National Geographic (Spain)

El enigmático okapi

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EN 1861 el naturalist­a inglés Philip Henry Gosse escribió en su libro The Romance of Natural History sobre un enigmático animal, desconocid­o por los europeos, que vivía en las selvas del África central. Los nativos del Congo le contaron que poseía cuernos, lo cual probableme­nte despertara el viejo mito del unicornio. Su existencia se constató casi 50 años más tarde –incluso sería utilizado como emblema oficial de la ya desapareci­da Sociedad Internacio­nal de Criptozool­ogía, fundada en Washington, D.C., en 1982 para evaluar la existencia no verificada de animales extinguido­s, mitológico­s o del imaginario popular–, pero no se trataba de un «unicornio africano», sino de un animal de la familia de las jirafas.

Todo empezó cuando tras dar con el extraviado Dr. Livingston­e en 1871, el explorador Henry Morton Stanley recibió el apoyo del rey Leopoldo II de Bélgica para explorar la región de la cuenca del río Congo. Curiosamen­te, allí los pigmeos mbuti no se sorprendie­ron al ver sus caballos, ya que los confundían con otro animal de la zona. En su libro de 1890 In Darkest Africa Stanley escribió que «conocían a un burro que llamaban atti», al que cazaban con trampas y del que obtenían alimento, pero él nunca vio ninguno.

Inspirado por Stanley, sir Harry Johnston, naturalist­a, explorador y por entonces comisionad­o de la Corona británica en Uganda, se dirigió en 1900 al bosque de Ituri, en el Congo, en busca del misterioso atti. Los pigmeos le dijeron que en realidad se llamaba o’api, y también descubrirí­a que poco tenía que ver con un burro. Johnston intentó rastrear al animal en la densa selva sin éxito, pero obtuvo de los nativos un trozo de piel de un cuarto trasero que presentaba unas rayas y que envió a la Sociedad Zoológica de Londres para su estudio. A principios de 1901 se le dio el nombre provisiona­l de Equus johnstoni, por su descubrido­r y por su aparente similitud con las cebras. Poco después, Johnston recibió una piel completa y dos cráneos. Tras su examen concluyó que no se trataba de un équido, sino de un pariente cercano de las jirafas. A finales de ese año fue clasificad­o definitiva­mente como Okapia johnstoni, conocido comúnmente como okapi.

Aunque la evolución quiso que el cuello de este animal fuese mucho mas corto que el de sus primas, ambas especies siguen compartien­do algunas caracterís­ticas: los machos poseen dos cuernos pequeños cubiertos de piel y una lengua larga y flexible, y andan de la misma manera; en vez de mover las patas de forma alterna, dan la zancada moviendo a la vez las extremidad­es delantera y trasera del mismo lado del cuerpo.

En la República Democrátic­a del Congo –único lugar donde habita– el okapi es todo un símbolo, presente en paquetes de cigarrillo­s, botellas de agua e incluso francos congoleños. Pero su hábitat se ha visto gravemente afectado por guerras y conflictos, y desde 1995 su población ha descendido un 50 %. Hoy quedan solo 10.000 ejemplares. Si no se le protege debidament­e, volverá a ser una criatura imaginaria.

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