El asesino organizado
Adiferencia de los asesinos afectados por psicosis, los organizados se caracterizan por premeditar y planificar sus crímenes, normalmente muy influidos por unas fantasías donde la violencia, el control y la dominación de la víctima son el eje central. Por ello, esas víctimas suelen ser personas desconocidas, que responden a criterios coincidentes con sus fantasías, y a las que atacan utilizando, normalmente, engaños y ardides. Por su carácter controlador, estos asesinos tienden a no dejar huellas en la escena del crimen, ocultan los cadáveres y planifican su entrada y salida en la escena. También es habitual que conserven objetos personales de la víctima, como joyas, alguna prenda de vestir —como ropa interior (en la imagen)—, mechones de pelo, etc. Todo ello, le servirán para rememorar el crimen o como trofeo. Al querer cumplir una fantasía desarrollada en su mente durante años, no atacan rápidamente, sino que pueden llevarse a la víctima a algún lugar apartado o posibilitar que esta llegue allí, donde realizarán sus conductas sádicas con tiempo para disfrutarlas sin interrupciones. En el plano personal saben ser simpáticos y atentos, aunque todo se trate de una mera fachada que oculta su verdadero carácter controlador y sádico. Por ello, no es raro que funden una familia y que tengan trabajos de cierta cualificación. Sin embargo, esas relaciones no estarán exentas de conflictos internos, dada su personalidad maquiavélica y mentirosa. Además, suelen creerse mejor que los demás, superiores al resto del mundo, ofreciendo una imagen de personas seguras de sí mismas que conjugarán con otra victimista, donde se presentarán maltratados por la vida y el sistema. Su interés por la marcha de las investigaciones y de las técnicas de investigación criminal posibilita que estén siempre al tanto de la averiguación de sus crímenes.
Roulet, internado en 1598 en un hospital psiquiátrico tras ser sorprendido devorando a un muchacho al que confesó haber atacado, además de a otros niños en el bosque, por ser un hombre lobo.
Sin embargo, la primera vez que se estudió científicamente tal relación fue en 1978, cuando los agentes del FBI, Robert Ressler y John Douglas, obtuvieron la aprobación del entonces director adjunto, James McKenzie, para desarrollar el Proyecto de Investigación de la Personalidad Criminal.
Con financiación del Departamento de Justicia de los Estados Unidos y la participación de la doctora Ann Burgess, profesora en la Universidad de Pensilvania, iniciaron una investigación cuyo propósito era adentrarse en la mente de los asesinos seriales, ya que por entonces se desconocía casi todo sobre ellos, especialmente su forma de pensar y sus motivaciones criminales.
El estudió finalizó en 1983 con la entrevista a 36 individuos encarcelados y las conclusiones se publicaron en el libro Sexual Homicide: Patterns and Motives.
Una de las más relevantes fue dividir a los asesinos seriales entre organizados y desorganizados, según como fuera su actuación antes, durante y tras el crimen. En la práctica, la división se refería a asesinos seriales psicópatas y psicóticos, solo que, como explica el propio Ressler en su libro Asesinos en serie (Ariel, 2005) «necesitábamos, pues, hablar con la policía en términos que ellos pudieran comprender y que les ayudaran a buscar a los asesinos, violadores y otros criminales violentos. Por esta razón, no describíamos la escena de un crimen cometido por un psicópata como tal, sino que decíamos que era organizada, como su autor. En el caso de un crimen cometido por alguien con un trastorno mental, describíamos la escena del crimen como desorganizada».
En cuanto a su prevalencia, los estudios indican que el 75 % de los asesinos seriales son organizados —psicópatas— y el 25 % desorganizados —psicóticos—, aunque otros rebajan ese porcentaje al 20 %. La clave para diferenciarlos, según Ressler, es la planificación de los crímenes, siendo en los organizados «siempre premeditados, nunca espontáneos».
