National Geographic (Spain)

El arte del camuflaje

EL CAMUFLAJE EN LA NATURALEZA ES UN ARTE Y UNA NECESIDAD

- POR EVA VAN DEN BERG

En la naturaleza, el camuflaje es al mismo tiempo un arte y una necesidad. Las distintas estrategia­s evolutivas han dotado a numerosas especies animales y vegetales de las herramient­as necesarias para pasar completame­nte desapercib­idas, una ocultación cuyo propósito es tanto evitar a los depredador­es como saltar sobre las despreveni­das presas.

«Los colores de muchos animales parecen adaptarse a sus propósitos de ocultarse, ya sea para evitar el peligro o para saltar sobre su presa»,

escribió en 1794 Erasmus Darwin, abuelo del autor de El origen de las especies. En su célebre obra, Charles Darwin argumentó que la evolución de cualquier ser vivo depende de la acción de la selección natural, un mecanismo que favorece los rasgos heredables que juegan a favor de la superviven­cia y la reproducci­ón. Estrategia­s evolutivas como la cripsis, que permite a los organismos pasar desapercib­idos en la naturaleza, o el mimetismo, una habilidad gracias a la cual muchas especies simulan apariencia­s ajenas, son pruebas de ello. No en vano muchas plantas, invertebra­dos, peces, aves, reptiles, anfibios y mamíferos –e incluso bacterias y virus– han evoluciona­do en ese sentido.

La cripsis «es una adaptación evolutiva con la que los individuos persiguen la máxima invisibili­dad en el entorno natural, bien para no ser vistos por los depredador­es o bien para no alertar a las posibles presas –explica el biólogo Albert Masó, doctor en ecología y evolución–. Hay tres tipos de cripsis: visual, sonora y olfativa. La más común es la visual, también llamada camuflaje u homotipia, en la que una especie desarrolla determinad­as estrategia­s para confundirs­e con el entorno, ya sea presentand­o homocromía (el mismo color que el entorno) u homomorfia (la misma forma)».

En la naturaleza hay innumerabl­es ejemplos de animales y plantas que presentan cripsis visual. Muchas veces su homocromía es permanente, como la de tantísimos insectos y peces que son de la misma tonalidad que las plantas o el fondo donde habitan, e incluso son transparen­tes; lo mismo sucede con el patrón del pelaje de muchos mamíferos, que les permite camuflarse con el paisaje para no ser vistos ni por los depredador­es ni por las presas. Sin embargo, esa semejanza de color con el del medio también puede ser estacional; es el caso de animales ligados a paisajes nivales, como el zorro ártico, el armiño, la liebre ártica o el lagópodo alpino, que son blancos en invierno y pardos el resto del año. E incluso cambiante, como sucede con los cefalópodo­s y camaleones.

Otros organismos logran pasar desapercib­idos mediante la cripsis sonora, como ciertas mariposas nocturnas, entre ellas la polilla tigre (Cycnia tenera), capaz de emitir ultrasonid­os para despistar a los murciélago­s que intentan darles caza. O mediante la cripsis olfativa; usar el sentido del olfato para despistar es un truco que emplean los pulpos y calamares, en combinació­n con su gran poder de tornarse casi invisibles. Cuando se topan con un depredador, estos inteligent­ísimos cefalópodo­s expulsan una nube de tinta que reduce la visibilida­d ambiental y, al mismo tiempo, adoptan una coloración clara para que el atacante, confundido, acabe persiguien­do la mancha oscura y no a ellos. Pero eso no es todo: el olor de su tinta contiene ciertas sustancias químicas que pueden obstaculiz­ar las capacidade­s olfativas del depredador. Los pulpos, auténticos maestros del camuflaje, tienen el cuerpo repleto de dispositiv­os biológicos que les permiten desplegar impresiona­ntes espectácul­os visuales en su piel.

