DESDE ANATOLIA
LA LLANURA DE KONYA, en la Anatolia central, es el granero de la Turquía moderna. La habitan agricultores y ganaderos desde los primeros tiempos de la agricultura, dice el arqueólogo Douglas Baird, de la Universidad de Liverpool. Hace más de diez años que Baird está excavando una aldea prehistórica de la zona llamada Boncuklu. Es un lugar donde la gente empezó a sembrar modestos terrenos de escanda y escaña, dos variedades antiguas de trigo, y probablemente a apacentar pequeños rebaños de ovejas y cabras hace unos 10.300 años, casi en los albores del Neolítico.
En cuestión de un milenio la llamada revolución neolítica se expandió hacia el norte, atravesando Anatolia, y llegó a la Europa sudoriental. Hace unos 6.000 años los agricultores y ganaderos ya estaban presentes en toda Europa.
Que la actividad agropecuaria llegó a Europa desde Turquía o el Levante mediterráneo está claro desde hace tiempo, pero ¿la trajeron agricultores y ganaderos procedentes de esas regiones? Muchos arqueólogos sostuvieron durante décadas que si llegó a Europa toda una serie de innovaciones –no solo la agricultura y la ganadería, sino también la alfarería, las hachas de piedra pulida y los asentamientos complejos–, no fue porque las introdujesen los migrantes, sino porque se propagaron gracias al comercio y las relaciones entre comunidades, de valle en valle, conforme los cazadores-recolectores que allí vivían fueron adoptando las nuevas herramientas y formas de vida.
Pero el ADN de Boncuklu ha ayudado a demostrar que la migración tuvo un papel mucho más importante de lo que se creía. Los agricultores y ganaderos de Boncuklu no se separaban de sus muertos, a quienes enterraban en posición fetal bajo el solado de sus viviendas. En 2014 Baird empezó a remitir a varios laboratorios muestras de ADN extraído de fragmentos de cráneos y dientes hallados en una quincena de enterramientos.
Muchas de las muestras estaban tan deterioradas tras haber pasado milenios expuestas a las elevadas temperaturas de la llanura de Konya que no era posible obtener demasiado ADN. Pero entonces Johannes Krause y su equipo del Instituto Max Planck para la Ciencia de la Historia Humana, de Alemania, analizaron las muestras de un puñado de peñascos. El peñasco, o hueso petroso, es una pequeña porción del hueso temporal que aloja el oído interno, y es uno de los huesos más densos del cuerpo. Los investigadores han descubierto que preserva información genética mucho después de que se haya degradado el ADN utilizable del resto del esqueleto.
Los peñascos de Boncuklu dieron sus frutos: el ADN extraído de ellos coincidía con el de agricultores y ganaderos que vivieron y murieron siglos después y cientos de kilómetros al noroeste. Esto significa que los primeros campesinos anatolios habían migrado, propagando así tanto sus genes como su modo de vida.
Y no se detuvieron en el sudeste de Europa. Con el paso de los siglos sus descendientes fueron avanzando Danubio arriba hasta penetrar en el corazón del continente. Otros se hicieron a la mar: colonizaron islas mediterráneas como Cerdeña y Sicilia y se asentaron en el sur de Europa hasta el mismo Portugal. De Boncuklu a Gran Bretaña, la firma genética anatolia aparece allí donde surge el modo de vida agropecuario.
Aquellos agricultores y ganaderos neolíticos tenían en su mayoría la piel clara y los ojos oscuros, justo al contrario que muchos de los cazadores-recolectores con los que habían comenzado a convivir. «El aspecto era distinto, hablaban lenguas distintas […] la dieta era distinta –dice David Anthony, arqueólogo del Hartwick College–. Apenas hubo contacto entre ellos».
En toda Europa, aquel primer encuentro estuvo teñido de recelo, a veces durante siglos enteros. Pocas pruebas hay de que un grupo adoptase las herramientas o tradiciones del otro. «Que entraron en contacto es incuestionable, pero no se emparejaban entre ellos –apunta Anthony–. En contra de lo que se enseña en las asignaturas de antropología, aquellas personas no mantenían relaciones sexuales con miembros del otro grupo». El miedo al otro es una constante en la historia.
HACE UNOS 5.400 AÑOS todo cambió. De punta a punta de Europa, los prósperos asentamientos neolíticos menguaron o incluso desaparecieron. Fue un declive galopante que intriga a los arqueólogos desde hace décadas. «Hay menos piezas, menos material, menos gente, menos asentamientos –dice Krause–. Cuesta explicarlo sin que medie un acontecimiento de gran calado». Pero faltan indicios de conflictos masivos o de guerras.
Parece que la población empezó a recuperarse tras un paréntesis de 500 años, pero en el ínterin algo había cambiado. En el sudeste de Europa, las aldeas y los cementerios igualitarios del Neolítico fueron sustituidos por mastodónticos túmulos funerarios en los que yacían hombres adultos enterrados en solitario. Más al norte, desde Rusia hasta el Rin, surgió una nueva cultura, llamada de la cerámica cordada en alusión a su alfarería, que decoraban presionando cordeles sobre la arcilla blanda.
El Museo Estatal de Prehistoria de Halle, en Alemania, alberga decenas de tumbas de aquella cultura, entre ellas muchas que fueron objeto de precipitados rescates arqueológicos justo antes de iniciarse obras de construcción. Para ahorrar tiempo y preservar los frágiles restos, las tumbas se retiraron en bloque, con tierra y todo, dentro de cajones de madera para su posterior análisis. Aquellos cajones contienen un recurso valiosísimo para los genetistas actuales.
Los enterramientos de la cultura de la cerámica cordada son tan reconocibles que los arqueólogos raras veces han de recurrir a la datación por radiocarbono. Prácticamente siempre, los varones están
enterrados sobre el costado derecho y las mujeres, sobre el izquierdo, unos y otras con las piernas encogidas y el rostro orientado al sur. En algunas de las tumbas del almacén de Halle las mujeres aparecen agarradas a bolsos decorados con decenas de caninos de perro, y los hombres descansan con sus hachas de guerra. En una tumba, una mujer y un niño comparten enterramiento.
La primera vez que los investigadores analizaron el ADN extraído de estas sepulturas, esperaban confirmar que el pueblo de la cerámica cordada estaba íntimamente emparentado con los agricultores y ganaderos neolíticos. Pero lo que hallaron fueron genes distintivos completamente nuevos para la Europa de aquella época, aunque hoy son detectables en casi todas las poblaciones europeas actuales. Muchos individuos de la cultura de la cerámica cordada resultaron estar más emparentados con los nativos americanos que con los campesinos europeos neolíticos. Aquella revelación hizo aún más enigmática su identidad.