Los asesinos seriales desorganizados, por el contrario, suelen elegir a sus víctimas al azar porque, en realidad, no les interesa quiénes son. Matan con lo primero que tienen a mano: un cuchillo, un palo, una piedra… lo que da lugar a ataques relámpagos, muy rápidos y especialmente sangrientos. No se preocupan en dejar posibles huellas ni rastros del crimen, ni en deshacerse o ocultar los cadáveres, porque todo en ellos está dominado por la impulsividad, de tal modo, que la escena reflejará la propia confusión mental del asesino.
En cuanto a sus vidas personales, lo normal es que vivan solos o, como mucho, con algún progenitor, y sin relaciones sólidas de amistad. Por todo ello, han interiorizado unas emociones que pocos más conocen por su dificultad para exteriorizarlas. Además, tienden a apartarse de la sociedad,
convirtiéndose en personas solitarias y con trabajos poco cualificados donde su rendimiento no suele ser alto.
Pero lo más importante es que no tienen un ánimo criminal, sino que su violencia se deriva de la enfermedad mental que padecen, casi siempre en medio de un brote derivado de una descompensación en el individuo.
Prácticamente todas estas características se dieron en Thiago Fernandes Lages, el ciudadano brasileño que, entre el 16 y el 27 de abril de 2020, mató a tres indigentes en las calles de Barcelona, en pleno confinamiento por la COVID-19. A todos ellos los mató a golpes con una barra de hierro o un palo que encontró en los alrededores. Sus ataques fueron rápidos pero brutales, con un gran derramamiento de sangre. Y siempre en la calle, dejando los cuerpos a la intemperie para regresar luego a la caravana abandonada donde vivía.
Gracias a las cámaras de seguridad y a la colaboración ciudadana, los Mossos d’Esquadra lo detuvieron en la noche del 27 de abril, poco después de su último crimen. Así se supo que Thiago Fernandes había llegado a España en 2018 y que había malvivido realizando pequeños delitos y ocupando diversas propiedades. En su país de origen estuvo internado seis meses en un centro psiquiátrico y quienes le conocieron aseguran que les decía que escuchaba voces y que tenía comportamientos muy extraños.
En septiembre de 2023 aceptó una condena de 63 años de prisión tras firmar un acuerdo con la Fiscalía y el resto de las acusaciones.
INIMPUTABILIDAD Y TRATAMIENTO.
Precisamente, por ser la psicosis que padecen la causante de su conducta criminal, el recorrido penal suele ser el reconocimiento de su inimputabilidad y el tratamiento psiquiátrico en régimen cerrado.
A este respecto, podemos mencionar un caso paradigmático, el de Bruno Hernández Vega. En una fecha indeterminada, pero posterior al 13 de abril de 2010, mató a su tía con la que convivía en un chalé de Majadahonda, para luego trocear su cuerpo en una picadora industrial y deshacerse de los restos.
Falsificando su firma se quedó con el dinero de la difunta y con el inmueble, que alquiló a Adriana Beatriz, una ciudadana argentina a la que mató el 1 de abril de 2015.
Su cuerpo también fue troceado y metido en varias bolsas de basura, que fueron arrojadas a diversos contenedores de la urbanización. Durante el juicio quedó demostrado que Bruno Hernández era un enfermo de esquizofrenia, internado psiquiátricamente en varias ocasiones y con medicación prescrita. Pero, tras analizar su comportamiento, no coincidente con el propio de alguien que actúa bajo el influjo de un brote psicótico, la sentencia fue clara: la esquizofrenia paranoide que padecía «limitaba levemente su capacidad de entender y comprender el alcance de sus actos», no los disculpaba completamente. En otras palabras, no se le declaraba inimputable.
En todos estos casos, el camino es el tratamiento, del que Borrás asegura que «los enfermos mentales esquizofrénicos pueden mejorar mucho y casi curarse con la administración de medicamentos antipsicóticos, por lo que son tratables y muchas veces recuperables». □