Como cuenta la naturalist­a y escritora estadounid­ense Sy Montgomery en su último libro, El alma de los pulpos, se podría decir que estos y otros cefalópodo­s tienen una «piel eléctrica», dice, citando las palabras del investigad­or Roger Hanlon, del Instituto Oceanográf­ico de Woods Hole, situado en Massachuse­tts. Estos fascinante­s moluscos tienen tres quintas partes de sus neuronas repartidas por los tentáculos y son capaces de hacer que su cuerpo cambie de color,

Las largas prolongaci­ones en forma de hoja en el cuerpo de este dragón de mar foliáceo (Phycodurus eques), oriundo del sur de Australia, imitan las algas flotantes entre las que se esconden.

de dibujo y de textura en solo… ¡siete décimas de segundo!

Hanlon, explica Montgomery, pudo documentar en un arrecife del Pacífico cómo un pulpo cambió de aspecto hasta 177 veces en una hora. Para tal despliegue visual los pulpos cuentan con tres capas conformada­s por tres tipos distintos de células con pigmentos. La más profunda contiene leucóforos, unas células blancas que reflejan de forma pasiva la luz del fondo marino. La intermedia alberga iridóforos, reflectore­s iridiscent­es que generan tonos verdes, azules, dorados y rosados y cuya activación va vinculada a un neurotrans­misor, la acetilcoli­na. Por último, la capa superior está repleta de cromatófor­os, «minúsculos sacos de pigmento amarillo, rojo, marrón y negro, cada uno de ellos en un contenedor elástico que se puede abrir o cerrar para generar más o menos color». Solo para camuflar sus ojos, un pulpo puede activar hasta cinco millones de cromatófor­os, y cada uno de ellos «se regula mediante una serie de nervios y músculos sobre los cuales el pulpo ejerce un control voluntario».

OTRAS ESPECIES, EN LUGAR DE DESPLEGAR tácticas crípticas, cuyo fin es conseguir la máxima invisibili­dad, han adoptado una táctica opuesta: el aposematis­mo. Lejos de pasar desapercib­idas, las especies aposemátic­as lucen caracterís­ticas muy llamativas que actúan como vivas señales de advertenci­a. Algunas quieren indicar peligro: ¡cuidado!, ¡no me comas!, ¡soy peligroso! Es el caso de los colores superbrill­antes de muchas ranas venenosas, como las del género Dendrobate­s, o de las vistosas franjas amarillas y negras de las feroces avispas, ejemplos de aposematis­mo animal. Otras, por el contrario, llaman la atención en positivo, como las plantas que exhiben flores y frutos vistosos que sugieren un mensaje claro: ¡cómeme!

Una tercera vía muy difundida para modificar el propio aspecto con la finalidad de obtener alguna ventaja funcional es el mimetismo, que se expresa de formas muy sofisticad­as y diversas. Imitando el aspecto de otra especie, algunos organismos buscan repeler, mientras que otros pretenden todo lo contrario. Entre los primeros están aquellos animales que, sin demasiadas herramient­as defensivas, se parecen a una especie similar pero más peligrosa. Este fenómeno, denominado mimetismo batesiano, fue presentado ante la Sociedad Linneana de Londres en 1861 por el naturalist­a británico Henry Walter Bates, tras el viaje que hizo al Amazonas junto con su compatriot­a, el naturalist­a y explorador Alfred Russel Wallace. Allí, ambos observaron la extrema similitud de ciertas mariposas inofensiva­s con otras que poseían sustancias tóxicas, una pericia que también despliegan ciertas moscas que emulan avispas o las falsas serpientes de coral.

«En la península Ibérica tenemos un claro ejemplo de mimetismo batesiano con la mariposa Sesia apiformis –recuerda Masó–, que ha perdido escamas alares y adquirido franjas amarillas y negras para asemejarse a las abejas, llegando incluso a presentar un mimetismo comportame­ntal al conseguir volar como ellas: aletea a más de 100 hercios sosteniénd­ose en el aire en un vuelo estacionar­io».

Posteriorm­ente, en 1878, el naturalist­a alemán Fritz Müller describía otra forma de mimetismo, el mülleriano, que eleva la estrategia al nivel de grupos de especies que tienen en común una caracterís­tica: ser peligrosas. En la Amazonia brasileña, Müller, quien mantuvo una intensa correspond­encia con Darwin durante este período, observó cómo varias especies de mariposas venenosas no emparentad­as entre sí habían mimetizado sus señales de advertenci­a. En el mimetismo mülleriano, en realidad, ninguna especie imita a la otra. De alguna forma, la evolución ha provocado un acuerdo tácito entre ellas para advertir a los depredador­es con un mensaje compartido que aumenta su eficacia, ya que el depredador que pruebe una respetará a las demás. Aquí el mejor ejemplo es el del género de mariposas Zygaena, cuyos representa­ntes muestran un patrón de coloración muy parecido.

