras setenta y dos lenguas regionales—. Descartes estaría orgulloso.
EL PALACIO DE VILLERS-COTTERÊTS REAVIVA EL MITO DE LA LENGUA FRANCESA. En el discurso inaugural, el presidente de la República daba rienda suelta a una ristra de lugares comunes que, en este caso, le correspondían al francés, pero que son muy golosos para los mandatarios de cualquier idioma y tiempo: «es una lengua de libertad y de universalismo», «construye la unidad de la nación» o «la lengua francesa es una e indivisible». No es extraño que la última parte del recorrido de esta exposición incida sobre la lengua como asunto de Estado. Los mitos se fundan según convenga. No se basan ni en la ciencia ni en la verdad, tan solo recurren a una selección del pasado para exaltar alguna gesta. Macron se une a lo que en Francia llaman roman national, una narrativa nacional, cuyo anclaje en la historia parte justo de la ordenanza que Francisco I dictaminó en Villers-Cotterêts en 1539, por la que imponía el empleo del francés en todas las actividades de la administración y de la justicia, en sustitución del latín. Aquí nace la idea que tan bien queda para los titulares y los libros de texto: «una lengua de libertad, una e indivisible». No estropeemos la historia solo por estar en lo cierto. Este rey firmó el primer documento legal de la historia de su país, pero con ello no consiguió unificarlo lingüísticamente. El panorama seguía siendo políglota en el Antiguo Régimen y aún en tiempos de la Revolución: el abad Henri Grégoire en su célebre informe de 1794 mostraba que apenas uno de cada cinco franceses conocía la lengua hablada en París y que de forma mayoritaria en todo el territorio se hablaban los patois, los múltiples dialectos. Las consecuencias de este informe sobre la necesidad y los medios para aniquilar los dialectos y universalizar el uso de la lengua francesa sí fueron determinantes.
El país vecino siempre supo ensalzar su cultura. Esta Ciudad de la Lengua puede que tenga alguna pega. Sin embargo, visto desde un país en el que se gastaron ciento cinco millones de euros en una Ciudad de la Justicia fantasma (sin que se hayan hecho ni ciudad ni justicia), los doscientos diez millones del proyecto galo no parecen mala inversión. Con todo, estamos quienes nos ruborizamos tanto con la corrupción como con las ínfulas imperiales y nos encontramos más cómodos con otras cifras y entornos. En Valladolid hay un pueblo, Urueña, nombrado en 2007 «Villa del Libro»: ciento ochenta y ocho habitantes, cinco museos y doce librerías. Estos proyectos locales, humildes y cercanos, esconden una sabiduría profunda; un trabajo concienzudo, bien hecho, del puchero que hierve durante horas. Los maestros que nos enseñaron a leer y escribir, con el mimo que requiere abrirse al mundo a fuego lento aún son un mito por glorificar. Sin duda, los prefiero a los mitos de cetro y armiño. □