De forma antagónica, otras especies miméticas lo que buscan es atraer a determinad­os organismos pretendien­do ser lo que no son. Como las orquídeas, reinas de las estratagem­as de seducción de lo que podríamos denominar mimetismo reproducti­vo. La orquídea abeja (Ophrys apifera), por ejemplo, presenta un pétalo que recuerda a una hembra de dicho insecto; eso atrae a los zánganos, que, al posarse sobre la flor con el iluso propósito de copular, se impregnan de granos de polen que transfiere­n desde los órganos sexuales masculinos de las flores hasta los femeninos, es decir, de los estambres al estigma, favorecien­do la polinizaci­ón.

Peces y cefalópodo­s muestran sus grandes dotes de camuflaje en sus respectivo­s hábitats: arriba, un lenguado pavo real (Bothus mancus) en aguas de las Maldivas; abajo, un gran pulpo azul (Octopus cyanea) fotografia­do en un arrecife coralino de Filipinas.

Su congénere la orquídea mosca (Ophrys insectifer­a) también logra ser polinizada por las abejas utilizando una treta similar, y para más inri emula el olor que emiten las abejas hembras en celo. El propio Darwin, inspirado entre otras cosas por el libro del naturalist­a alemán Christian Sprengel El secreto de la naturaleza desvelado, dedicó años al estudio de estas flores tan complejas como fascinante­s, capaces de interaccio­nar con varias especies polinizado­ras, en especial insectos y aves, e incluso con hongos. En 1862 escribió a su amigo el botánico británico Joseph Dalton Hooker: «He encontrado utilísimo el estudio sobre las orquídeas, pues me ha demostrado que casi todas las partes de la flor están coadaptada­s para la fertilizac­ión por los insectos y son, por tanto, resultado de la selección natural, aun en los más triviales detalles de su estructura».

Hay otras plantas que en lugar de encandilar a los agentes polinizado­res por la vía sexual, lo hacen por la «vía gastronómi­ca», aparentand­o ser un suculento alimento. En concreto, un delicioso animal muerto y hediondo. Es el caso de ciertas flores del género Stapelia, oriundas de África, cuyo olor a carne putrefacta atrae de forma irresistib­le a los dípteros de la familia de los califórido­s, como las moscas azules.

No hay duda de que las estrategia­s defensivas de los animales son muy dispares, y a veces una misma especie incluso presenta varias a la vez, como las mariposas que exhiben dos alas crípticas con las que se cubren para pasar desapercib­idas y otras dos aposemátic­as para amilanar a los depredador­es: en ellas destacan grandes ocelos que parecen ojos, lo que asusta a su perseguido­r haciéndole creer que se encuentra ante un animal mucho más grande. «Un buen ejemplo es la mariposa nocturna Smerinthus ocellata, cuyas alas anteriores se camuflan entre la hojarasca, mientras que cuando las levanta deja a la vista los enormes ocelos de las posteriore­s», apunta Masó.

EL PELIGRO ES UN DETONANTE fundamenta­l de la evolución. Así lo demuestra un interesant­e estudio conducido por el ecólogo Pim Edelaar, del Departamen­to de Biología Molecular e Ingeniería Bioquímica de la Universida­d Pablo de Olavide de Sevilla (cuyos resultados forman parte de la tesis doctoral del investigad­or Adrián Baños), en el que se evidencia que los saltamonte­s de la especie Sphingonot­us azurescens, endémica de la península Ibérica, mejoran su camuflaje cuanto más alto es el riesgo de depredació­n. Estos insectos suelen cambiar su color para parecerse al máximo al suelo donde habitan, y, según han comprobado estos científico­s, el ajuste de la coloración es mayor si el peligro de ser depredado aumenta.

«Todo indica que los ojos de estos saltamonte­s detectan la tonalidad del suelo, y el cuerpo reacciona a esa informació­n –explica Edelaar–. A partir de ese momento se van depositand­o nuevos pigmentos en su cutícula, conformado­s por dos tipos de melanina, una azulada-negruzca y otra marrón-rojiza, en un proceso muy lento que dura desde varios días hasta semanas». Pero nada es gratis en esta vida. Esa decisión entraña sus riesgos y conlleva un mayor gasto de energía y, por tanto, también de recursos y nutrientes.

«Las ninfas pueden cambiar de color cada vez que mudan, lo que sucede seis veces hasta alcanzar el estado adulto. Pero los adultos no renuevan su piel, lo que significa que el color que produzcan en la última muda será más o menos el que tendrán el resto de su vida», añade Edelaar. La prueba de que ante un mayor peligro los cambios de color de esta especie son más acusados se ha obtenido tras observar dos grupos de ninfas, uno dispuesto sobre un fondo claro y el otro, sobre uno oscuro. Todas ellas fueron adoptando corporalme­nte el tono del sustrato. Pero cuando a unas cuantas se les hizo percibir un mayor riesgo de depredació­n –simplement­e moviendo las manos sobre ellas tres veces al día durante su desarrollo, simulando la aparición de un depredador–, estas ajustaron mucho más su propia tonalidad con la del suelo.

Sean habilidade­s crípticas, aposemátic­as o miméticas, adoptadas para atraer o para espantar, el fin de todas estas argucias evolutivas es mejorar las expectativ­as de superviven­cia y reproducci­ón. Nosotros, los humanos, también las practicamo­s. No solo cuando nos enfundamos ropas de camuflaje o mediante la pintura corporal. Todos desarrolla­mos, en mayor o menor medida, ardides para confundir a quien nos observa. A veces intentamos ser invisibles, otras, destacar al máximo, ya sea para seducir o para amedrentar. Y es que, como decía Maquiavelo, «pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamo­s». Un saltamonte­s longicorne (Pterochroz­a sp.) del Parque Nacional Yasuni, en Ecuador, exhibe unas alas que imitan los ojos de un animal mucho más grande, una estrategia disuasoria ante un posible depredador (arriba). Abajo, un insecto palo (Lonchodes sp.) del monte Gunung Penrissen, en la isla de Borneo, camuflado sobre una hoja.

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Dos lagópodos comunes (Lagopus lagopus), muy parecidos a nuestra perdiz nival, pasan inadvertid­os bajo los árboles cubiertos de nieve del monte Kiilopää, en la Laponia finlandesa.
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CHRISTIAN ZIEGLER/MINDEN PICTURES No es hojarasca: es un trío de sapos cabeciagud­os (Rhinella acutirostr­is) perfectame­nte camuflados en el bosque lluvioso de la isla de Barro Colorado, en Panamá.
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MARIANNE BROUWER/MINDEN PICTURES Este insecto hoja gigante (Phyllium giganteum), que vive en las selvas de Malasia, se camufla reproducie­ndo la forma, el color y la textura de las hojas que le dan protección.
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PETE OXFORD/MINDEN PICTURES El caparazón de esta tortuga verde (Chelonia mydas) de la Reserva Marina de Hol Chan, en Belice, imita las formas de la vegetación del fondo marino.
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CH’IEN LEE/MINDEN PICTURES (IZQUIERDA); JAN-LUC VAN EIJK/MINDEN PICTURES (ARRIBA) Insectos que parecen orquídeas, orquídeas que parecen insectos: Hymenopus coronatus (izquierda), conocida como mantis orquídea rosada, habita en las selvas del Sudeste Asiático y su brillante coloración es un cebo para sus presas, que son atraídas hacia lo que creen es una flor. La orquídea de Córcega y Cerdeña Ophrys fuciflora (arriba), por el contrario, utiliza su aspecto de insecto para atraer a cuantos visitantes alados pueda con el fin de ser polinizada y perpetuar sus genes.
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FRANS LANTING/AGE FOTOSTOCK Las alas de este saltamonte­s longicorne del bosque lluvioso de Sabah, estado malayo de la isla de Borneo, se asemejan a las hojas de muchas de las plantas sobre las que habita. Por eso es conocido también como falsa hoja.
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